El cuento por su autor

Ocurre el acontecimiento y merece ser expuesto, explicado, medido, descifrado. Se sucederán testimonios, pruebas, alegatos, reiteraciones. Pero el hecho muchas veces se retracta, se mueve como un fugitivo inconsciente de su huida, se hace a un lado y allí se mantiene, indiferente a los esfuerzos por descifrarlo. Se aleja de las razones del mundo, los horarios, los cables y cordajes, de sus antenas, del alcance de su aliento que sólo procura disponer sus sensibles instrumentos para la persecución y clasificarlo dentro de una nueva jaula de cristal. Quien se detenga, será disecado como un insecto, atravesado con una aguja de madera y etiquetado con una fórmula fatal.

Pero no siempre es así. En un paisaje yermo, todo se revela en su desgarradora intimidad. No existe la equivocación, no hay méritos ni pecados, ni tampoco el bien o el mal. Quien sostiene estos conceptos participa de un engaño. El mundo se percibe tan solo en fragmentos, no otra cosa. Hay instantes, despojos, mendrugos, configuraciones momentáneas que apenas formadas se desintegran en mil pedazos. En un paisaje yermo sólo se distinguen líneas, extensiones y poliedros, sus variantes en el tiempo. Los puntos de vista, apenas se resuelven como puntos. Tiempo y puntos: una regla escolar reducida a explorar el principio inalterable que nos concluye: fue, es y será. 


La balada del ventisquero

(Skeidarársandur)


Depende cómo se llegue. Si se hace desde el oeste, a caballo, a pie, o incluso en autobús por el camino recién construido, la arena aparecerá por la derecha, dominando un territorio infinitamente bajo: una zona híbrida, que no termina por definirse como desierto o delta. Del gris más absoluto –una contundente eternidad de plomo líquido- pasa al color, una monotonía que aquí y allí se hace visible al quebrarse contra el cielo brillante en un charco cualquiera.

Por la izquierda, en cambio, se hacen presentes las macizas cumbres de Vatnajokul, otra inmóvil planicie de hielo, grande como el vientre de un país, blanca e indivisible desde lejos, aunque la cercanía denunciará surcos y grietas, lo que la asemeja a las manos de un trabajador. De tanto en tanto sobresalen matices del azul y el marrón, máculas de los valles en los que sobreviven pesadas y ennegrecidas lenguas de hielo en camino hacia las Tierras Bajas.

Lo más notable de este ventisquero es su elocuente silencio. Pero a veces, cuando los caprichos de su ánimo fastidian al cerrojo del mutismo, sucede. Entonces canta. Motivado por las variaciones de la temperatura y unida a la conspiración de imperceptibles movimientos de la masa de hielo, comienza la interpretación que los pocos afortunados que supieron capturar sus notas dieron en llamar “la balada del ventisquero”. No es tan sencillo. Se trata de un estridente sonido que se duerme en las fronteras de lo audible. Atraviesa rápidamente las frecuencias perceptibles, pero permanece como un descontento, una preocupación que se arrastra a lo largo y ancho de la médula espinal. Una inquietante canción de cuna para insomnes. Según la creencia popular, la melodía puede conducir a un humano cualquiera hasta la locura: sin que medie una palabra, uno se rinde sin más ante la magnitud del cuerpo de hielo, ante las armas inertes del gigante gélido.

Estamos en Öraefasvit, la Tierra de Nadie. Hasta no hace muchos años, una zona inaccesible limitada a un lado por mar y arena; hielo y piedras por el otro. En el verano del treinta y dos, no obstante, ocurrieron aquí dos hechos cuyas resonancias dejaron surcos aún en puertos lejanos. Uno de estos sucesos tiene relación con el descubrimiento de un navío holandés enterrado en la arena, y cuyo salvataje suponía una quimera. Llevaba en sus entrañas, entre otros abalorios, un sutil cargamento de diamantes en bruto. Se presume que había tomado la ruta del norte procurando evitar a los buques de guerra británicos.

El otro hecho en cuestión tiene que ver con el crimen cometido por un hombre turbado. El asesinato tuvo lugar en la arena (toda muerte acaba por resolverse en el amarillo olvido), y los detalles en torno al mismo no le conciernen a nadie, a excepción de los parientes más próximos del asesino y su víctima.

Lo que prosigue no pretende ser más que una puntual relación de los acontecimientos, fundada en los testimonios que el azar permitió conceder a sus protagonistas.

***

(El Asesino)

Sí. Yo soy el asesino. Antes, mi existencia se limitaba a representar un agujero entre la gente, una zona de vacío sin límites que, lenta y orgánicamente, fue rellenado por la mecánica de unos trances sin mayor sentido.

Sí. Antes nadie. Ahora alguien.

Mis pasos en la arena son las huellas de una amenaza. Ahora soy buscado por los que antes no me veían. Soy piedra en el aire: en cuanto caiga, seré explicado, pesado, medido. Habrá un protocolo. Se medirá mi encéfalo, la médula espinal, buscarán el fósforo cuya cabeza húmeda no encendió mi lucidez. Todo será tan inútil como inexplicable. Me encontrarán demasiado duro o, tal vez, de una consistencia desconocida. Aún soy una posibilidad acechante, un desgarrón en la red cuyo tejido resulta excesivamente compacto.

La luz, los perros, sombras negras contra las nubes, siluetas sobre la arena. Todo rápidamente superado: un escenario armado para mí y mi inoportuno significado. Ellos me buscan. Nuestro encuentro será una descarga de amor u odio, o quizás, de ambas cosas. En realidad, a mi indiferente condición le da igual.

Yo tuve un cuarto en la ciudad. Una delgada y tosca pared de madera, restos de tapetes con dibujos anticuados, una radio sin noticias, perfume a sudor y soledad sin afeitar. Me rodeaba permanentemente el arrullo del viento, los bramidos eólicos, magnéticos e insensibles; aguas azules congeladas, cielos a punto de desmoronarse por el peso de sus plúmbeas sondas, patos paralíticos, hombres difusos.

Tuve un alma que funcionaba con obstinación relojera. Los engranajes hacían tic tac tic tac desde algún punto en las profundidades del pecho, tan claramente que podía acomodar mis sueños a su ritmo. Tic tac tic tac. Las imprecaciones del viento contra la pared y los resortes de acero de la cama tensándose. Duro, duro. Y sentía la fuerza de esas cintas metálicas como si estuviese encadenado a ellas, con firmeza: rechinaba, y me invadía un aroma a ozono. Hice girar los tornillos que me tenían prisionero y salí. En las calles, entre las casas, en el viento: ellos no me veían. Sólo escuché las cerraduras entreabiertas a los cambios.

Sí. Entonces un día vi el Hielo. Allí, detenido en los acantilados, a mitad de camino hacia el mar, a mitad de camino hacia la Unión. Un obsceno territorio entre el témpano y la sal. Cuando el sol, rápido como escoria disolviéndose en un vaso, hizo resbalar un rayo entre las nubes, el ventisquero brilló más blanco que nunca.

Sí. Entonces el Hielo habló.

Desde sus profundidades sentí la energía, tic tac, el tic tac de un impulso secreto. Era la prueba irrefutable: la fría, inadvertida e inclemente luz que existió enterrada dentro de alguien que en otra parte fue.

El gélido cristal me rozó la frente. Sabía que el círculo debía cerrarse. Sólo yo sigo mi línea sin fin. Los demás están atados a las curvaturas clausuradas de la tierra.

Mis pasos me conducen en línea recta sobre la espalda del horizonte, sobre la arena (disolviéndose en un vaso). Por eso no me encuentran.

Me dirijo hacia lo puro, hacia la Unión, hacia lo que no existe.

Estas no son mis palabras.

Este no es mi idioma.

Mis palabras yacen sepultadas definitivamente bajo el aluvión (ominoso olvido). Capas y más capas de humedad. Oscuridad. Un peso que colapsa.

Los carriles son un signo claro; las palabras, tinieblas.

Ya no sé más.

Yo no sé

Yo no

Yo

Mamá

***

(El Muerto)

Yo soy el muerto. Uno de ellos. Los líquenes que iluminan mis huesos denuncian mi identidad. Dieciséis pies bajo la arena navega nuestra nave sin mástil, implacablemente impulsados hacia delante por la fuerza de siete mil toneladas de humedad y barro. El viaje no es largo; el objetivo, ineludible.

Aguardamos nuestro tiempo. La boca se llena de arcilla, las vértebras de la espina dorsal están rodeadas por la crueldad del plancton. El pasado, por la arena. Estamos ocupados en nuestra totalidad por una danza macabra, conducidos por una música inaudible. Nos sacudimos con débiles estremecimientos en el fémur del antebrazo, mientras vibran las gruesas cuerdas del tórax.

Rítmica, lentamente, mis extremidades se expanden en un círculo mayor. La bóveda del cráneo se torna con cuidado, vuelta tras vuelta, rodeando su eje por medio de estratos de suave arcilla, estalactitas de polvo, diamantes.

La pala de los huesos pelvianos se atornilla aún más abajo. Una moneda de oro, escudo o doblón, prensada tiempo atrás en las puertas abiertas de un ojo vacío, permanece allí, prisionera y sin brillo en la cavidad interna del cráneo.

Soñamos con calma el objetivo del viaje:

El agua me lleva, me penetra, el agua clara, helada, cuchillo cósmico que centellea al sol y atraviesa las cuencas oculares abandonadas al placer de ver lo invisible, el agua de cristal, que erosiona y erotiza, que enjuaga las articulaciones y articula el juego, el jugo del silencio. Murmullos en el vacío celebratorio del cerebro.

Cada vez más pulido, más inmerso en esta inmovilidad calcificada, más amante de las algas iridiscentes, más pleno, más puro por la caricia de arena, sol, agua clara, hielo, luz.

Más brillo

Más silencio

Finalmente

Aclarado

***

(El Narrador)

Yo soy el Narrador. No pertenezco a estas tierras.

Esta mañana escuché la Balada del Ventisquero. Una cuerda de cello que estallaba, un grito surgido del sigilo, una elipsis del silencio. La canción que pasaba, desaparecía dentro de lo que no vemos: dentro de mí, del acantilado, recorrida por un inesperado rayo de sol. Las piedras siguieron temblando, la Tierra había cambiado su posición. Un desplazamiento incomprensible producido por el ancho filo de un cuchillo.

Más abajo, aguardaba la arena en su imperturbable mutismo. Como siempre. La ladera vestía de negro y verde; el cielo, gris. Todo era como debía ser, por completo diferente a un momento atrás. Una ampolla del tiempo girada de cabeza. La misma arena, el mismo cristal, pero encontrados en sentidos contrarios.

Permanentemente, se suceden cambios fundamentales: un autobús llega a Skaftafell. Un niño quita con cuidado la envoltura a su helado. La tranquila mortalidad de un pájaro se acerca a un conjunto de arbustos, con el frío reptando lentamente por su traje de plumas.

Dentro del iceberg resbala un bloque de hielo de cien metros de lado. Alguien fue asesinado. Todo transcurre en el más absoluto silencio, partiendo desde el punto cero hasta salir al otro lado. Ahora jadea su propia ausencia en la nuca del perseguido.

Ya estoy en la arena. Cuando la oscuridad caiga, el horizonte será tan filoso como una hoja. Con el crepúsculo desaparecen las casas, los viejos confundidos y recién llegados que se ubicaron a un lado, en una franja sombría entre el hielo y la arena. Una lengua.

En la arena sólo estoy yo, una urraca playera. La luz del atardecer se refleja en los charcos de la pleamar. Si cierro los ojos, alcanzo a ver el agua y la arena fundirse con un mismo sonido. Si el grito del petrel llamase, ¿qué hay? Arena, hielo, oscuridad, agua. La luz, nocturna y gris, sobre el ventisquero.

Ya no hay nada. Nada, salvo el viento en mis cabellos y los complejos sistemas linfáticos sobre la superficie, sobre los bancos, unidos en la última luz, un movimiento milenario de hielo contra agua, piedra contra arena. Otros han salido antes que yo. Me quedo en la playa. Muevo los pies hacia delante y hacia atrás rodeado por la humedad, como un ave zancuda que juguetea con la orilla, sin animarme a abandonar mi elemento real: me demoro con los restos de un viejo amor, como hollín adherido a una pantalla. Y dirijo mi vista hacia la Nada.

Ya está. Soy el azar, el asesino y su víctima. Canta el petrel.

¿Qué hace el pájaro aquí?

El grito equivocado. Confusos movimientos circulares, impropios de esta calma. Si no fuese porque ya no existe nada entre el horizonte y yo, entre los movimientos lentos de la arena hacia el mar y alguien que cierra los ojos en un intento por olvidarlo todo, encontraría las huellas correctas en el crepúsculo.

Si no fuese por el pájaro.

Ahora debo volver.