El cuento por su autor

Aprovechando la oportunidad que ofrece Verano/12 para que los autores se refieran a la etimología de sus cuentos, me gustaría aquí hablar de la dedicatoria en “La broma de Vallejos”.

Me presentaron a don Manuel Quintana en casa de unos amigos, a principios de los ´80. Conversamos un rato y tomamos mate. Dijo que vivía en San Pablo, por entonces un vecindario en medio del monte al que yo conocía poco porque era recién llegado. Supe que trabajaba como jardinero y que los fines de semana salía a cazar; no mucho más, comentamos alguna curiosidad del clima o de la geografía y nos despedimos.

Siempre que nos encontramos disfruté de su compañía. Era aplomado y discreto en su escuchar y en su decir, y había nobleza en sus gestos. Y aunque él, acaso en sintonía con la modestia de la tradición oral, nunca me contó directamente ninguna anécdota, me llegaron muchos de sus relatos a través de las hijas, con quienes me unió una larga amistad que continúa. “La broma de Vallejos” se origina en una historia personal de don Manuel y al mismo tiempo se inscribe en tópicos universales.

La dedicatoria, en este caso, además de recordar con justicia al protagonista, en su nombre, quiere ser un homenaje a todas las personas anónimas que construyen la trama de una comunidad con sus voces.

 

La broma de Vallejos

A Manuel Quintana, in memoriam

Tres hombres esperaban en la Peña Verde, monte adentro. Los perros estaban inquietos. Tironeaban de las correas, jadeaban, a lengüetazos suplicaban a sus dueños que los liberaran de la tortura de la paciencia. Eran las seis de la mañana.

—Vallejos ya no viene —dijo Tejerina.

—¿Usted le avisó? —preguntó Manuel.

—Es sabido —respondió Alejandro—. Todos los sábados nos encontramos aquí.

—Habrá tenido un contratiempo. Vamos nomás. Ya nos alcanzará más tarde.

Partieron. Los perros corcoveaban de felicidad y angustia.

Atravesaron los bosques de la Celulosa y en el arroyo se separaron. Manuel fue hacia el oriente, Tejerina hacia el sur y Alejandro hacia el oeste. Se encontrarían en la playa del río, como siempre, después de las doce.

Manuel llamó con un silbido a Dipi, que se había quedado con la jauría. Escuchó en seguida el tropel del perro avanzando en la maleza. Dipi pasó a su lado corriendo y volvió a perderse unos metros más adelante.

—¡Dipi! —gritó susurrando el hombre.

El perro asomó la cabeza de orejas largas y miró a su dueño entre los yuyos como inquiriendo qué deseaba.

Manuel lo ató con un cordel a su cintura. Iba a las pavas o a corzuelear y no convenía dejarlo suelto porque podía espantar las presas.

Bajaron juntos un barranco profundo y se detuvieron unos minutos. Manuel quería pensar el recorrido que haría.

Mientras armaba un cigarrillo, escuchó vibrando en el aire helado de la mañana la risa característica de Vallejos, el compañero atrasado. Manuel sonrió, sin dejar de ocuparse del cigarrillo.

—¡Vallejos! —llamó—. Te has dormido.

Pero nadie contestó. El hombre aguardó unos instantes y pensó que tal vez el viento lo había engañado.

Fumó su cigarrillo y con una rama dibujó en la tierra un precario mapa y el camino que deseaba seguir.

Iría primero a un montecito de serenos donde las pavas tenían sus comederos. Con suerte, en alguna de las mesetas se le cruzaría una corzuela.

—Vamos, Dipi —dijo con suavidad y su voz se superpuso a una nueva y lejana carcajada de Vallejos.

Instintivamente miró el cielo contra los cerros buscando nubes, porque la risa del amigo tenía algo de trueno. Un trueno afónico, que hería los oídos.

—¿Es Vallejos o no? —preguntó—. ¿Qué decís vos, Dipi?

Le hablaba a Dipi, pero en realidad se preguntaba a sí mismo. Desde hacía mucho tiempo, cuando salían de caza, hombre y perro conformaban un único organismo, accidentalmente separado en dos cuerpos por algún error de la naturaleza.

Manuel se puso de pie y colgó la carabina de su hombro. Otra vez reventó la carcajada, algo más cerca ahora, entre el blando follaje de unos ceibos.

—¡Vallejos! —gritó—. ¡Dejá de joder! Ya sé que sos vos.

Parado sobre una piedra, permaneció atento, registrando con la punta de sus ojos palmo a palmo el fondo verde del monte, pero no pudo descubrir a su amigo. Movió la cabeza, entre divertido y apenas molesto, y comenzó a caminar con Dipi atado a la cintura.

—Vamos —dijo—. El compadre Vallejos parece que está chistoso esta mañana.

Dipi jadeaba, sacaba la lengua y la recogía. Miraba a su dueño.

Manuel tuvo una idea. Lo desató. Se puso en cuclillas y levantando una de las largas orejas de su perro, le dijo:

—Ahora vas a ir y lo vas a encontrar a Vallejos. ¡Vaya! ¡Busque!

Y pegándole un chirlo suave en la cola, lo lanzó contra la maleza.

Oyó cómo Dipi perforaba los yuyarales, se detenía a olfatear, corría de nuevo y volvía a detenerse. Oyó la brevedad de sus pisadas sobre la hojarasca y pensó que andaba huelleando en un claro. Y también oyó de repente la carcajada vibrando de nuevo en su corazón, ahora en el sector opuesto al que había enviado al perro.

—Puta con este Vallejos. Se ha puesto cargoso. ¡Dipi! Venga acá.

Dipi regresó y se detuvo tembloroso junto a su pierna.

—¿Qué hay? ¿Te has asustado?

El perro gimió y empezó a lamerle la mano.

—¿Qué te ha asustado? No hay nada. Es solamente Vallejos haciéndose el gracioso. ¿Te acordás de Vallejos? ¿Eh, Dipi? ¿Se acuerda de Vallejos? ¿Ese petiso feo, que se ríe como un sapo?

Caminaron unos metros más y lejos, volando como una aureola sobre los árboles, sonó alargada la risa de Vallejos.

Manuel sintió que estaba perdiendo la paciencia.

—¡Vallejos! ¡Qué te parió! ¡Espantás a los animales! Sos peor que las urracas.

Empezaron a trepar la barranca. Para llegar a los comederos había que subir el cerro. El monte se hallaba en silencio ahora. Manuel habría deseado que permaneciera así. Pero percibía que era un silencio sucio, cargado y acechante como el de los sueños.

—No te preocupés, Dipi. Capaz que por aquí anduvo el tigre. O una piara. Pero nosotros tenemos la carabina ¿o no? Con la carabina ningún tigre se hace el pícaro.

La cuesta cada vez era más empinada y la respiración agitada del hombre se confundía con la del perro.

Sin que Manuel lo notara, su cuerpo se iba volviendo torpe. Ya no apartaba las ramas de tusca con el mismo cuidado y algunas espinas flechaban la carne de sus manos.

Llegaron a la cima, chorreando sudor.

Manuel descubrió una piedra cubierta por el excremento de las pavas.

—Ya estamos cerca. Por aquí nomás están los serenos. ¿Ves, Dipi? Las pavas vienen a comer los frutos. Nosotros las esperamos escondidos y cuando aparezca una gorda, la bajamos de un tiro.

El perro pareció conforme con el plan. Se alzó y apoyó las patas delanteras sobre el pecho de su dueño.

Bajaron el barranco y se deslizaron entre los serenos.

Manuel caminaba mirando hacia arriba, tratando de hallar alguna pava dormida en las ramas altas.

Un graznido lo alertó. Hizo frenar a Dipi con una palmada en el cogote.

—Es por allá. No vayas a ladrar, Dipi.

Torcieron hacia la izquierda y continuaron la marcha.

Soplaba el Norte. Hombre y perro apenas pisaban el suelo vacilante por las sombras de árboles. Los cuerpos crispados temblaban de excitación.

A pocos metros, recortadas contra el cielo, cuatro pavas del monte aparecieron en la copa rala de un ceibo.

Manuel miró a Dipi y, acercando un dedo a los labios, le recomendó silencio nuevamente. El perro quería ladrar, llorar y gemir, pero se contuvo.

Manuel descolgó la carabina de su hombro con un movimiento acuático y apuntó. Observó las presas a través de la mira. Una por una, pesándolas mentalmente. Vio cómo se limpiaban las plumas con el pico, disfrutando confiadas la mañana azul.

—Gordas, las cuatro. Deben estar pellas de grasa.

Al fin se decidió por una. Fijó el rifle en un punto. Contempló una vez más aquel bulto negro detenido entre las ramas que brillaba a contraluz e imaginó que en pocos segundos caería al suelo agonizante, estallando en aleteos desesperados. Buscó con el dedo la dureza del gatillo.

Pero antes de disparar, el hombre presintió lo que iba a suceder. De pronto las pavas echaron a volar empujadas por el oleaje de una nueva carcajada de Vallejos que retumbó en el monte. Manuel y Dipi las vieron alejarse con ese vuelo torpe de barrilete mojado que las hermana a las gallinas, pero que resulta suficiente para escapar de los cazadores.

Después del mediodía, los tres hombres se reunieron en la playa del río. El viejo Tejerina había matado un chancho rosillo y Alejandro aferraba una decena de aves, entre pavas y palomas. Manuel ni siquiera había podido disparar una sola bala.

—¿Y Vallejos? —preguntó a sus compañeros—. ¿No ha llegado?

—No lo he visto —dijo Tejerina.

Alejandro negó con la cabeza.

—Yo tampoco lo vi —dijo Manuel—. Pero estuvo jodiendo toda la mañana. Por donde yo andaba, él iba por detrás y me espantaba las presas con su risa de idiota.

Dipi se juntó a los demás perros y lamió con envidia sus cuerpos empapados por el olor a sangre.

Los hombres conversaron un rato. Fumaron y rieron con la broma de Vallejos. Al fin, decidieron pasar por lo de Manuel a tomar unos vinos, antes de despedirse hasta el otro sábado.

Caminaron un trecho por el monte, sin salir a la ruta para evitar a los curiosos. Iban en fila, porque el sendero se estrechaba con los arbustos. Bordearon las cortadas de ladrillos y saludaron a los peones que estaban trabajando. En seguida bajaron al descampado. Dos cuadras más allá se veía la casa de Manuel.

Los perros se adelantaron, buscando el agua de la acequia.

Apenas traspusieron la puerta, Manuel dijo alzando la voz:

—Cristina, llegué.

Por los ruidos de ollas, se dio cuenta de que su mujer se hallaba en la cocina. Sonaban los chasquidos de la comida que estaba cocinándose en el fuego.

Ella apareció de pronto en la sala con un cucharón en la mano. Besó a su marido y saludó a Tejerina y a Alejandro con gesto grave.

—¿Ya se han enterado? —preguntó.

Los tres hombres la contemplaron sin comprender.

 

—Vino uno de los hijos de Vallejos para avisar que su padre había muerto hoy en la madrugada. Lo entierran por la tarde.