El chico, de seis años, está a punto de ver por primera vez en la vida una película en la gran pantalla. Se lo ve ansioso y un poco asustado, pero las expectativas le ganan la partida a cualquier otra emoción. El año es 1952 y la experiencia resulta incomparable a la de cualquier niño nacido en décadas venideras, las generaciones criadas bajo el calor catódico del televisor y las múltiples pantallas del presente. El padre, ingeniero electrónico, le explica que, más allá del enorme tamaño de los actores y otras portentos visuales, no hay allí ni una pizca de magia. Sólo se trata de un “truco” posibilitado por la mente humana, que retiene las 24 imágenes fijas por segundo proyectadas a través de un haz de luz y pergeña la sensación de que esas fotografías se están moviendo. Por eso se las llama moving pictures, “fotos en movimiento”. La película en cuestión lleva el pomposo título de El espectáculo más grande del mundo, el blockbuster circense de Cecil B. DeMille, y el film que contiene la escena es el último largometraje de Steven Spielberg. Los Fabelman, que se estrena finalmente en salas de cine el 26 de enero luego de ganar los Globos de Oro a Mejor Película Dramática y Mejor Director, es un retrato autobiográfico que lo muestra en su mejor forma como cineasta, al tiempo que describe aspectos poco conocidos de sus primeros 20 años de vida, transformando esos recuerdos íntimos en un relato de resonancias universales.

La cámara del director de E.T., el extraterrestre y Rescatando al soldado Ryan sobrevuela una sala de cine repleta -un cine enorme, de los que casi ya no existen, con platea y pulman-, deteniéndose en el rostro del pequeño Sammy Fabelman. En la pantalla, el choque de un tren de carga contra un auto y, segundos después, con otro convoy detenido sobre las vías queda grabado en las retinas del protagonista, que esa misma noche vuelve a rememorar las imágenes y sonidos saltando sobre la cama. El cine, como un espíritu poderoso, ha ingresado en su cuerpo y ningún exorcista será lo suficientemente eficaz como para expulsarlo. 

Durante las celebraciones de Janucá, su padre y otros familiares le compran a Sammy un set completo de ferrovías y un tren a escala, pero lo primero que se le cruza por la cabeza al pequeño es reconstruir con sus propios medios aquello que el poderoso DeMille creó gracias a las bondades de la retroproyección en estudio y las miniaturas diseñadas por el equipo de efectos especiales. La buena noticia es que el padre de Sammy tiene una pequeña cámara de 8mm que puede utilizarse para esos fines. Los dolores de parto han comenzado, preanunciando el nacimiento de un director de cine.

En el prólogo de la edición revisada de Steven Spielberg: Una biografía, publicada en 2011, Joseph McBride describe el estreno del primer largometraje (hoy perdido, con la excepción de algunas escenas) del futuro realizador de Encuentros cercanos del tercer tipo. La referencia al clásico de la ciencia ficción de 1977 no es casual: en aquella producción de bajísimo presupuesto, realizada cuando el joven Steven tenía 17 años, las luces que recorren los cielos anticipan la presencia de visitantes del espacio exterior. 

“La fecha es el 24 de marzo de 1964. La película se llama Firelight y su costo de producción estuvo por debajo de los 600 dólares”, escribe McBride. “El nombre en pantalla del precoz joven de 17 años es ‘Steve’, no Steven, pero algunos de sus compañeros de clase lo llamaban en broma Spielbug. Es probable que en aquellos años su aspecto fuera el de un típico nerd, un ‘enclenque’, como él mismo recuerda, pero ya en aquellos tiempos había logrado hacerse un nombre gracias a sus actividades como hacedor de películas. Su madre lo llamaba orgullosamente Cecil B. DeSpielberg. Un chico judío que se sentía ‘como un alien’ mientras crecía en barrios crecientemente blancos, anglosajones y protestantes, y que se volcó al cine para lograr la aceptación social que tanto deseaba, Steven Spielberg venía filmando obsesivamente desde hacía más de siete años, con una dedicación monomaníaca que le hacía olvidar las tareas escolares, las citas amorosas, los deportes y cualquier otra actividad considerada normal para un adolescente”.

Reconvertido en Sam Fabelman, el prematuro cineasta de seis años dispone sobre las vías el tren y el auto de juguete, conducido por una pequeña figura religiosa, y registra el choque desde los más diversos ángulos y posiciones. Más tarde, cuando el material haya sido revelado, se encerrará en el placar del dormitorio junto a su madre para apreciar los resultados finales (esa escena se refleja de manera especular en otra que ocurre años después, con otra clase de material y reacciones muy diferentes de esa audiencia de apenas dos espectadores). Además de Sammy, en la casa viven su padre Burt (Paul Leno), Mamá Mitzi (Michelle Williams) y sus hermanas, a quienes se suman regularmente otros familiares, como la Tía Hadassah (Jeannie Berlin) y un amigo de la casa y colega de Burt interpretado por Seth Rogen, a quien la cercanía hace que todos llamen Tío Bennie. Es que Los Fabelman, más allá de reconstruir en primera persona la infancia y juventud de uno de los grandes realizadores del cine estadounidense de los últimos 50 años es, esencialmente, un asunto de familia.

Retrato de familia

Steven Spielberg no es el primer cineasta que, en cierto momento de su carrera, decide abordar en pantalla su biografía vital y profesional. Pero a diferencia de otros autores como Federico Fellini o Ingmar Begman, cuyos films más autobiográficos se recubren de varios estratos de estilización formal, el clasicismo narrativo inherente al realizador nacido en Cincinnati y criado en Nueva Jersey, Phoenix y California ofrecía otra clase de desafíos. 

Precisamente sobre ese aspecto, la mímesis de los personajes respecto de los modelos en la vida real, conversó Spielberg en profundidad con The New York Times en una entrevista publicada recientemente. Allí recuerda que, cuando intentó hacer un casting como en cualquiera de sus películas, es decir, “con los mejores actores que pudiera encontrar y que encajaran en el papel, me di cuenta de que esta vez eso no iba a funcionar. Que tendría que estar más cerca de lo familiar. Es decir, estaba buscando grandes intérpretes, pero necesitaba actores que, en otras películas, ya me hubieran parecido similares a mi mamá y a mi papá. Y, obviamente con menos objetividad, parecidos a mí. Eso hizo que todo se volviera mucho más difícil. Necesitaba conocerlos de una manera diferente. Necesitaba sentir que algo en ella me recordaba a mi madre y lo mismo en el caso de mi padre. Eso limitó el campo de juego. Consideré a mucha gente, pero mi elección final se redujo a dos intérpretes geniales como Paul Dano y Michelle Williams, de los mejores actores con los que he trabajado”.

Dispuesto a revelar cuestiones de las cuales nunca antes había hablado, Spielberg describe a su mamá, una pianista y bailarina, como alguien que era mucho más compañera que madre. Respecto del padre, “como yo, era incapaz de cantar entonado, pero amaba la música clásica y apreciaba el talento artístico de mi madre”. Una secuencia temprana, que ocurre durante la primera media hora de un total de 150 minutos, muestra diáfanamente los difusos límites entre la libertad aventurera y sus riesgos. Cuando un tornado atraviesa el cielo a lo lejos, Mitzi y sus tres hijos se suben al automóvil familiar como auténticos cazadores de eventos meteorológicos extremos, pero la aparición del peligro real –peligro de accidente, de muerte, incluso– hace que el vehículo se detenga y la mujer, con lágrimas en los ojos, caiga en la cuenta de lo grave de la situación. En Mitzi, Spielberg crea un personaje extremadamente complejo, cuyas diversas capas psicológicas y emocionales, con sus zonas luminosas y grises, van descubriéndose con el correr de los minutos. En la relación entre ella y el niño Sammy y, más tarde, el Sam adolescente, late el corazón de la película.

“La gente de Phoenix y alrededores comenzó a prestarle atención a ese joven prodigio del cine. Un equipo de noticias local cubrió el rodaje de la película de 40 minutos sobre la Segunda Guerra Mundial Escape to Nowhere, dirigida por Spielberg en 1962 y que ganó el primer premio en un concurso del estado de Arizona para directores amateurs." Joseph McBride describe el rodaje y la recepción del mediometraje que el quinceañero Spielberg rodó junto a sus compañeros boy scouts y una cámara Bolex de 8mm alquilada para la ocasión. 

Los Fabelman le dedica varios minutos a esa filmación y al estreno en una pequeña sala improvisada, con música sincronizada gracias a un tocadiscos portátil (pueden escucharse los acordes de "Greensleeves", la canción tradicional inglesa popularizada ese mismo año gracias a la superproducción en Cinerama La conquista del Oeste, en la versión con letra de Sammy Cahn, Home in the Meadow). En una escena previa, que remite a The Last Gunfight, el primer trabajo amateur de Spielberg, filmado a los 12 años, Sam (Gabriel LaBelle) edita el cortometraje en su pequeña moviola y cae en la cuenta de que los disparos de los bandidos y la respuesta de los héroes resultan absolutamente falsos. Elipsis. La primera proyección pública sorprende a propios y ajenos, y ante la pregunta del padre, deseoso de conocer el secreto de esas imágenes que, ahora sí, son relativamente realistas y emocionantes, la respuesta del muchacho revela una técnica tan sencilla como efectiva: agujereando con un alfiler el celuloide, apenas un par de fotogramas, la luz del proyector provoca un efecto visual similar al del fogonazo de un arma de fuego. Nace el Spielberg ilusionista, el descendiente de Méliès. El director de Jurassic Park, Tiburón, La guerra de los mundos e Indiana Jones en pañales. Entrelazado con el proyecto del film bélico, luego de la muerte de su abuela (gran escena íntima, con una puesta en escena precisa, casi hitchcockiana), llega el viaje familiar que cambiará muchas cosas. Unos días de campamento con la parentela y el imprescindible Tío Bennie, coronados por un baile a contraluz de Mitzi frente a la fogata, que deslumbra a todos y es registrado por Sam con su cámara. Ya en casa, cuando el joven edita el material, se produce el descubrimiento casual de algo que permanecía oculto a los ojos de Sam, los de sus hermanas y, tal vez (aunque probablemente no) los de su padre. El material de descarte de la bitácora visual del viaje conjura otra película. Una película muy distinta en tono, forma y contenido.

La escena reveladora

La escena ocurre después de la visita del Tío Boris (este sí un tío real), quien provoca en Sam un pequeño terremoto interior ante un vehemente discurso acerca del arte, sus delicias y maldiciones. Algo que ni siquiera el libro de McBride ni otras biografías autorizadas y no oficiales habían iluminado: la causa de la separación de los padres del realizador. En la mencionada entrevista con el diario neoyorquino, el crítico A.O. Scott le pregunta a Spielberg si esa revelación ocurrió o se trata sencillamente de una metáfora sobre los mecanismos del cine. La respuesta del cineasta: “Realmente ocurrió. Fue una de las cosas más duras, me tuve que sentar y pensar si quería exponerlo, porque fue un secreto muy poderoso entre mi madre y yo desde que lo descubrí a los 16 años. Esa es una edad muy temprana para darse cuenta de que tus padres son seres humanos, y es difícil luchar para no transformar eso en algo contra ellos. Fue algo, creo, instintivo, porque como dice mi esposa los accidentes no existen. Lo cierto es que siempre estuve en control de mis películas, incluso cuando era un chico de 12 años. Por eso fue tan pulverizador cuando descubrí que, en ese caso, no tenía ningún tipo de control. Es algo que nunca voy a olvidar y sobre lo cual mi madre y yo conversamos por décadas de allí en más”.

La oferta de un nuevo puesto para Burt, empeñado en la búsqueda de un sistema de computación cada vez más veloz y efectivo, mueve nuevamente a los Fabelman, esta vez a California. La familia está a punto de sufrir un quiebre irremediable, que ni siquiera la adquisición de un pequeño mono, que Mitzi bautiza con el nombre de Bennie, es capaz de retrasar. Mucho menos subsanar. Cuando el llanto invade los ojos del quinteto, Sam se imagina filmando la situación, como si se tratara de una escena de una película todavía inexistente, otro momento de gran simpleza y enorme potencia cinematográfica. Sam guarda debajo de la cama su cámara Bolex, abandona momentáneamente el cine e ingresa al universo de la high school, un ámbito de jóvenes musculosos y deportistas y chicas populares y atractivas. Allí también descubre el antisemitismo que, en gran medida, lo había rodeado sin tocarlo directamente.

En las semanas siguientes al estreno de La lista de Schindler, Spielberg hizo una declaración a la prensa, palabras que ahora adquieren resonancias incluso más relevantes. “Estaba tan avergonzado de ser un judío y ahora estoy lleno de orgullo. Esta película me ha acompañado en el viaje desde la vergüenza al honor. Mi madre me dijo una vez que le encantaría que la gente viera una película mía sobre nosotros dos, ella y yo, sobre quienes somos. No sobre nosotros como cierta clase de gente, sino como gente a secas. Esta película es para ella."

En 2022, Spielberg recuerda que no había experimentado en carne propia el antisemitismo durante sus años en Arizona, pero que eso cambió radicalmente al terminar sus estudios en el norte de California. “Ser judío en los Estados Unidos no es lo mismo que ser judío en Hollywood. En este último lugar se trata de querer pertenecer a un círculo popular y ser aceptado de inmediato en él, porque está integrado por gente muy diversa, y mucha gente que de hecho es judía. Ahora el antisemitismo está de regreso porque se lo empuja a regresar. No vuelve como consecuencia de los altibajos que ha solido tener a lo largo de las décadas, sino por esta danza tóxica que es parte de una ideología de separación y racismo, de islamofobia y xenofobia, que ha logrado que regrese a toda velocidad."

Por cada momento espinoso y doloroso, Los Fabelman ofrece sus buenas dosis de humor y calidez. Es una película con elementos duros, pero siempre amable con sus personajes y con el espectador. Un relato de crecimiento y también un retrato de una sociedad que ya no existe. Allí está la Tía Hadassah con sus comentarios mordaces, el llanto compartido entre Sam y la mayor de las hermanas y esa noviecita obsesionada con el Espíritu Santo cuyo dormitorio ofrece un altar de “muchos chicos sexy”: músicos, estrellas de cine y Jesucristo. 

Spielberg termina su película con dos escenas excepcionales. La primera es una compleja reflexión sobre el poder del cine, ya no como mecanismo para conjurar el asombro ante sus posibilidades mágicas/técnicas. Ni siquiera como medio narrativo capaz de provocar la empatía y las emociones más intensas. Cuando Sam filma a su némesis de la escuela (con una Arriflex 16mm, gran paso) durante un día de playa y proyecta esas imágenes en una pantalla, frente a todos los alumnos y profesores, provoca en el musculoso Adonis una suma de sensaciones imposibles de describir con palabras. Es un momento ambiguo, que ni siquiera el propio Sam, creador del pequeño film, es capaz de comprender cabalmente. Otra clase de conjuro que también forma parte de la magia del cine. En el epílogo, luego de que una carta salvadora introduce finalmente al joven en el medio profesional, donde podrá aprender el oficio como “asistente de un asistente”, se produce una cita improvisada con uno de sus directores más admirados, John Ford. En esa coda que no es otra cosa que el prólogo de lo que está por venir, Spielberg regala una escena que pondrá la piel de gallina a todo cinéfilo o cinéfila que se precie de serlo. El encuentro entre el veterano genio y el joven aspirante a director existió, poco importa si la anécdota representada en Los Fabelman es real o no. O si el contenido de la charla fue exactamente ese u otro distinto. Lo que sí importa, se sabe, es la leyenda, que siempre debe ser impresa. En papel, en celuloide o en soporte digital. Spielberg lo sabe (siempre lo ha sabido) y su película más reciente no es otra cosa que una fábula realista basada nada más y nada menos que en su propia y excepcional vida.