El cuento por su autor

Este cuento está compuesto por seis relatos. Cada uno fue un poema. Los poemas son bastante narrativos, o sea que cuentan una historia. Los poemas están íntegramente incluidos en la narración, sin modificaciones pero con agregados. Fue escrito durante la pandemia. Época en la que volví a escribir luego de siete años de no hacerlo. ¿Por qué había dejado de escribir? Seguro que hay muchos motivos. Pero, tal vez no casualmente, coincidió con que había dejado el alcohol. Y sin el alcohol no tenía la música. No es que en la pandemia volví a beber y eso me trajo de vuelta la escritura. No. Volví a escribir porque encontré una serie de poemas que había escrito hacía años y que ahora forman parte de un libro que me publicó Caleta Olivia. Me gustaron. Se los di a leer a Elvio Gandolfo, a Gloria Peirano, a María del Carmen Colombo, a Fernando Fagnani (mi editor en Edhasa) y todos coincidieron en que los poemas eran buenos. Elvio escribió un hermoso texto para la contratapa de El núcleo de la soledad (así se llama el libro que sacó Caleta Olivia). Seguí escribiendo poemas y también volví a escribir novelas. Y algunos cuentos. En un punto siento que me transformé en otro escritor (aunque uno hay cosas que no cambia), pero mi imaginario se había ampliado.

La pandemia fue una época extraña y trágica. Yo viví momentos de mucha concentración. Cuando uno está concentrado en algo que lo apasiona, es feliz (esto lo saben muy bien los budistas, aunque ellos dicen que hay que “vaciarse”). En marzo, Fernando (Edhasa) me publicará mi cuarta novela: Jinetes voladores. Está dedicada a Laiseca. La dedicatoria dice: a Alberto Laiseca que, por supuesto, no se murió.


Realidad

Un caballo viejo muerde el pasto cerca del alambrado. Está tranquilo, concentrado. Son las diez de la mañana.

Yo estoy a treinta metros, mirándolo como lo que es: un animal mitológico.

No levanta la cabeza, pero mueve su piel retráctil y su cola para espantarse las moscas.

Me acerco hasta donde está.

Todavía no me desperté del todo. Todavía giran en mi sangre los detalles del mal de la pesadilla que me acompañó durante la noche.

¿Habrá soñado algo el caballo? ¿O su sueño habrá sido una continuidad de las rutinas que realiza en la vigilia?

En la pesadilla yo estaba en una habitación con un hombre que me decía que metiera la mano en un frasco de vidrio grueso. Yo le hacía caso, sin dudarlo. Y zas, ahí estaba mi mano atrapada en el frasco. Entonces, el hombre me decía que para poder sacar la mano del frasco tenía que meter mi otra mano en otro frasco igual.

-Las pesadillas son muchas veces sueños estúpidos- digo.

El caballo levanta la cabeza y me mira.

-Sueños estúpidos pero que cuando los estamos soñando no son estúpidos. Son de vida o muerte- me dice el caballo por telepatía, mientras se acerca.

¡Oh! ¡Un caballo telépata!

En ese momento, me doy cuenta de que mis manos están atrapadas adentro de dos frascos de vidrio grueso, iguales a los de mi pesadilla.

El animal relincha y se mueve. Da la vuelta hasta quedar con sus ancas apuntándome.

De repente, da una patada y rompe uno de los frascos. El de mi mano derecha. Luego, sin darme tiempo a decir nada, de otra patada rompe el otro frasco, el que tenía atrapada mi mano izquierda.

Vuelve a relinchar, se vuelve a mover para darse la vuelta y quedar con la cabeza muy cerca de mi pecho. Entiendo enseguida lo que quiere. Le acaricio la cabeza. Le palmeo uno de sus flancos.

El sol brilla. La temperatura aumenta. Necesito ponerme a la sombra. Miro en la tierra los restos de vidrios de los frascos que rompió el caballo.

Me siento en una reposera, a la sombra de la galería. No dejo de mirar al animal, que me parece sabio además de tranquilo. Llega Dardo, un chico de unos dieciséis años que lo cuida. Le pone silla de montar y riendas.

-No lo vas a sacar a correr con este calor…- le digo.

-Es muy resistente. Además, no lo voy a hacer galopar. Pasa que necesito ir al pueblo.

El caballo y el chico se van achicando a medida que se alejan. A pesar de que parecía imposible, la temperatura volvió a subir.

***

Esa noche soñé con un río rojo. En sus orillas había árboles de piedra. Un genio fabuloso abría la tapa de la lámpara de la noche y encendía la mecha con su encendedor Ronson. Se ilumina su cara azul y las sombras del bosque de piedra se balancean.

Mientras tanto, muy lejos, en una ciudad hundida en el smog, una mujer llora de pie frente a la pileta de la cocina de su diminuto departamento. Terminó de lavar los platos y no aguanta su soledad.

No sabe nada del genio azul que todas las noches enciende la lámpara con su Ronson.

Ya no escucha el estampido de la autopista cercana.

Es verano y tiene las ventanas abiertas. Se seca las lágrimas y saca del blíster dos benzodiacepinas.

No sabe que cuando esté dormida el genio azul va a ir a buscarla, la va a envolver en su capa y se la va a llevar al bosque de piedra y le va a mostrar la hermosa lámpara antigua.

***

A la mañana siguiente, salí a ver al caballo. Estaba como siempre, pastando cerca del alambrado. Ese era mi último día en el campo. Me habían prestado esa casa para que esté tranquilo y pudiera leer. No leí nada. Medité, tomé mate, fumé marihuana y soñé todas las noches. Todo lo que soñé fue inolvidable. Y siempre me desperté con la sensación de cansancio que dan los viajes. Un cansancio tranquilo y satisfactorio.

Busqué en el campo algún rastro de mi sueño. Pero ni el genio ni la mujer aparecían por ningún lado.

De vuelta en la ciudad, en mi departamento de dos ambientes de un barrio periférico, seguí soñando. Pero a diferencia de los sueños que tuve en el campo, los sueños de la ciudad fueron todos en blanco y negro.

El primer sueño que tuve fue una pesadilla larga. Paso a relatarla.

Meto la cabeza en una bolsa y me corto la garganta. Sin embargo, no me muero y tengo que limpiar todo. Usé el cuchillo que habitualmente uso para cortar carne. Lleno un balde de agua y le pongo un poco de lavandina. Lavo y escurro. Logro no dejar ningún rastro de sangre.

Salgo a la calle con una toalla enroscada al cuello y le digo a la primera persona que encuentro:

-La vida es un pantano.

Es un viejo que me mira unos segundos, apoya su mano en mi hombro y sigue su camino.

Es de noche y veo en las luces de los autos destellos lunares.

Un tipo que pasea al perro cruza la calle cuando me ve.

No debe parecer que estoy en mis cabales con esta toalla enrollada en el cuello.

Los seres humanos, desde tiempos inmemoriales, miraron el cielo estrellado como si ahí estuvieran las respuestas.

Camino cuatro o cinco cuadras acomodándome la toalla y como no me cruzo con nadie decido volver. Pero, de repente, me encuentro con un chico. Debe tener unos catorce o quince años. Es muy grande ya para andar tirando un camioncito con una soguita.

-Hola- me dice. Y, antes de que yo pueda responder, me dice: -Este camión vino volando, cayó a mis pies y ahora es mío.

-La vida es un pantano, puede ser un pantano muy abundante- le digo.

Una vez en casa, vuelvo a meter la cabeza en una bolsa y vuelvo a empuñar el cuchillo para cortar carne. Otra vez me pasa lo mismo. Antes de poder hacer la fuerza suficiente, el cuchillo se me cae. Empiezo a pensar en terrazas de edificios de más de diez pisos.

-Tal vez ha llegado el momento de imitar a los pájaros- le digo a la habitación vacía. Vuelvo a llenar un balde con agua y lavandina. Limpio todo. Voy a la cocina y saco de la heladera una botella de cerveza. La abro y me sirvo un vaso. Medito un rato mientras voy vaciando la botella. Llego a una conclusión: la vida es un pantano.

La toalla que tengo en el cuello se me afloja. Busco unos elásticos (de esos que se usan para sujetar valijas en un portaequipajes) y aseguro mi vendaje. Vuelvo a salir a la calle.

Otra vez me encuentro con el viejo que había puesto su mano en mi hombro. Esta vez me dice algo en otro idioma. Me lo repite.

-No entiendo- le digo. Levanta los hombros y sigue caminando.

Otra vez me cruzo con el tipo que pasea el perro. Él vuelve a cruzar la calle cuando me ve.

Otra vez me encuentro con el chico que tira del camioncito que dice que le cayó del cielo. Me dice:

-¿Por qué tenés una toalla en el cuello?

-Porque la vida es un pantano y yo traté de terminar con esa sensación y me salió mal. Dos veces. A diferencia de la primera vez, ahora me tomé una cerveza.

-¿Y eso cambió las cosas?

-No.

-¿Querés que te preste mi camión? Es mágico.

-No, muchas gracias.

Una vez en casa, me desnudo (hay que ir cambiando las cosas si se quieren obtener resultados diferentes), meto la cabeza en una bolsa y agarro el cuchillo para cortar carne.

No sé si será cierto, pero dicen que la tercera es la vencida.

Me desperté todo transpirado. Fui a la cocina a tomar agua y noté que el pulso me temblaba. Busco en un cajón el cuchillo que uso para cortar la carne. Ahí estaba. Inofensivo y limpio. Cerré el cajón y me puse a preparar café. Me alegré modestamente de tener una buena cafetera eléctrica.

***

La noche siguiente soñé esto:

Me trataban como si mi mujer hubiera muerto. Abrazos lúgubres de condolencia, algunas lágrimas como collares de pena translúcidos y salados.

No era para tanto. Al fin y al cabo, lo que había perdido era una competencia.

Claro, no cualquier competencia. El salón estaba iluminado con luces tenues.

Estábamos cerca de una ruta por donde pasaban muchos camiones. No era la mejor música de fondo dadas las circunstancias.

Un hombre vestido pulcramente de traje me vino a preguntar si estaba preparado. Le dije que sí, que desde que nací estuve preparado. Entonces, el diablo puso una mano sobre mi hombro y me hizo caminar hacia una puerta. La abrió sin soltar mi hombro. Del otro lado, otro salón parecido al que habíamos abandonado, lleno de gente que bailaba.

***

Me desperté tranquilo. No porque la parte argumental del sueño fuera pacífica o estuviera exenta de cierto aire terrorífico. Pero el sueño tenía un tono calmo y fluido. Fui a la cocina y me preparé café en mi hermosa cafetera.

***

El siguiente fue un sueño tanguero:

Es un pasillo largo, del que no se ve el final, sin puertas ni ventanas. Las paredes están pintadas de rojo.

Esto -pienso mientras camino y fumo- es la antesala de la muerte.

A unos metros, de pronto, veo a una mujer sentada a una mesita. Tiene una computadora portátil, en el piso hay una pequeña impresora. La mujer me dice que me siente en la silla que está vacía. Ella tendrá unos treinta años. Es voluptuosa y está vestida con látex negro. De su rostro se puede decir como mínimo que es muy sensual. Pero hay un detalle que me llama la atención (y que resalta su sensualidad). Tiene el pelo teñido de rubio platinado, pero tiene las raíces castañas. Esta “desprolijidad” resalta su característica de bomba sexual. Tal vez porque la humaniza. Yo estoy encandilado. Firmo los papeles que me da. No leo la letra chica. Cuando termino de firmar, ella (que casi no habló) me dice que siga caminando.

Sigo caminando por el pasillo rojo. Prendo otro cigarro.

A las dos horas llego a una puerta negra. Al lado de la puerta hay una pequeña ventana.

Se ven las estrellas. La ciudad desapareció.

Abro la puerta y me encuentro con un desierto, una mesita de luz con un velador y un perro blanco.

El perro me dice que tome asiento.

No hay donde sentarse.

El perro me adivina los pensamientos y me dice que me siente en el suelo.

De repente, de la nada, aparece una guitarra. El perro se pone a tocar. Canta con voz profunda un tango.

Cuando termina, lo aplaudo.

Le pregunto cómo se llama: Fiorentino, me dice el perro.

-Francisco Fiorentino, el gran cantor de tangos. Estuvo en varias orquestas. Pero donde realmente brilló fue en la de Troilo.

El perro no me dice nada.

-¿Y ahora qué tengo que hacer?- le pregunto.

-Nada. Esperar.

Saco mis cigarrillos y le ofrezco uno.

-Gracias, tengo los míos- me dice.

Prendo uno. Nos quedamos en silencio, fumando.

Por último, le pregunto al perro que me dijo que se llamaba Fiorentino pero que no sé si es el famoso cantante. Él me mira con cara de aburrido.

-¿Estamos en la luna? Porque esto se parece a la luna.

-No- me dice.

***

Me desperté eufórico. De alguna manera el sueño me había puesto de buen humor. Esa mañana no me preparé café, me hice unos buenos mates amargos. Me di cuenta de que en este sueño había recuperado los colores.

Cuando salí a la calle me encontré con un perro blanco igual al del sueño. Me acerqué y le toqué la cabeza. Le pregunté si se llamaba Fiorentino. El perro me miró, pero no dijo nada. Movía la cola.

Esa noche tuve mi último sueño. Después se sucedieron noches desérticas. Dejé de soñar. El último sueño fue así:

Los dedos de mis pies apenas tocan el suelo.

Sí, me estoy elevando.

Estoy en calzoncillos, con una taza de café en la mano pensando en el brillo del cielo y en lo lento que es mi corazón.

Estoy en el patio de mi casa, ya casi no toco el suelo. Sasha, mi gato, me mira y no parece sorprendido. (Aclaración: Sasha, en Rusia, es el diminutivo de Alejandro).

-Lento y estúpido- digo. Sasha me mira.

-Mi corazón es lento y estúpido- digo.

Por fin, floto, ya no toco el suelo.

Tomo el café que quedaba en la taza y sigo elevándome.

Pienso en mi juventud lejana como si fuera un conglomerado de átomos a investigar por un científico: yo.

Mientras pensaba en mi juventud, seguí subiendo. Ahora veo las copas de los árboles desde arriba y sigo subiendo.

Aún tengo la taza en la mano. La miro y pienso que me gustaría tomarme otro café. Es ahí cuando me pregunto cómo voy a hacer para bajar.

Ahora no pienso en mi juventud. Pienso en todas las mujeres con las que estuve involucrado. Habrán sido cinco o seis. Con dos tuve hijos. Casi no los veo. La última vez que hablé con uno de ellos fue con mi hija mayor de mi primer matrimonio. Me dijo que yo era un egoísta, que les di la espalda y nunca más me preocupé por cómo estaban. Lo que dijo daba para tener una larga discusión, pero ella prefirió cortar el teléfono.

Tengo que reconocer que sigo subiendo y eso no me preocupa.

Empiezo a mover los brazos. Funciona. Avanzo hacia el oeste. Quiero fundirme con el atardecer. La taza vacía me molesta. No me deja usar bien mi brazo derecho. Elijo un lugar en donde no parece haber nadie y la suelto. Aguzo el oído. Nada: ningún grito. No rompí ningún cráneo.

Ahora dejé de subir. Solo avanzo hacia el sol que está recostado en el horizonte. Pronto se irá y será de noche. Siento euforia. Muchas veces pensé cómo sería poder volar en una noche estrellada de verano. Sin embargo, hay unas nubes que avanzan desde el sur muy rápido. Pronto van a cubrir todo el cielo. El tiempo pasa y mi felicidad es grande cuando me doy cuenta de que las nubes pasan por debajo de mí.

Vuelvo a pensar en mis hijos. A todos los hice dormir cuando tenían meses. A todos les conté cuentos. A todos los llevé a la escuela. ¿Por qué mi hija dice que les di la espalda? Tal vez porque me fui a dar la vuelta al mundo y no les mandé ni una carta.

El sol se fue. Queda un resplandor anaranjado en el aire.

No me gusta recordar mis años de viajero. Tuve buenas experiencias. Pero también malas. Sobre todo, esa con el pequeño niño en Laos. No voy a hablar de eso acá. Prefiero, ahora, recordar ese otro viaje, anterior, con algunos amigos de mi escuela secundaria. Nos habíamos comprado un auto antiguo. Lo arreglamos y lo pintamos con aerosoles. Quedó de un color verde esmeralda que nada tenía que ver con su color original: negro. Nos fuimos a la costa. Conseguimos casa y comida por hacerle promoción a un boliche que tenía canchas de tenis y un bar que a la noche se hacía discoteca. Pasamos tres meses de felicidad total.

Por fin se hace de noche. No hay luna. Puedo oír cantar a las estrellas. La temperatura es ideal y yo puedo elegir a dónde ir.

***

A la mañana, igual que la anterior, me hago unos mates. Pienso un poco en el sueño que tuve. Sobre todo, en los detalles. Saco la conclusión que el sueño no solo son imágenes, que pueden incluir reflexiones. Chupo la bombilla y muevo la cabeza afirmativamente: uno nunca deja de aprender. Los juegos de la mente son muchas veces imprevisibles. Vuelvo a recordar al caballo que rompió los frascos que me atrapaban las manos.