UNO Otra escritora, sí, y dos reveladas y reveladoras fotos de Carson McCullers tomadas en una misma sesión.
Una de esas fotos de McCullers parece feliz y la otra no tanto.
Y cabe preguntarse --se pregunta Rodríguez-- cuál fue tomada primero: la que muestra con alegría los dientes o la que parece reflexionar, yendo o viniendo hacia o de una carcajada, y que es la más famosa de ambas (suele ser reproducida en postales, camisetas, posters, jarras de café y, last but not least, en portadas solapas de libros de Carson McCullers) tal vez porque representa mejor la juvenil melancolía que se oye, casi como el canturreo de una melodía, en sus novelas y relatos.
Si estas fotos fuesen publicidad de tratamiento milagroso, por efectiva lógica, la foto "triste" debería ser el "antes" y la foto "alegre" el después. Pero a Rodríguez le parece que en McCullers, por lo general, el orden acompasado es siempre el inverso y no por eso deja de ser benéfico.
Así y en verdad, más allá de su trama, de exactamente eso trata la novela El corazón es un cazador solitario. Trata de, primero, la efímera y poderosa y epifánica iluminación. Y, luego, de lo más importante y definitivo: la consecuencia de haberla experimentado y la cara que se te pone ante el recuerdo inolvidable de esa música que siempre se querrá volver a oír pero quién sabe...
DOS Y, ya se sabe, hay una leyenda McCullers y es una leyenda verdadera y fenomenal y, sí, freak. Algo de la dificultad para perfilar a lo de McCullers puede detectarse en lo que (d)escribiera Harold Bloom: "Aplicarle un juicio canónico a la ficción de McCullers es un procedimiento problemático hasta para el más generoso de los críticos, se encuentre, él o ella, entre los más informados estudiantes de literatura moderna y norteamericana. El lector común, en cambio, ha aceptado a McCullers con mucho más entusiasmo y exuberancia de las que suele dedicarle la tradición crítica, y lo ha hecho por todas las razones correctas hasta donde yo alcanzo a comprender. Pocos escritores han expresado tan vibrante y económicamente a un universo desesperado por amar y por ser amado y, simultáneamente, reconocer que la realidad de semejante anhelo casi inevitablemente decaerá".
Así, El corazón es un cazador solitario en 1940 --fenómeno de crítica y de ventas de 1940-- como indiscutible Big Bang de su indudable genio y, seguro, uno de los estrenos más perfectos, impresionantes y conmovedores de todos los tiempos.
TRES En El corazón es un cazador solitario late, para Rodríguez, uno de los momentos más felizmente escritos y más tristemente leídos. Momento que a Rodríguez siempre le ayuda a responder la pregunta (no es de Stoker, ni de Lovecraft, ni de King, ni del Príncipe Harry) de cuál libro fue el que más miedo le dio en la vida.
Allí, ese instante terrible y casi final --que Rodríguez cada tanto relee para, temblando, no olvidar lo que podría haber sido, lo que puede ser, lo que ya no será-- en el que la joven proto-prodigio del piano Mick Kelly, alter ego de McCullers, pierde, o lo que es peor, acaso renuncia casi sin darse cuenta de ello, a su don. "All right! OK! Some good", piensa entonces Mick, comiendo sin ganas un sundae en bar de pueblo, apenas atreviéndose a preguntarse dónde se fue toda esa música que alguna vez llenó su cabeza y, despechada, rindiéndose a una vida común y aburrida.
El tipo de vida que Carson McCullers --quien tenía todo en contra-- jamás se conformó con llevar o se permitió sufrir y que, tal vez por eso, puede resultar tan seductora para alguien.
CUATRO Y pregunta que se hace Rodríguez ahora y tanto tiempo después: ¿Cómo enfrentarse a este reciente título tan ingenioso como inquietante? Respuesta: Con una mezcla de curiosidad, cautela y, digámoslo, irritación ante lo que puede haber llegado a hacer con la protagonista (la gran y ya inmortal Carson McCullers) la otra protagonista (la joven debutante Jenn Shapland) quien firma el artefacto. Porque Mi autobiografía de Carson McCullers es curioso ingenio bastante ingenioso. Una operación cuasi borgeana/nabokoviana/sebaldiana sin el genio de los anteriores pero con la admirable astucia de Shapland, quien demuestra gran inteligencia para construir algo ideal para estos tiempos (polimorfa memoir-manifiesto en breves y funcionales capítulos como micro-relatos auto-ficcionales) así también como original manifiesto confesional-lésbico. Su mal efecto secundario, claro, puede ser el de contagiar a quienes no leyeron ni leerán a McCullers pensando que con leer a Shapland leyendo a McCullers alcanza y sobra. Y no es un buen pensamiento.
Y Shapland también demuestra que ha leído con esmero a Joan Didion, Janet Malcolm, Olivia Manning, Rachel Cusk, Kathie Roiphe y Maggie Nelson. Y no se preocupa por admitir de entrada y con honestidad que hasta no hacía mucho poco y nada sabía de la gran escritora sureña. Pero enseguida se obsesiona y --tan poseída pero cada vez más poseedora-- se propone conocerlo/reconocerlo todo acerca de la autora de La balada del café triste y, de pronto, sí, Carson c'est moi y Carson es mía. Especialmente el aspecto sexual/sentimental de McCullers (Shapland afirma que ha sido poco conocido y considerado aunque desde la biografía canónica de Virginia Spencer Carr se lo reconoce). Así, su más bien poco ortodoxo matrimonio con Reeves McCullers, las ardientes cartas de Carson a la filósofa-antropóloga-narradora Annemarie Schwarzenbach o la transcripción de sesiones con la psicóloga Mary Mercer.
Pronto, Shapland se corta el pelo à la Carson, asume su demorado lesbianismo y --mitómana y fetichista, cada vez menos académica y más fan desatada-- se postra y escribe frente a los camisones de McCullers. Y así Shapland --como médium siguiendo a fantasma-- vive y revive en la casa de McCullers y reside en la colonia para escritores Yaddo y... El interesante efecto --seguramente involuntario-- es el de ver como Shapland va mutando paulatinamente en posible gran personaje de otra escritora genial y perturbadora: Patricia Highsmith. De pronto, Shapland es una talentosa y patológica Tomasina Ripley dispuesta a lo que sea para ser una con su tema/víctima a abducir amorosamente.
En resumen: si Mi autobiografía de Carson McCullers fuese una novela sería casi una obra maestra; siendo un fragmentario ensayo elaborado a partir de ideas fragmentadas en busca de un todo es, apenas, logrado y divertido y didáctico y, sí, en más de un momento irritante.
Ya lo pensó Rodríguez: una de las páginas más emocionantes y terroríficas jamás leídas por él es ese instante terrible en el que la hasta entonces joven prodigio Mick Kelly descubre y se resigna a la idea de haber perdido para siempre su don para la música.
En Mi autobiografía de Carson McCullers Jenn Shapland, en cambio, empieza sin nada que perder y acaba con todo para ganar.
Y (mientras afuera no dejan de sonar, oportunos para unos y oportunistas para otros, los pintorescos blues autobiográficos y desposeídos por el abandono de su desposado Don ululados por la alguna vez lobita prodigio y ahora maestra del despecho y descorazonada cazadora solitaria Shakira) Rodríguez despide a Jenn y jamás dirá adiós a Carson y All right! OK! Some good.