El cuento por su autor
Este cuento inédito nace a partir de un tema doméstico, vecinal más bien, que me tuvo desquiciada durante algún un tiempo. La reflexión con la que empieza “Limbo” fue una frase que yo misma dije durante una conversación y que, al momento de oírme decir eso tan brutal, supe que sería un buen comienzo para una historia.
Así, sucedió lo que sucede con la mayor parte de las cosas que escribo: hay un hecho inicial que conozco y que me interesa, y luego cierto desborde y delirio con el que intento armar algo. Es un tipo de desborde que sé domar y encorsetar pero que, desde hace ya unos años, con atención y práctica mediante, trato de dejarlo ser. La proliferación de planos, la concatenación ansiosa de ideas, cierto caos, detalles que por momentos parecieran de otra historia, escenas inconexas pero que, en mi forma de ver el mundo, se ligan en una armonía obvia. No digo que el resultado sean buenos textos pero, sí estoy segura, son genuinos.
Me pone contenta y estoy agradecida de que Limbo salga publicado hoy en este querido Verano 12. Y también estoy agradecida con Claudio que, las veces que le pasé algo mío para leer y no le gustó, me dijo: vos podés ser más libre, más vos.
Limbo
Desde hace años que, cuando se acuesta en las noches, piensa en cómo matarlos.
Tendría que ser desde el patiecito.
Piensa desde qué ángulo debería disparar para que no se sospeche de él, cómo volver a entrar rápido y meterse en la cama una vez efectuados los disparos, qué decirle después a la policía, cómo ser convincente a la hora de hacerse el desentendido y contarles que a esa hora de la madrugada, dormía. Le preocupa que la luz de la luna, de las estrellas, las luces que llegan del alumbrado público, que todo eso alcance para iluminar el caño largo y metálico del rifle de aire comprimido, y que alguna persona insomne esté justo en ese mismo momento en su balcón, en su ventana, en su terraza, mirando. Mirándolo. Tampoco sabe si el rifle de aire comprimido alcanzaría para destrozarlos a la distancia que los separa, si con esos balines sería suficiente o si necesitaría balas reales. No tiene nada de eso, y no imagina dónde conseguirlo.
Piensa qué actitud debería tomar al día siguiente, frente a los vecinos: todos saben que el primero de la larga lista de los que desea esas muertes es él; cómo convencerlos, entonces, de que alguien le ganó de mano.
Después de un rato largo de elucubraciones y de nervios, con la cabeza en la almohada mullida, efectúa la masacre. Se adormece entre charcos de sangre y gritos de auxilio y, en el momento en que del otro lado de la pared la tragedia se instala magnífica, él duerme por fin. Plácida y profundamente. Sueña con ríos, con montañas, con lagos. Con los sonidos de los árboles cuando apenas los mueve el viento. También muchas veces con Anitta. Anitta como en los videos en los que sale con el pelo largo, suelto, alisado; así le gusta verla. Sueña que viajan en un auto de los que ella acostumbra: grande, caro, ideal para hacer cualquier cosa. Lleva puesta una bikini modelo triángulo que apenas si le cubre algo, y abajo una falda colorida que le llega a mitad de los muslos, ceñida a esas caderas que lo vuelven loco. Anitta. En el auto suena una música, pero no las canciones que ella canta y por las que gana millones, ni la que cantan sus amigos también famosos; suena otra melodía, más calma. Quizás música clásica. Van por una ruta desierta y los rayos del sol entran directo por el parabrisas, y los atonta. El horizonte está vacío. Ella se gira, le murmura en portugués algo al oído, le desabotona el pantalón, se inclina y, ni bien él siente que lo roza ese collar de piedras verdes que Anitta lleva puesto, ya está listo: presiona el acelerador y el volumen de la música también sube. Se queda absorto en la bikini de ella anudada en la espalda, en los hombros, en ese pelo largo que, desde arriba, ve esparcirse por su entrepierna. Anitta le hace todo eso que en los videos les insinúa a otros. El motor exigido del auto y él se confunden en un solo gemido.
Ellos están en un primer piso en una especie de dúplex construido en etapas, de a cachos, de a injertos: una habitación por acá, una escalera por allá, un baño hacia el fondo, una pared terracota, otra verde, otra celeste; un balcón infame. Él, en un edificio. Entre su edificio y el terreno de ellos, un estrecho pulmón interno; un hueco de ciudad, una caja de resonancia que amplifica cualquier sonido. Cada ruido invade y presume y crece, como presumen, invaden y crecen las pestes.
Cuando al fin acepta que no se siente seguro para llevar a cabo semejante plan de armas y disparos, disminuye el nivel de la logística y desarrolla un plan más rústico y factible para un advenedizo: envenenarlos. Famélicos como están, piensa en hacer bolas de carne con estricnina, y tirárselas. Aunque no se trata solo de lograr un lanzamiento efectivo para que la bola de carne no termine cayendo a ese pulmón interno, sino que al mismo tiempo debe ser un lanzamiento silencioso. Porque eso es lo más difícil de conseguir: el silencio. Los ruidos están, son. Aun con tapones en los oídos, aun habitando un paisaje vacío, aun masturbándose hasta quedar enajenado, aun en lo profundo del agua cuando ya está tan cerca de la muerte que ni su propia respiración oye, el silencio se va, le huye.
Son tres. Supieron ser dos, cuatro, uno. Ahora son tres. Porte mediano, pelo corto, ágiles. Uno marrón claro, el otro blanco y negro, y el cachorro que no se deja describir: una mezcla insulsa de ambos. No tienen raza ni nombres.
Si el origen de la maldad pudiera ser no humano, esos tres perros representarían esa posibilidad.
Durante los veranos y para que corra algo de aire, abre las ventanas por las mañanas, cuando ellos todavía duermen en ese balcón en el que están día y noche. Pero después, cuando despiertan y empiezan a ladrar sin descanso, cierra todo y se queda viviendo en el horno crematorio en el que se convierte su departamento. Uganda. Así debe sentirse vivir en Uganda. Moscas, mosquitos, arañas, potenciales insectos que el calor imanta y reproduce.
Cuando quiere saber a qué le ladran o qué están haciendo, para no asomarse desde el patio y correr el riesgo de ser visto, sale del departamento y los mira desde la ventana que hay antes de llegar a los ascensores. La ventana no es muy grande y tampoco es un tipo de ventana apropiada para una visión panorámica; es rebatible, se abre para afuera como las escotillas de los barcos o las puertas de los aviones. Lo que alcanza a ver lo ve con dificultad: se agacha, se inclina, fuerza la vista y los ojos le duelen. Desde allí los tiene a solo unos metros de distancia. Pero en los veranos, también, la enredadera de los vecinos de la planta baja de su propio edificio trepa anormalmente por la pared del pulmón, llega hasta esa ventana y le tapa parte de la visual. Enredadera indeseable que avanza como la marea, justo debajo de la ventana del pasillo por la que él mira a los perros y medita cómo deshacerse de ellos. Los dueños de la trepadora son una familia: padre y madre sosos, aburridos, avaros y, como herencia morbosa, dos hijas y un hijo en quien proyectarse.
Los tres monstruos están siempre pegados uno al otro, echados, chamuscándose al sol, fermentando lo suficiente para que, hacia las dos o tres de la tarde, ya estén en el punto más alto de la manía. A partir de esa hora, sin pausa y sin tregua, y hasta entrada la madrugada, se desata la catarata de ladridos desequilibrados. Y si alguna de las tres bestias, por un momento y por algún motivo, calla, igualmente se trata de una decisión que no dura nada: enseguida se arrepiente y vuelve a sumarse al éxtasis. Los tres pegados a la reja del balcón, el hocico por fuera del barrote, con la cabeza gacha, atentos como demonios a lo que sucede abajo. Ahí es donde está puesta toda su energía: en su propia planta baja. Viven alertas a lo que sucede allí, y él, por suerte o por desgracia, no alcanza a ver nada desde ninguna de las perspectivas que le otorga su patio y esa ventana del pasillo. Esa planta baja es su punto ciego en esta historia.
***
La onda expansiva, que nace de cada camión de carga que pasa por la ruta en la dirección contraria al micro en el que viaja, genera un oleaje repentino: el micro parece perder el equilibrio y se bambolea hasta que vuelve a estabilizarse. Algo parecido le sucede a él: entreabre los ojos, percibe algo caótico y vuelve a cerrarlos. Con cada camión que lo despabila, distingue algo nuevo a través de la ventanilla: el campo abierto y bien verde que está a un lado de la ruta, las vacas marrones salpicadas en el pasto, a lo lejos las montañas con laderas regadas de eucaliptus y pinos, unas plantaciones de diseño, de troncos altos y raquíticos, plantados bien juntitos, equidistantes, disciplinados. Muchos. Palos flacos y ramas ásperas.
Después de quince horas de viaje, el micro lo deja en la calle principal del pueblo para, enseguida, seguir su camino y perderse en la bajada. Hacia el otro lado, la calle termina a unos doscientos metros en la plaza central. Durante unos segundos estira las piernas y afloja los músculos entumecidos. Es lunes. Hay flores que adornan el paisaje: el verano también llega al sur. Estira las piernas una vez más y respira el aire fresco y el olor empalagoso de las flores. En la vereda de enfrente, una verdulería y un local que alquila bicicletas, “se alquilan bicicletas” dice un tronco grabado y amurado por encima de la puerta. “Abrimos a las seis”, dice el papel que está pegado al vidrio. Faltan dos horas. Ahora es el momento de la siesta y el pueblo parece un pueblo fantasma.
Arrastra la valija por la calle polvorienta, dobla antes de llegar a la plaza y divisa la hostería. Todo queda cerca. En el terreno grande que está antes de la hostería hay decenas de varillas metálicas que flotan destartaladas, armando esqueletos de puestos de una futura feria.
La dueña del hospedaje le entrega las llaves de la habitación.
―La suya es la pieza maíz ―le dice.
Agarra las llaves y rumbea hacia las habitaciones. Son pocas y enseguida entiende: una de las puertas tiene dibujado un choclo. Las paredes de su habitación-choclo están pintadas de amarillo. De la pared frente a la cama cuelga un cuadro grande, al óleo. En un ángulo del bastidor, arriba, destaca un sol de pinceladas anchas y espesas, también en tonos de amarillos y ocres; los pliegues del óleo sobresalen de la tela. Todo el resto del cuadro lo ocupan los rayos fulgurantes. La ventana de la habitación da al jardín trasero, un cuadrado con pasto crecido desprolijamente.
Se da una ducha y se tira en la cama a mirar el esperpento al óleo y quedarse dormido. Dormir. Para olvidar las amarguras y captar nuevas dimensiones: darle a cada entidad, y de acuerdo a la trascendencia que tenga, su lugar específico. Eso. Abandonar el pantano y salir a la pradera. Dejar la inclemencia y abrazar la misericordia.
Con un arma que no sabe cómo consiguió, trata de enfocar hacia el balcón en plena noche, y con el fulgor de la luna menguante apunta a los animales. Desde su patio los pone en la mira y dispara. Acierta, la austera luz alcanza. Primero un disparo, después otro y por último:
―Dale pelotudo, hacete el macho ahora ―dice bajito y encara al entrecejo del marrón claro. Pero en los segundos que pasan entre que efectúa los primeros dos disparos y pone en la mira a este último, se desata la tempestad. El animal, que sabe que ya es su turno, chilla como si le desgarrasen vivo la piel, se retuerce y corre despavorido. Los ecos de la masacre llegan hasta el cielo que, de un momento a otro, se nubla por completo y la noche se vuelve oscura como un té oscuro. Ahí quedan las dos bestias tendidas.
Él, todavía con el arma en la mano, advierte una tibieza que lo envuelve a lo largo y ancho del cuerpo. Quizás se trata de miedo.
Se despierta no sabe a qué hora. Va a alquilar una bicicleta y elije una que le recomienda el chico, una bicicleta violeta y estilizada. Cuando sale por la puerta, ve la hora en un reloj de pared: ocho menos cuarto, casi de noche pero todavía de día. Titubea un poco con el primer pedaleo, mejora en las cuadras siguientes y recién al rato de andar logra firmeza y seguridad. Pedalea hasta que el camino pierde el trazo y se transforma en paisaje abierto. No tiene la costumbre de hacer ejercicio así que a los cinco minutos le falta el aire. Pero no claudica: pedalea por las afueras del pueblo, entre campos y plantas y arbustos. Cuando ya no le dan más las piernas se tira en un terreno alto y desde allí ve las luces que empiezan a encenderse, de locales, de faroles, de coches, de las casas. Si bien es verano, la noche se siente fresca.
De nuevo en la hostería deja la bicicleta estacionada en la galería de entrada, la alquiló por una semana entera. Ya en su habitación se tira en la cama. Cierra los ojos, hay tanta tranquilidad ahí. Otra vez duerme como un bebé.
***
A la tarde siguiente, y después de una siesta de tres horas, vuelve a agarrar la bicicleta. Esta vez pedalea a los tumbos por la calle de tierra, todo a lo largo del camino de pozos donde, al fondo, cuando ya no quedan ni comercios ni carteles pintados de colores, ni puestos de artesanías de alpaca, bien al fondo, pasando el pequeño puente, donde el pueblo encuentra su fin en el cauce del río, ahí, entre las piedras, con los pies sumergidos en el agua helada, están ellos: los jóvenes que se juntan a fumar.
Sentados sobre las rocas con los pies metidos en el agua, hay cinco. Tres hombres y dos mujeres. Tumbados, mirando hacia ningún lado y hacia todos, parecen enamorados de su destino. Ninguno de los cinco repara en su presencia. Dos de ellos están comentando algo acerca de la orfebrería. Un nene y una nena que no pasan los tres años y que tienen la piel más bronceada de lo que él la tuvo en toda su vida, corretean alrededor, desnudos.
Por fin se decide y los saluda.
―Hola ―le responde uno barbudo, con shorts azules. El resto devuelve el saludo apenas levantando las manos, como si lo conociesen desde siempre.
Se saca las zapatillas, busca una piedra donde, también, él instalarse y también sumerge los pies en el agua. Le da un chucho de frío. Desde su izquierda le llega un cigarrillo de marihuana que alguno le pasa. Lo agarra, da una pitada, da una más, tose, le pasa el cigarrillo a la que tiene a la derecha. Levanta la cabeza hacia el cielo espléndido y se pone como objetivo mirar, igual que ellos, orgulloso, su destino. Se queda así, dejando pasar al siglo. Y piensa en retener el momento para poder recordarlo cuando sea necesario.
―El cosmos es gigante pero nosotros no, nosotros apenas somos…
La frase lo trae de regreso a la reunión de jóvenes despreocupados. El que habla es el barbudo. No sabe a quién se dirige pero sí nota que mira a los costados, como buscando algo que, un segundo después, encuentra y señala. Algo en el suelo.
―Nosotros apenas somos eso ―dice el barbudo.
Él tiene intriga de saber qué es lo que somos así que se levanta, se acerca, se inclina sobre lo que todavía el barbudo señala, mira y se encuentra con un charquito de agua estancada entre las piedras. Mira con más detenimiento: desconcertado y perdido del cardumen, chapotea un renacuajo solitario.
Le llega un dolor. Recapacita y se da cuenta de que tiene el dolor en la memoria. Lejos. Es un dolor punzante y concentrado. Recién cuando siente que tiene las mejillas mojadas, toma consciencia de que está llorando. Todo por culpa de la marihuana, piensa. Se sube a la bicicleta y emprende el camino de regreso. Ya en la habitación, se quita la ropa y se mete en la cama; empieza a lloviznar, escucha el agua que cae en el jardín. Por el resto de la noche se sumerge en el limbo entre lo que es real y lo que no.