El cuento por su autor
Este cuento surgió por la invitación de Victoria Torres y Miguel Dalmaroni para participar de la antología La guerra menos pensada que Alfaguara publicó en abril de 2022 a cuarenta años de la guerra de Malvinas.
Tenía siete años cuando estalló la guerra y no solo estaba conmocionado también atento a cada movimiento que sucedía: las noticias que llegaban, la reacción de la gente, la situación de los conscriptos de mi ciudad que estaban en el sur. Pero a la hora de comenzar a trabajar este cuento preferí ir no a las tierras de la memoria sino a la pura ficción.
Así que este relato se construye sobre retazos de historias y de referencias que circulaban en los alrededores del hecho histórico O mejor, que formaban parte del hecho histórico pero como episodio lateral. Este relato busca la orilla, la perspectiva que puede dar justamente otra isla, tan cargada de densidad histórica, para mirar a distancia como lo hace al final el protagonista del cuento, interrogando a los fantasmas de la historia.
Ejército enemigo
La historia de Salvador Briceño, el hijo del doctor, se empezó a conocer más o menos al mismo tiempo que se realizaban los juicios a la Junta Militar en 1985. Por eso, si bien aparecieron algunas notas en la prensa, todo quedó ahí, como una historia menor entre tantas historias que estaban saliendo a la luz.
El hijo de Briceño estaba obsesionado con la guerra. Tal vez por el estímulo de su padre. En la secundaria comprendió lo que significaba pelear. Una tarde en el taller de hojalatería de la escuela Industrial de Belgrano tuvo un roce con el celador Macaya. En verdad Macaya no hacía otra cosa que burlarse de ciertos alumnos sistemáticamente. Su alumno preferido para eso era el hijo del doctor Briceño, ese negro que habían adoptado y traído de algún rancho de Catamarca y que algunas maestras decían que portaba un déficit de comprensión: la boca caída, la lentitud para entender los mensajes, cierto tartamudeo al hablar. El celador Macaya esa tarde dijo que Briceño tenía que barrer de punta a punta el taller si no se iba a quedar encerrado toda la noche, solo, en la escuela hasta que lo hiciera. Los demás alumnos se pusieron a reír. Macaya hablaba serio. Si había algo que le daba terror a Briceño era quedarse solo. De pronto comenzó a ser rodeado por Macaya y por un grupo nutrido de compañeros que lo arrinconaron contra la pared esperando que el muchacho dijera algo o se pusiera de inmediato a barrer ese galpón que ocupaba cerca de media cuadra. Pero lo que le pasó a Briceño, así rodeado, fue que terminó de comprender lo que significaba pelear. La guerra no era solamente eso que su padre le leía en las noches. Esas aventuras entre guerreros antiguos o entre indios y gauchos. Cuando se está en una guerra se pelea. Por eso la tijera que se clavó en la pierna del celador Macaya y en la mano de Ricky Barbieri fue como invadir un territorio, es decir, una forma de ocuparlo.
El doctor Briceño se encargaba desde hacía casi una década de hacer salvar a los hijitos de mamá, pequeños burgueses y ricachones desesperados, de la colimba. El doctor Briceño los recibía, en una primera entrevista, en su consultorio del centro y disfrutaba verlos cagados en las patas, sudando esa desesperación. Después hacía el registro final en el Hospital Militar. Tenía un mecanismo bien aceitado: un vínculo muy estrecho con el general Machuff, una figura de relevancia en Campo de Mayo. Desde ahí se administraba una red que hacía salvar a los que podían pagar (sacándoles una buena tajada) y generaba anualmente un número de plata que les permitía a varios militares, abogados y médicos como Briceño hacer una diferencia importante. Si bien el negocio parecía menor y desarticulado, una especie de cadena de favores, por dentro la cosa funcionaba de manera organizada y sistemática. La recaudación era tan importante que, prácticamente, el negocio de Briceño estaba centrado en eso: manejaba una parte mayoritaria de la provincia de Buenos Aires. Fueron esos contactos de Briceño los que evitaron la expulsión de su hijo de la escuela.
Por ese tiempo, el doctor comenzó a llevar periódicamente a su hijo a un grupo de entrenamiento en Campo de Mayo. Lo llevaba una vez por mes cuando tenía que hacer sus rendiciones. El negocio de salvar pibes de la colimba fue creciendo en la medida que Machuff se afianzó en la estructura del gobierno, por eso avanzaron sobre Córdoba y Santa Fe desplazando a algunos milicos del negocio. En Campo de Mayo se alojaban durante el fin de semana y el hijo quedaba al mando de un suboficial. Le rapaban los bordes de la cabeza y salía a correr. Se iba poniendo físicamente cada vez más grueso. Aprendió a tirar. Cocinaba para buena parte del regimiento. No gozaba de ningún beneficio. Al contrario. Fue en esos entrenamientos donde el suboficial lo detectó de inmediato. La dificultad para hablar, la sumisión exagerada y el entusiasmo extremo de Briceño por la guerra lo distinguían. Por eso delante de algunos conscriptos el suboficial lo expuso: le dijo que a partir de ahora iba a tener un nombre de guerra y sería el aspirante Mudo. Cuando entrene a usted no se le va a caer ni una palabra, decía.
En 1980 lo egresaron de la escuela Industrial y el doctor Briceño le compró un departamento pequeño por Congreso y consiguió un puesto decorativo en una oficina del edificio Libertador. Para el hijo de Briceño ingresar todos los días en ese edificio de la avenida Paseo Colón, aunque sea para llenar planillas, lo ponía en un lugar de enorme expectativa. Estaba en carrera. Había que esperar el momento oportuno. Porque siempre se presenta una oportunidad. Había estado cerca el enfrentamiento con Chile. Osorio, su compañero de oficina, le contaba una y otra vez cómo lo habían movilizado hasta la propia cordillera. Veíamos Chile del otro lado, nunca antes había cruzado una frontera, nunca antes había salido de mi país, le decía con un tono cargado de falsa épica. Y le contaba que cazaban animales para comer y que lo más emocionante había sido andar, tantos años después, por la senda del libertador. Las historias de Osorio alimentaban la ilusión de Briceño, la ilusión de vivir una guerra era posible. Oíme una cosa: no te olvidés que estamos en guerra, decía cada tanto Osorio señalando las planillas en el escritorio.
Pero la guerra a la que se refería Osorio era una guerra que le costaba entender a Briceño. Porque del otro lado no había un ejército claro. Porque no había un campo de batalla delimitado. En fin. Era otra cosa. Y si le costaba entender algo más bien dejaba de tener interés para él. Aunque las planillas que completaba de manera mecánica fueran nombres y direcciones que tenía que sistematizar. Con Osorio armaban listas. Briceño sólo copiaba de un papel a otro. Por las tardes caminaban por el Bajo buscando algún bodegón para tomar vino. Osorio era tucumano, le gustaba contar historias y había algo que los unía. Seguro que a Briceño le gustaban las historias de Osorio. Y Osorio se sentía escuchado. Pero además se parecían. Eran los negritos del primer piso del edificio Libertador. Una tardecita, después de bajarse un par de tintos, caminaron por la recova de Alem y ahí Osorio se atrevió a comentarle algunas cosas. Cómo fue que llegó a Buenos Aires siendo un changuito del norte. Al principio me decían Palito, en joda. Pero yo no llegué con una mano atrás y otra adelante. A mí me distinguieron con una medalla por mi actuación en el monte. Yo conozco el monte como la palma de mi mano. No se me escapó ni uno de esos roñosos, dijo Osorio que, para esta altura, ya no se parecía al Osorio de la oficina. Briceño no terminaba de entender muy bien de qué estaba hablando pero oía expresiones que mostraban la experiencia de su compañero: combate, guerrilleros, ejecución. Entonces Briceño se atrevió a contarle cuál era su sueño. Y también se sintió cómodo para descargarse contra esos cagones que no hacían otra cosa que escaparse de la colimba. Mi viejo los conoce bien, dijo. Una guerra es una guerra, hermano, y no cualquiera está preparado, aclaró Osorio antes de meterse en un colectivo y de perderse en la ciudad.
Un viernes después del trabajo, Osorio y Briceño se tomaron el tren en Constitución. Hacía mucho tiempo que Briceño no andaba en tren. Una alegría infantil lo atravesaba. Osorio señalaba el paisaje, anticipaba lo que iban a visitar. Contaba del barrio, de la casa que le alquilaba a una vieja, ella vivía adelante, Osorio en una pieza atrás, y que a veces le cocinaba como una madre y a veces se enredaban, borrachos, en la cama. La vieja hace unos guisos tremendos y chupa la pija de lo lindo, comentó Osorio y esa frase, con la luz de fondo y el tren a toda marcha, se incrustó en la imaginación de Briceño. Ese fin de semana la vieja se había ido a la casa de algún pariente en La Plata. Pero las visitas a Villa Elisa comenzaron a darse de manera recurrente. Iban a pescar. Hacían asados. Practicaban en el polígono, Briceño era un buen tirador. Una noche la vieja golpeó la puerta de chapa y le reclamó el alquiler a Osorio. Estaban viendo un partido de fútbol. Osorio la sacó a escobazos como si fuera un perro. Briceño le ofreció plata si necesitaba, Osorio se ofendió y lo mandó a la mierda. Pero antes de que Briceño se fuera, Osorio le pidió disculpas y le propuso algo. ¿Querés cachengue?, vas a tenerlo, dijo. Se bajaron media botella de whisky y entraron a la casa de la vieja. Venimos a pagarte, decía Osorio. Ester, venimos a pagarte. La vieja estaba en la cama, también borracha, hablaba bajito, con un hilo de voz. Osorio se desnudó, entró a la cama y se tapó con la colcha marroncita que olía a humedad. Gabriel, decía la vieja, el opa no, el opa que se vaya. Briceño salió asqueado. Caminó hasta la estación de Villa Elisa, un poco mareado por el whisky. Algunos autos tocaban bocina, festejaban. Pensó que seguro había terminado el partido que estaban viendo. Se enteró de la recuperación recién cuando preguntaba por la hora del siguiente tren a Constitución. Era el viernes 2 de abril de 1982.
Una posible guerra contra los ingleses. Una guerra contra los ingleses por un pedazo de tierra en el sur. O sea, una guerra posible. Y contra los ingleses. Briceño pasó el fin de semana leyendo los diarios y escuchando la radio. Cuando regresó a la oficina esperó con ansiedad a Osorio. Pero Osorio pidió parte médico y durante tres días no fue. Briceño se sintió decepcionado. Porque no tenía con quién compartir semejante intensidad. Pensó en ir solo hasta Villa Elisa pero no se atrevió. Finalmente, el día que había fijado para ir sí o sí, Osorio apareció en la oficina. Pasaron muchas cosas, se atrevió a decirle Briceño con entusiasmo. Esto se va poner bueno, le contestó el tucumano, se va a poner bueno. El rumor decía que era inminente la llegada de los ingleses. Están alistando tropa y mandándolas al sur, decía Osorio. Yo voy a pedir licencia del laburo para estar a disposición. Escuchar eso fue como un mazazo: Briceño empezó a sentir que se estaba quedando afuera de algo. Tenía que tomar una decisión. Llamó a su padre. Le dijo que necesitaba ayuda, quería enrolarse para ir al sur. El doctor Briceño hizo un silencio largo, del otro lado se oían algunos pájaros, y fue bien claro cuando habló: Hijo, todo esto es una locura, no puedo hacer nada. Briceño cortó el teléfono lleno de rabia. Ya era de noche, salió de ese departamento que lo angustiaba y caminó por Entre Ríos. Caminó para distraerse pero, a la vez, buscando la estación Constitución. Se atrevió a tomar el último tren a La Plata. Bajó en Villa Elisa y caminó de memoria, oyendo los sapos en los zanjones, hasta la casa de Osorio. La puerta de chapa estaba entreabierta. Briceño la empujó sin golpear. Osorio no se sorprendió al verlo. Salvador, dijo, vení, llegaste justo. La vieja estaba preparando un guiso de lentejas, había un olor a hogar que hacía rato Briceño no sentía. Tomaron vino viendo las noticias en el televisor que hablaba de la histórica recuperación. La vieja chasqueaba la lengua contra el paladar, solamente hacía ese ruido. Tenía cara de sapo. Briceño no podía dejar de pensar en eso. Que la vieja tenía cara de sapo. Se durmieron cuando el frío empezó a apretarlos contra las cobijas.
Si acá hay esta escarcha, imaginate allá, en las islas, dijo Osorio mientras el tren corría a toda velocidad buscando Constitución. Pelear contra los ingleses sintiendo frío, agregó Briceño con la mirada clavada en el paisaje. La ventanilla cada vez más empañada. Osorio lo miró fijo y empezó a sospechar lo que estaba pasando. ¿Te gustaría ir?, preguntó. Más vale pero mi viejo es un cagón, confesó Briceño y se hizo un silencio larguísimo. El resto del viaje no hablaron. Fue el tiempo necesario para que Osorio aclarara las ideas. Lo primero que hizo al llegar a la oficina fue llamar, finalmente, al general Topita y ponerlo al tanto de la situación. Osorio era un hombre que respondía al cordobés. Topita era alto y flaco como un mástil, usaba anteojos oscuros y siempre estaba bronceado. Después de escuchar a Osorio no dijo nada. Le cortó sin decirle nada. Osorio quedó desencajado. Pensó que se había arrebatado en llamarlo. Era sólo para cosas urgentes, le había dicho una vez. Dos horas después, Osorio recibió un llamado del general con todas las instrucciones que debía seguir. Las cartas estaban echadas.
Osorio invitó a almorzar a Briceño a una pizzería atrás del Correo. Le contó que se estaba armando una división especial que necesitaba gente de confianza. Y le dijo que si bien sabía de su interés tenía que pasar dos filtros: el primero era el familiar, ninguno de su familia tendría que oponerse o saber. El segundo era un entrenamiento previo al viaje al sur en la isla Martín García. Si aguantaba el aislamiento podía participar en esta división especial. Briceño se comió la pizza con ansiedad y a todo le decía que sí y todo le parecía un sueño. Tenés dos días para pensarlo porque el jueves sale el primer grupo, dijo sabiendo que Briceño no tenía que pensar nada.
Las cosas sucedieron muy rápido. El jueves por la madrugada una camioneta del ejército pasó a buscar a Briceño por su departamento de Congreso. De ahí viajaron a Villa Elisa donde se sumó Osorio y la vieja. La vieja con cara de sapo iba adelante, llevaba cosas, siempre llevaba cosas encima. Osorio parecía un extraño. Además, había un gesto filoso, un modo de indicar las cosas que había borrado el tono amistoso del changuito tucumano. La camioneta cruzó Berisso y se metió en el predio de la YPF. Los fosforitos ardían un fuego permanente. Ahí tomaron una lancha militar. Amanecía cuando empezaron a ver la distancia de la costa. Un color anaranjado ardía en el lomo del río. Y del otro lado las sombras de una ciudad muda. Como su nombre de guerra, pensó Briceño. Después de una hora de viaje, con la mañana ya instalada, atracaron en el muelle de la isla. Briceño estaba un poco mareado pero se contuvo. La que empezó a vomitar ni bien pisaron tierra fue la vieja. Se quedó en la orilla, sola, mojándose la cara. El silencio de la isla a esa hora era absoluto. Las callecitas abandonadas y el puñado de casas desplegadas a la vera del camino. Se alojaron en el viejo edificio de la cárcel. Las instrucciones eran bien claras: Briceño tenía que pasar como mínimo una semana en la isla. Osorio le entregó un bolso con ropa militar y le dio una serie de indicaciones: tenés que hacer guardia a lo largo de aquella costanera. Al amanecer y al atardecer. Si ves algún movimiento extraño avisás por la radio de inmediato: pero no podés llamar por cualquier pavada. Solo si es una urgencia, ¿entendido? Y Briceño se cuadró e hizo la venia. Pero tenía un par de dudas. La sombra de la soledad lo empezó a angustiar, como cuando el celador Macaya lo amenazaba con hacerlo pasar toda la noche solo en el taller de hojalatería. La otra duda era si le iban a entregar el arma. ¿Cómo iba a hacer guardia desarmado? Se atrevió a preguntarle a Osorio por el arma cuando lo acompañó a la lancha, Osorio volvía a Buenos Aires, ¿y el arma?, dijo. Ester te va a decir dónde está el arsenal. La lancha se fue alejando. Osorio se volvió un punto neblinoso. Briceño entendió que detrás suyo, bajo el arco de lo que fue la cárcel, quedaba la silueta de la vieja esperándolo.
El plan del general Topita estaba trazado en una semana para cumplir el primer objetivo: cobrar. El segundo objetivo era de mediano plazo: recuperar como mínimo el negocio de Córdoba. Cien mil dólares fue lo que exigió. Para Osorio ese fue un error porque era mucha guita y no había margen de maniobra. Pero el general Topita era el que daba las órdenes. Y así lo hicieron. El doctor Briceño reaccionó tratando de ganar tiempo y de desplegar todos los contactos posibles para entender lo que estaba pasando. Pero con la guerra de por medio ni siquiera el general Machuff le prestó atención. No había otra opción que negociar con los secuestradores. Y así lo hizo. Pero en el medio de la negociación recibía llamados en la madrugada con gritos grabados, le decían que era su hijo, que si no pagaba lo mataban. Osorio era el encargado de esos llamados. De ablandar la postura del doctor. Finalmente llegaron a un monto: cuarenta mil dólares. Era todo lo que tenía el doctor. Un viernes a las cuatro de la mañana cruzó la ciudad en auto. Tenía que dejar el bolso en la esquina de Hernandarias y California, en la esquina que tenía una pintada que decía Las Malvinas son argentinas. El doctor fue solo. Se quedó un rato arriba del auto mirando el dibujo de las islas, parecían dos alas exageradas. Así lo había hecho el pintor, dándole un ribete mágico a un asunto que, para el doctor, era puro ruido. Si tuviéramos las Malvinas nadie quisiera ir ahí a laburar por la patria. Sería una isla llena de borrachos y contrabandistas, pensaba apretando el bolso con los dólares antes de bajar del auto, antes de dejarlo contra la pared.
La orden que había recibido de Osorio era que no entrara en contacto con los pocos lugareños. Briceño comenzó a aplicar su nombre de guerra. Y no hablaba ni siquiera con la vieja. La vieja le cocinaba y cuando se emborrachaba en la noche trataba de meterse en la misma cobija que Briceño. Pero Briceño la espantaba apuntando con el fusil. Sólo tenía tres balas y las cuidaba como un tesoro. Cuando se quedaron sin comida empezaron a deambular por la isla. Intentaron pescar. Disparó para cazar algún animal. A pesar de ser un buen tirador perdió dos balas. El invierno los atravesó con toda su humedad. Una mañana la vieja durmió más tiempo del habitual. Briceño se dio cuenta que estaba helada. La enterró en la orilla del río. Antes de taparla volvió a pensar que tenía cara de sapo. Ese día dio una vuelta completa a la isla y finalmente se sentó en el mismo lugar donde habían desembarcado con Osorio. Se sentó ahí, sobre una piedra mirando el horizonte con el fusil en la mano: le quedaba una sola bala en la recámara. Cada tanto, en el fondo, detrás de la niebla, se le dibujaba un espejismo, parecía una ciudad, parecía Buenos Aires que se agrandaba y desaparecía, que se acercaba y se alejaba misteriosamente como si fuera el ejército enemigo.