El cuento por su autor

Escribí este cuento en el exilio, en México circa 1980, pero se publicó en Argentina muchos años después, en 1993, dándole título a mi tercer libro de cuentos, El castigo de Dios, publicado por Editorial Tesis.

En aquellos años nuestro país estaba conmovido por las revelaciones del horror vivido durante la dictadura videla-masserista, y la literatura argentina indagaba con ardor todo el espanto vivido. Y el cuento era uno de los géneros más trajinados, en todas las provincias, ciudades, pueblos, y en mi caso, con la revista Puro Cuento, que alcanzó una enorme popularidad, me tocó el privilegio de conocer y tratar, siendo muy joven, a grandes maestros del género, como, entre muchos otros y otras, Daniel Moyano, Marta Mercader, Juan José Manauta, Abelardo Castillo, María Esther de Miguel, Juan José Hernández, Ignacio Xurxo, Griselda Gambaro, Ricardo Piglia, Ana María Shua, Antonio Dal Masetto y claro, Osvaldo Soriano.

Quizás por esta evocación, inesperada y surgida al correr del teclado, es que me conmueve tanto compartir este cuento cuyos secretos no develaré.

El castigo de Dios

Para Héctor Schmucler, in memoriam

Digamos que el protagonista de esta historia es el general Pompeyo Argentino del Corazón de Jesús González, dice el Toto Spinetto la noche que llega a Resistencia después de salir de la cana.

Ha estado ocho años adentro, lo pasearon por todas las cárceles del país, y ahora está con nosotros como si nada hubiera pasado, en la misma mesa del Bar “La Estrella”.

Digamos también que el nombre del protagonista es una designación ficticia, que sin embargo, creo yo, conserva la virtud de representar nombres que son muy caros a los miembros de la comunidad castrense, agrega el Toto en su estilo florido, esa retórica de abogado que le jode todo lo que escribe y que —parece mentira— sigue intacta.

Estamos a finales de 1976, en Córdoba y este general González comanda unidades de batalla en esa provincia mediterránea. Se trata de un hombre de convicciones firmes, una especie de cruzado que siente, en verdad, una asombrosa mística guerrera y un definido furor antisubversivo. No se destaca solamente por la eficacia de sus métodos represivos —que le han dado renombre dentro y sobre todo fuera de las filas de la institución armada— sino también porque, ideológicamente, es uno de los ejemplares más representativos de la especie simia que se cierne sobre la sociedad civil en ese momento —dice el Toto mirándonos por sobre los bifocales que ahora usa—, es decir una época diametralmente opuesta a la democrática que estamos viviendo incipientemente, o sea, digo, dice, un tiempo que es un contrario sensu perfecto.

Hijo y nieto de militares, está casado en primeras y únicas nupcias con una dama de la sociedad cordobesa y su descendencia se compone de cuatro varones de entre tres y quince años. Es uno de los más jóvenes generales de la nación (lo que no es poco decir si se recuerda que a la sazón, como ahora mismo, hay casi un centenar en actividad) y la prensa internacional lo califica, con todo acierto, como el tácito líder del llamado sector “duro” de las fuerzas armadas.

Católico fervoroso, amigo del obispo cordobés y de los amigos del obispo cordobés, es un miembro conspicuo de la aristocracia local, quiero decir de la Docta, que es el sitio donde transcurre esta historia y en cuya unidad carcelaria está alojado el suscripto, ya blanqueada su situación luego de un período que ustedes disculparán pero, por pudor, prefiero obviar y además no viene al caso de lo narrado, termina su frase el Toto haciéndole una seña a Don Terada que consiste en bajar el índice derecho un par de veces sobre su vaso vacío, lo que quiere decir que se le acabó la ginebra.

Mientras el viejo se separa de la banderita con el Sol Naciente, y agarra la botella de “Llave” y camina lentamente hacia nuestra mesa, el Toto dispara otra andanada verborrágica y dice que en más de una oportunidad el general González, destinado por la Junta Militar para comandar unidades del Tercer Cuerpo de Ejército sito en la capital mediterránea, ha debido presentar excusas a la curia de esa provincia por la brutalidad de los métodos que aplican sus subordinados, lo cual no ha sido óbice para que se lo admire, respete y tema.

Hombre político, extrañamente hábil dada su condición castrense, un ex senador por el radicalismo le ha contado al infrascripto —dice el Toto, que a esta altura parece regodearse con ciertas palabras— que a este militar deben atribuirse las siguientes palabras, pronunciadas ante varios ex legisladores de su partido durante una discreta reunión que por supuesto no se permitió que la prensa divulgara: “Estamos en una guerra sucia, señores, y yo como general de la nación sólo sé que debo ganarla; y si para ello tengo que matar a mil inocentes con tal de encontrar a un guerrillero, lo haré porque me va en ello el compromiso de pacificar el país”.

Ideólogo de sus pares, estudioso de la historia nacional y de los casus belli de la universal, cultor de la vida hogareña y amigo del buen beber, el general Pompeyo Argentino del Corazón de Jesús González es, a finales del 76, un ascético soldado que acumula méritos en combate, cuyo nombre suena como el de un eventual presidente de la nación y al que los sacrificios de su profesión parecen prometerle un brillante futuro personal a poco que se observen su implacabilidad represiva y los triunfos que semana a semana cosecha en el aniquilamiento de su enemigo, al que irresistiblemente va sumiendo en la parálisis y el desconcierto.

Pero de repente —dice el Toto encendiendo un pucho con mi encendedor mientras todos lo miramos atentamente, la mayoría fascinados y yo además evaluando las gambas de la mujer de Docabo— con la infalibilidad de ciertos hechos de la vida, un equis día de ese para todos aciago año de 1976 una circunstancia desgraciada se cruza en el camino de nuestro severo general: su hijo menor —digamos, dice, para ponerle un nombre, Juan Manuel— enferma súbitamente. Una gravísima deficiencia cardíaca pone su existencia al borde de la muerte.

Tras los primeros síntomas, el pediatra de cabecera dictamina, alarmado y sin eufemismos, que es indispensable operar al niño con la mayor premura. Una junta médica determina que el paciente —internado en el Hospital Militar de Córdoba— debe ser intervenido quirúrgicamente esa misma noche. Con la venia de su padre (quien está acompañado por algunos de sus pares, los rezos de su esposa y restantes hijos, y por la reconfortante presencia de la jerarquía eclesiástica) el pequeño Juan Manuel es introducido en el quirófano cuando ya avanza la madrugada.

Casi tres horas después el coronel médico que ha dirigido el equipo sale de la sala de operaciones con el rostro demudado, perlada la frente, y le explica al general González que su capacidad profesional y la de los colegas que lo han asistido ha llegado al límite de sus posibilidades.

—No seguimos adelante porque no podemos garantizar el éxito de nuestros esfuerzos, mi general —dice, ceremonioso, grave, cuenta el Toto agravando su voz y como imitando al coronel médico—. Acá en Córdoba hay un solo especialista que podría salvar a su hijo, si llevara a cabo una operación sumamente delicada. Ni en Buenos Aires hay alguien más idóneo para realizarla: me refiero al doctor Murúa. Como usted sabe, una eminencia en cardiocirugía.

—Llámelo, doctor —ordena, conmovido, el general. Y luego añade, con una humildad que revela su consecuente práctica cristiana—: Por favor, que salve a mi hijo, si Dios así lo quiere.

—Mi general: he estado llamando a Murúa toda la tarde y no he podido dar con él. Sólo puedo prometerle que seguiremos haciendo todo lo que esté a nuestro alcance, pero no garantizo nada, más allá de la media mañana. En ese lapso, sería conveniente que sus fuerzas colaboraran para ubicar a Murúa.

En este punto —dice el Toto mandándose al garguero la ginebra y haciéndole otra seña a Don Terada, que siempre está bajo su banderita leyendo esos periódicos de signos indescifrables—, en este punto el general González llama a su asistente y le ordena que una comisión se dirija al domicilio del doctor Esteban Murúa (y es obvio —aclara el Toto— que como ustedes ya habrán advertido se trata de un nombre y un apellido tan ficticios y arbitrarios como el del personaje central de esta narración), a quien deberán explicarle la gravedad y urgencia del caso, y transportarlo al hospital sin demora.

El asistente se cuadra ante su superior, duda un segundo y dice:

—Hay un problema, mi general.

González mira al subordinado, digamos, dice el Toto, un teniente primero, con la misma y exacta mirada que dirigimos a un imbécil que acaba de hacer una broma de mal gusto, y con el ceño fruncido y un leve cabeceo lo incita a que prosiga.

—Los dos hijos de Murúa son subversivos, mi general —despacha el teniente primero, compungido pero con firmeza—. Uno de ellos fue detenido hace tres semanas, en Villa María, y la hija menor está prófuga...

—Continúe, m'ijo —urge González, inconmovible, pétreo ante la duda del oficial subalterno.

—El doctor Murúa también está prófugo, mi general. Su casa fue allanada después del procedimiento de Villa María y no se encontró a nadie.

—¿Ha salido de Córdoba?

—No nos consta, mi general.

—Bueno: informe al servicio de inteligencia y a las policías federal y de la provincia. Que lo busquen entre familiares y amigos, y que se le den todo tipo de garantías. Ordene que, como misión prioritaria, se encuentre a este cirujano antes de las nueve de la mañana. Y dije con todas las garantías.

Naturalmente, el hermetismo en que vive un general del ejército argentino nos impide conocer —a civiles como nosotros— los pequeños detalles de su vida familiar, dice el Toto resoplando por la tensión que le produce su propio relato. Pero no nos resulta demasiado difícil imaginar las horas de angustia y la angustia de esas horas que pasa el general González. Son presumibles la congoja de todos quienes lo acompañan, la desolación de su mujer y la inocente impavidez de sus demás hijos.

El Toto va haciendo pausas a medida que habla, invitándonos a imaginar lo que él narra en ese estilo medido y retórico que me fastidia un poco, pero la verdad es que tiene atrapado al auditorio: la mina de Docabo con los ojos como el dos de oro; Spencer con el labio inferior extendido y cabeceando una rítmica afirmación; y así todos. En todas las mesas de “La Estrella” pareciera que ya nadie respira mientras el Toto sigue y dice que puede, sin embargo, suponerse que en la soledad de su alcoba, o en la recolección de su escritorio, el general González se está preguntando acerca de los juegos macabros del destino —él ha de llamarlos voluntad de Dios— y, quizá, acerca de las limitaciones de su poder. Es presumible, por otra parte, que si acaso atribuye a algo o a alguien su presente zozobra y el infortunio de su hijo menor, es su guerra la destinataria de sus denostaciones, así como el accionar de los rebeldes la causa primera de que él se encuentre en tan inesperada, irresoluble situación.

El Toto hace silencio después del último punto y aparte, como para que todos en la mesa nos hagamos las mismas preguntas, mientras la mujer de Docabo se da cuenta de que le juno las gambas y nerviosamente se estira la pollera hasta las rodillas, pero sin mirarme a los ojos. Con el mismo índice derecho con que llamó al japonés, el Toto ahora revuelve los hielos que navegan en su vaso. Después tose, prende otro faso, y continúa diciendo que presunciones de lado, a la mañana siguiente la respuesta terminantemente negativa de todos los informes que llegan a su despacho domiciliario, acaba por despedazar las últimas esperanzas del general Pompeyo Argentino del Corazón de Jesús González, y a esto lo pronuncia El Toto con una pompa y circunstancia digna de Händel.

Los médicos le explican, crudamente, que su hijo necesita un trasplante de urgencia pero que no resistirá un viaje a Buenos Aires. Acaso tampoco una segunda intervención, la cual de todos modos tendría un altísimo porcentaje de riesgo. Y destacan una paradoja, que como toda paradoja es cruel: esa misma madrugada un desdichado accidente automovilístico ha arrojado como saldo un niño descerebrado y en coma cuatro, cuyo corazón está sano y podría serle implantado a Juan Manuel. Le informan que a cada minuto que pasa es menor la resistencia del niño, cuyo herido corazón está minado por la deficiencia. Y declaran que sólo un milagro puede salvarlo, pues el doctor Murúa es el único cardiocirujano en todo Córdoba capaz de realizar con éxito tan compleja operación.

Escuchado lo cual, y sacando fuerzas de su fe religiosa y su templanza de soldado, con toda la grave responsabilidad que le impone su trayectoria de militar invicto, el general González, con la voz apenas firme, pregunta:

—¿La alternativa es dejarlo morir o que ustedes intenten un trasplante sin ninguna garantía, verdad?

La respuesta que cosechan sus palabras es un prodigioso, brutal silencio afirmativo, define El Toto. Segundos después, el general ordena:

—Inténtenlo igual.

Aquí es el Toto el que hace un silencio más largo. Sorbe otro trago, se pasa una mano por la frente sembrada de gotitas de sudor, y nos mira a todos, uno por uno, como pidiéndonos disculpas por la ansiedad que ha venido provocando. Luego alza las cejas, suspira largo y dice que, como era previsible, el niño murió durante la operación. Al mediodía, la infausta nueva circuló por la ciudad mediterránea como reguero de pólvora, dice, junto con aquella otra sobrecogedora noticia que todos ustedes recordarán y que recorrió todo el país: la de que esa misma noche en el Chaco, aquí cerca, en Margarita Belén, el ejército había fusilado a una veintena de prisioneros aplicándoles la ley de fuga.

Dice esto con la voz mucho más ronca, el Toto, y subrayando el punto y aparte. Todos nosotros mantenemos el silencio como si fuera una nube de plomo que hay que sostener en el aire, y yo me fijo en la mujer de Docabo que ahora tiene los ojos redondos y la boca abierta como un pescado muerto. Y en ese mismo preciso instante empiezan a escucharse los bombos de un acto proselitista de los liberales, que hablan pestes de Alfonsín y de los perucas, en la plaza, y a mí se me hace que el golpeteo de esos tambores es como el bombeo de un corazón secreto, en algún lado.

En cuanto se difundió la noticia del deceso del hijo del general Pompeyo Argentino del Corazón de Jesús González, concluye el Toto Spinetto recalzándose los bifocales sobre la nariz y sin aflojar en ese estilo florido que tiene, esa retórica de abogado que le jode todo lo que escribe y que —parece mentira— sigue intacta a pesar de tantos años en cana, dos comentarios se generalizaron en la prisión: por un lado, que el suceso había sacudido tanto al jefe de la guarnición cordobesa que acaso nunca volvería a ser el mismo (lo cual no se sabía si era bueno o peor); y por el otro, que le había tocado merecer uno de los más ejemplares y coherentes castigos de Dios.

Como luego pude comprobar fehacientemente, dice el Toto Spinetto antes de levantarse de la silla y haciéndole una seña a Don Terada para pagarle, ese domingo, en todas las cárceles del país, hubo más misas y con mayor número de asistentes que de costumbre. •