Hace seis años, la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, fue derrocada por un golpe de Estado. El juicio político orquestado en su contra involucró a todos los poderes de la república brasileña, bajo el mando del entonces vicepresidente Michel Temer, quien durante su presidencia ilegítima iniciaría un oscuro período de sometimiento neoliberal. Intercambios de mensajes filtrados publicados por la prensa de la época demostraron que la colusión contra Dilma se realizó incluso con la participación de los ministros de la Corte Suprema.
Durante la sesión que la depuso en el Congreso, el entonces diputado federal extremista Jair Bolsonaro, al votar a favor del juicio político, rindió homenaje al coronel Brilhante Ustra, torturador del ejército brasileño y autor de un libro de reseña histórica en defensa de la dictadura militar. Entre ese voto de Bolsonaro y la invasión de los edificios de las tres poderes brasileños, vivimos un período de ataques permanentes a la democracia, bajo el liderazgo de quien sería presidente de la república y, derrotado por el pueblo, continúa desde Miami, Estados Unidos, desestabilizando los rumbos del país.
Esta información es importante para que entendamos que las escenas que vimos el pasado domingo, de la turba enfurecida de extremistas destrozando los símbolos de la patria y literalmente defecando en las instituciones, son hipérboles de un proceso que no empezó ayer. Por el contrario, pueden interpretarse como la violenta paliza de un golpe de estado ocurrido hace años.
Este golpe, cuyo propósito era romper la hegemonía del Partido de los Trabajadores en la presidencia, no se habría dado sin la mano de otros actores que también deben rendir cuentas en este momento de crisis. Ellos son el entonces juez Sergio Moro, ahora senador por un partido de derecha; el entonces fiscal, Deltan Dallagnol, ahora diputado federal por el mismo partido de derecha; un grupo de generales que salió del cuartel para actuar políticamente, bajo la batuta del general Heleno; los principales medios de comunicación nacionales, las intrigantes plataformas de redes sociales de EE. UU. y el agradecimiento de la extrema derecha mundial. El golpe de Estado de 2016, antidemocrático como todo golpe, llevó a prisión a Lula, alentó el asesinato de Marielle Franco, acorraló durante años a fuerzas de izquierda y defensoras de la democracia.
Un hecho nuevo e importante, sin embargo, es el inicio del contragolpe.
Comienza con la victoria electoral de Lula y su amplio frente por la democracia, en la segunda vuelta presidencial más reñida de nuestra frágil historia democrática. Avancemos al imponente acto de toma de posesión, en Brasilia, hace poco más de una semana, cuando el presidente recibió la legítima banda presidencial de manos de nuestro pueblo trabajador (un niño, un indígena, un discapacitado y una negra) ; y culmina con el descenso de la rampa del Palacio del Planalto, el lunes 9 de enero, luego de celebrar una reunión a la que asistieron los presidentes de los demás poderes (Cámara, Senado y Supremo Tribunal Federal) y los gobernadores de los 27 estados con el objetivo de fortalecer la democracia.
Lula, que convocó a una multitud para subir con él a la rampa del palacio, la bajó, un día después de que el caos se apoderara del país, acompañado de todas las fuerzas institucionales del país, incluso flanqueado por políticos electos con el apoyo de Bolsonaro. Tomado del brazo de la presidenta del STF, Rosa Weber, desfiló por la Praça dos Três Poderes con la frente en alto. En su discurso afirmó enfáticamente que los golpistas sentirán la mano dura de la ley y pagarán los repetidos ataques a la democracia.
Con estos certeros movimientos, Lula no solo asume la responsabilidad de articular el contragolpe frente a los episodios del domingo, sino que se pone en posición de ataque para hacer justicia frente a la locura que trajo el golpe de 2016. Para ello ha contado con el apoyo imprescindible del ministro del Tribunal Superior de Justicia, Alexandre de Morares, cuya incansable labor en defensa de la democracia ha enervado a los bolsonaristas, especialmente a su líder que hoy ya no está.
Ganador de las elecciones de 2002, 2006 y 2022, Lula demostró una vez más el estadista que es, el único capaz de conducir a Brasil hacia una potencial pacificación democrática. La tarea, sin embargo, no será fácil. La encuesta de opinión de Atlas publicada en esta semana afirma que alrededor del 20 por ciento de los brasileños están a favor de actos cobardes de destrucción. Es una minoría, sin duda, pero dispuesta a todo. De ahí la importancia de la ejemplar reacción, que ya se ha saldado con la detención de más de 500 personas. Las investigaciones también se extienden a los financiadores de los hechos, y el ministro de Justicia Flávio Dino ya señaló que la mayoría son de los estados del Sur y Centro-Oeste de Brasil, estados donde Bolsonaro ganó las elecciones del año pasado. En la lista se encuentran probablemente empresarios, políticos y partidos de derecha, como el PL de Bolsonaro.
Vale la pena señalar que la encuesta apunta a la magnitud del déficit democrático brasileño. De orejas, el 39,7 por ciento cree que "Lula no ganó" las elecciones, número similar (36,8 por ciento) a los que dicen estar "a favor de la intervención militar". La dictadura y el autoritarismo, tan bien encarnados por Bolsonaro y que tomaron forma tras el golpe de Estado de 2016, siguen al acecho. En la sociedad civil brasileña, en cambio, aparece ahora el movimiento "Sin Amnistía", cuya misión es hacer que el país avance sin dejar atrás la justicia necesaria contra quienes quieren secuestrar nuestro futuro.
*Periodista y escritor brasileño.