El cuento por su autor

Es conocida la estrategia de hacer hablar a varios personajes acerca de algo o alguien y mostrar que no existe el acuerdo. Es parte de esa lógica de refrendar aquello de que nada es lo que parece. Pero también para mostrar que cualquier palabra definitiva sobre cualquier cosa, a la larga, termina siendo falsa. Creo que los ídolos populares tienen mucho de eso: de misterio, de intriga, de interpretaciones encontradas. El cine trabaja mucho ese formato porque la primera dimensión de lo que tiene para contar es la visual. Y la mirada siempre es el lugar de la fantasía, esto es, del engaño. Desde El ciudadano hasta Pulp Fiction, pasando por Rashomon y terminando inclusive en Las vírgenes suicidas o en cualquier película de los hermanos Coen, nunca el espectador sabe muy bien lo que está pasando, pero el misterio le interesa.

A mi mamá siempre le gustó el ídolo popular que está aquí sin ser nombrado. Sus vicios tampoco son reales, pero lo que importa del vicio es la personalidad viciosa, no tanto el consumo, que a la larga puede ser un prolijo catálogo de efectos y nada más. Pero lo que se va a buscar a ese vicio, a ese consumo, siempre termina siendo interesante. Porque, a la larga, es nada. El trasfondo de nada sobre el que se levanta nuestra existencia a pura fuerza de voluntad. Quizás esa sea la historia que todo ídolo popular termina encarnando con su longevidad, con su desafío a la muerte: el por qué hacemos lo que hacemos es un misterio. Pero no nos queda otra que hacerlo. Y con cierto estilo.


Ni morir quiere que muera

1.

Es difícil hablar desde el alcohol. Desde esta costa del alcohol. No porque uno no pueda pensar. Todo lo contrario: pensás todo el tiempo. El problema es que no podés unir claramente un pensamiento con otro, que es lo que significa pensar, después de todo. Me desdigo, entonces. No, no se puede pensar, aunque se piensa. Pero tampoco es lo que quiero decir. No sé, en el fondo. No sé nunca muy bien lo que quiero decir. Y eso ya no tiene nada que ver con el alcohol. Pero probemos. Después de todo, en estas entrevistas, lo que importa es hablar. Uno no sabe bien de qué. Pero hay que hablar.

Para sorpresa de nadie en la familia, mi primer encuentro fuerte con el alcohol fue de muy chico. Tendría 13, 14 años, y me había emborrachado en una fiesta familiar con un aperitivo puro que me daba de tomar uno de mis tíos. Desde esa época que no puedo oler ningún vermouth: la fragancia me produce arcadas. Pero sí puedo decir que fue un camino de iniciación, algo que empecé en ese momento y me acompañó durante toda mi carrera. Usted tiene que entender que al que está entrevistando ahora no soy yo. Yo estoy detrás de esa máscara, de ese personaje, de ese ídolo que todos celebran en cada recital, con sus ropas estridentes, con sus pañuelos, con sus camisas llamativas. Yo estoy detrás de eso, viendo todo a la distancia, como si fuera parte del público. Está bien, con más privilegios que el resto del público para verlo a él, al astro. Pero público al fin. Y esa máscara, y ese ídolo que las revistas veneran, que la televisión quiere mostrar todo el tiempo, como sucede con esta entrevista, es en realidad un invento, una creación del chico de 13 o 14 años que jugaba a ser adulto, tomando con sus tíos en las fiestas y jugando en su pieza, cuando nadie lo veía, a ser famoso. No sé por qué se le ocurre a un chico de esa edad “ser famoso”, así. Como si fuese una carrera, como si hubiese soñado con ser ingeniero o escritor. Soñé con otra cosa. Soñé con esto que toman las cámaras. Recuerdo de chiquito mirarme al espejo y encontrar en ese reflejo, en ese mismo reflejo que ahora ustedes atrapan como fantasma y dejan hablar de sus cosas, de sus tonterías, recuerdo que ese reflejo cantaba. Y no era mi voz la que salía de eso que veía frente a mis ojos. Era la voz, no sé, la voz que ustedes escuchan ahora. Yo soñé con mi voz. La proyecté desde lo hondo de mi ser, la armé como si armase con el pensamiento uno de esos escenarios infantiles en donde los más pequeños viven su lugar. Aunque no era un escenario lo que armé con la mente, sino esta personalidad: y sabía que no podía fallar. Que debía hacer todo lo posible como para llegar a ser esa máscara, para que el yo que siempre fui se convierta en eso que aspiré ser. Me equivoqué en una cosa. No podemos vivir de lo que imaginamos. A la larga, la realidad nos gana la partida y nos deja frente a nuestros temores, nuestras imposibilidades. Nuestros límites, también. Mi límite es que yo podía soñar con esto que ustedes piensan que soy, pero nunca, nunca podré ser realmente la máscara. Sólo quedar atrás, de fondo, como les dije. Es que creo que sigo siendo eso: el niño que prueba los vicios de los mayores y se queda en su cuarto, escondido, soñando.

2.

Yo sé que usted está armando una nota, lo sé muy bien, como se dice, para homenajear a una leyenda. Pero tiene que entender que la vida de Roberto tenía todo menos cosas de leyenda. Era un tipo normal, qué sé yo, en el cotidiano. Se levantaba cerca de las 11, porque no le gustaba levantarse temprano y ver el sol. Ahí sí que era diferente, muy diferente a mí: no le gustaba que el sol le entre por la ventana. Lo molestaba. Así que se levantaba antes de que llegue el mediodía como para que el sol no lo sorprenda en ningún lado, quiero decir, con él ya atento. Daba un par de vueltas y me pedía mate, que lo tomaba con azúcar y cascaritas de naranja. Raro que le guste el mate a alguien que ha vivido tanto para su voz: yo se lo dejaba en la pieza y me iba. Él siempre cuidó mucho su voz, tratando de no tomar cosas muy frías o muy calientes. ¡El agua para el mate me la pedía tibia, imagínese! Igual, así como le digo todo esto, muchos de sus compañeros de trabajo, de sus amigos, no tomaban mate porque decían que era peligroso. Pero decían eso y se la pasaban chupando todo el día, perdón la expresión. Dale y dale y dale con el whisky, con el vino. Desde temprano a la mañana, a la hora en que él siempre se levantaba, sus amigos ya estaban tomando. Él también tomaba. Tomó, mejor dicho. Hay una entrevista muy larga, vieja, que él da cuando sale de la primera internación que tuvo por alcohólico, ahí yo creo que se abrió de una manera que nadie se esperó, que nadie estaba acostumbrado a ver, supongo. Cuando empezó con el tratamiento para recuperarse, fue por esa época, sí. Yo lo conocí en ese tiempo, después de la primera internación. Lo conocía de antes, obvio, cómo no voy a conocerlo, si todo el mundo sabía quién era, escuchaba sus canciones, como todo el mundo. Pero tuve la suerte de conocerlo en persona en una fiesta. Era la fiesta de 15 de una prima, yo había terminado el secundario y fui un poco desganada porque nunca me gustaron las fiestas. Yo siempre fui de mi casa. Lo sigo siendo, por eso me quedo acá, aunque Roberto ya no esté más entre nosotros. Conmigo.

Bueno, cuestión que fui a la fiesta y estaba él: ¡no lo podía creer! ¿Qué hacía un ídolo como él en el cumpleaños de mi prima? Nunca me aclaró cómo fue la cosa. Yo sospecho que le gustaba caer así, en lugares del barrio, sabiendo que todas las chicas se iban a morir por él. Pero no lo hacía para mostrarse, no lo hacía por las chicas, tampoco. Lo hacía por todos, por la gente. Le gustaba hacer feliz a la gente. Seguro que estaba arreglado con alguno de sus representantes del momento, y seguro que el representante conocía a alguien de la fiesta, no sé, mi tío, que siempre tuvo muchos contactos, y le habrá dicho del cumpleaños y a él le pareció caer. El tema es que era él y estaba ahí. Había un montón de chicas, yo sentía que no tenía ni chance. Pero resulta que él no paró de mirarme. ¡A mí, en toda la fiesta, justo a mí! Cantó un par de canciones, porque el plan era quedarse un ratito, qué más iba a ser alguien como él en una fiesta así, y antes de irse, alguien de su grupo se acercó y me pasó una tarjetita. Todavía la tengo guardada, mire. Dice “Roberto”, no sé si se entiende la letra. Dice “Roberto”, con su letra, que siempre fue tan elegante y linda y misteriosa como él, y un número de teléfono. Yo ni sabía qué hacer. Obviamente, lo llamé al otro día. Quedamos en encontrarnos en un café. Un café que él conocía y en donde no había nadie, claro, porque de otro modo hubiese sido imposible. Y bueno, nos juntamos a hablar. Y después nos juntamos otro día, y otro día. Y desde ese momento hasta el día de hoy pasaron 35 años. Es duro darse cuenta de que uno ya vivió lo mejor de su vida y sigue vivo. Esos 35 años fueron tan perfectos y hermosos que ya ni sé por qué sigo estando acá, esperando volver a verlo en la eternidad. Esto no lo ponga, por favor. No quiero que lo lea nadie de mi familia. Por la de él no me hago problema: nunca tuvo a nadie, realmente. Salvo a mí. Nunca le conocí ningún pariente, ni viejo, ni joven. Es como decía siempre: él hizo de estar solo un oficio. Como los canarios, que solo cantan cuando los ponen en una jaula, lejos de los suyos, y el pajarito canta para ver si alguien viene, si le cantan de vuelta para que no se sienta tan solo, y así. Pero estaba solo, a fin de cuentas. Él contra el mundo.

3.

Su esposa es la única que tiene todos los derechos de su obra. Eso se lo afirmo de antemano. Todas esas personas que reclaman algo porque eran parientes, primos, hasta hermanos, todo eso es mentira. Él nunca tuvo ningún familiar directo. No se sabe esto, y tómelo como primicia, pero él creció en un orfanato. Así como le digo. No le gustaba mucho contarlo, por eso no lo va a encontrar en ninguna entrevista. Pero él creció solo. Me dijo que cantar era una forma de tener un motor, algo que lo motive a mejorarse. Aprendió a cantar en la calle, claro. De ahí el fantasma del alcohol que lo siguió toda su vida, que no lo abandonó nunca: en la calle siempre se toma, al menos, para distraerse de una vida tan terrible. Yo no le haría caso a lo que dice su viuda: Marta está muy sumida en lo que perdió cuando Roberto falleció, en la cotidianidad de vivir con alguien que quiso. Aparte, ella nunca pudo adaptarse del todo al mundo del espectáculo, era, sigue siendo, una mujer muy de barrio que mira todo esto como un exceso. Pero esto era la vida para Roberto. Era su esencia, él lo dejaba todo en los shows. Ahora que se puede ver eso por la computadora, no sé, basta buscar cualquier fragmento de película, cualquier presentación en vivo que haya quedado registrada en la tele, y ahí te das cuenta que era una estrella de verdad. Y las estrellas necesitan su combustible. Por eso creo que el tema de su consumo de alcohol era tan llamativo, para la gente del medio como para la de afuera. Se levantaba tarde porque venía siempre de resaca, arrancaba tomando para combatir el fuego con fuego. Cosa que le gustaba, siempre fue un tipo pasional. Armábamos la agenda juntos, en su casa: le gustaba que las reuniones fueran en el lugar en donde vivía, le daba más espacio para distenderse, para andar en bata, para tomar sin tapujos. Marta no lo molestaba nunca. Él le pedía mate, pero nunca lo tomaba. Me decía que le pedía mate para que pensara que no estaba bebiendo desde temprano. Es la típica vergüenza del adicto, no quiere mostrarse, quiere quedar en la cabeza con la idea de que lo puede manejar, de que nadie se va a dar cuenta. Yo me daba cuenta y calculo que Marta también, pero no hay peor ciego que el que no quiere ver.

Yo estaba cuando la conoció a Marta. Le hacía el laburo para pegar algunos shows. A veces se iba de mambo y, bueno, parte de mi trabajo consistía en que esos vires que tenía cada tanto no saliesen de escala. Que él siempre pudiese volver a algún lado. A sí mismo, como mínimo. Le pintaba a veces hacer shows sorpresa en fiestas de casamiento o cumpleaños de 15. Tenía un par de tarjetas que yo le armaba con su número: él me decía y yo me acercaba a la persona en cuestión para pasarle el teléfono que era de su casa y que muy pocos tenían. Ese teléfono no paraba de sonar nunca. Era insoportable. Llegó hasta el punto de desenchufarlo cuando teníamos alguna reunión importante como para que no molestase. Y ni aún así había paz. Porque, cada tanto, cuando se aburría al comentarle algún negocio o algo por el estilo, lo enchufaba de vuelta. Solo para sentir que era querido. Le gustaba que sonase todo el tiempo. Le gustaba sentirse querido.

Es raro que se haya quedado con Marta, buena tipa, pero tan alejada de lo que, creo, él realmente necesitaba. Era raro él. No sé si ya lo dije, pero a veces saltaba con cada cosa que no lo podías entender. Para mí, lo de Marta era una de esas. El teléfono siguió sonando cuando empezó a salir con ella. Y él seguía atendiendo. Pero un día, dejó todo. Menos de tomar, era capaz de dejar todo, de vivir una vida muy ascética. Raro, sí. Me acuerdo que una tarde, y con este te pinto a la persona de un saque, me acuerdo, te decía, que una tarde empezó a leer libros de poesía de vaya uno a saber cuándo, libros viejos que compró por Banfield, que le habrá comprado a uno de esos libreros locos de conurbano, de zona sur. Y se pasó toda la tarde leyendo los poemas, como si estuviera buscando la manera de incorporarlos a su repertorio. De hacerlos suyos para siempre. Así debe haber hecho con todo, porque sus letras no eran precisamente el pico del lirismo, de la alta literatura, pero algo tenían. Algo como procesado, sacado de algún lado. No era todo movimiento de sus caderas. Empezó a recitar y me acuerdo, patente, de unos versos que dijo y que me dejaron impresionado, como si de repente desconociera a quién tenía frente a mis ojos después de tantos años de trabajo en conjunto. Los versos eran: “Ni vivir quiere que viva, ni morir quiere que muera, ni yo mismo sé qué quiera, pues cuanto quiero, se esquiva”. Fue como encontrarme con otro Roberto. Él siempre jodía con eso. Jodía diciendo que cada tanto tenía que matar un aspecto del astro para poder mantenerlo vivo, pero que eso, a la larga, también implicaba matar un pedazo de él, una forma de él, uno de sus aspectos íntimos. Me decía, también: “Vos no tenés ni idea lo que pesa llevar a tantos muertos encima”. Un loco, al final. Un loco lindo, pero loco.

4.

Y, crecimos juntos, qué decirte. En la calle, sí, compartíamos muchas tardes haciendo lo que hacen todos los pibes: jugar al fútbol, a la mancha, todas esas cosas que ahora parecen de un mundo muy antiguo y que era lo que formaba parte de la niñez de la época. Siempre lo venía a buscar su madre a la misma hora para merendar. La mamá era alguien de afuera, no sé bien de qué país, pero hablaba un castellano duro. Roberto nunca me dijo de dónde era la familia. Sí sé que iba vestida como una gitana. Digo, con las polleras largas, las blusas de colores fuertes o directamente de negro. Bah, eso recuerdo yo, porque pensá que ya pasó bastante tiempo de todo esto que te cuento. Es difícil apelar a la memoria de la gente grande. A veces jodía Roberto con esto de que no era de ninguna familia, que en realidad vivía en un orfanato. Pero era muy mentiroso. Esperá, no creo que sea esa la palabra: era una persona que le gustaba pasar siempre por alguien del cual nadie sabía estrictamente nada. O sea, cada uno que se encontraba con Roberto recibía una parte de él, como un lado de su personalidad, y con eso tenías que vivir el resto de tu vida. Conociendo al Roberto que solo vos conocías. Al menos, es lo que creo yo. Te puedo decir mil historias que compartí con él, desde chiquitos, hasta más o menos cuando conoció a Marta, que ahí la cosa cambió un poco. Se empezó a cerrar más, a quedarse más en él, en su casa. Había tenido problemas con el alcohol, pero doy fe que dejó todo cuando se comprometió con quien hoy es su esposa, su viuda, mejor. Hasta empezó a tomar mate, cosa que él odiaba.

Tengo muy presente el hecho de que yo le alcancé a Marta el papel con el número de Roberto. Cosa, la verdad, llamativa, porque si había alguien que odiaba el teléfono era él. Pero supongo que Marta le habrá movido algo dentro, le habrá llamado la atención de alguna manera. La cuestión es que en una fiesta de 15 a la que caímos porque conocía a la familia de la cumpleañera empezó un vínculo que llegaría hasta su muerte. No a toda la familia conocía, claramente, porque Marta era una prima que nunca había visto. Cuando terminó la presentación, improvisada, con Roberto cantando a viva voz sobre una guitarra criolla, le alcancé a su futura señora una cartita que había escrito él quién sabe cuándo con su firma y su número de teléfono. Nunca supe qué decía lo que escribió, pero parece que era algo profundo, sentido, porque después de eso se volvieron los dos inseparables. No se los veía en las entrevistas ni en las revistas del corazón, para nada. Mantenían un perfil muy bajo. Y muy de ellos. Por eso es que Roberto se fue distanciando de todos los demás. Salvo por algunas ocasiones en que invitaba a varios amigos a Banfield a charlar de su vida, poco sabíamos de él en el transcurso de los años. Esos encuentros esporádicos eran un intento de su parte por mantenernos un poco al día, por mostrarnos parte de lo que había pasado mientras no hablábamos o cada uno hacía sus cosas. Fue en uno de esos encuentros en que nos dijo que no le quedaba mucho tiempo de vida, y que lo que le encontraron era terminal.

Estaba gordo, me acuerdo. Quiero decir, siempre fue muy flaquito, muy esbelto, pero nos decía esto y parecía un ropero sentado en un asiento de terciopelo violeta. Siempre le gustaron esos colores tan llamativos. Nos dijo que el tratamiento iba a empezar en breve, pero que no tenía un buen pronóstico. También nos señaló que era probable que la prensa se acerque a nosotros después de su fallecimiento con el objetivo de armar alguna nota o algún homenaje. Fijate vos lo que era, la razón que tenía, porque él sabía que a la larga la gente como vos nos iba a venir a preguntar cosas. Dijo que teníamos que contarles todo, que él no tenía nada para ocultar. Pasó su vida oculto, pero no tenía nada que esconder.

Lo que más me sorprendió de la muerte no fueron los homenajes que empezaron a aparecer por todos lados: sabíamos que la gente lo quería y lo respetaba mucho. Lo que más me sorprendió fue otra cosa, algo más nuestro, supongo. Porque él estaba inmenso en los últimos tiempos, como inflado. Y parecía que nada de todo eso que era él entraba en el ataúd. Imaginate que no nos costó nada llevarlo, hasta podría haberlo hecho uno solo de todos los presentes y con eso hubiera alcanzado. Pero él no podía entrar ahí, nunca, no cabía, no cabía él con su cuerpo del último tiempo, pero tampoco cabía él como persona, como ídolo. No cabía porque él sí que era grande. Y no sabés el ataúd que le dieron. Una tristeza. Era de chiquito…