El cuento por su autor

Todo empezó por culpa de una de mis hijas, que es muy futbolera. De River, para más datos, algo doloroso para esta madre bostera, (no porque tenga mayor interés en el fútbol, sino por razones genéticas: lo heredé de mi padre). De chiquita, mi hija pegaba en el techo, sobre la cama, la foto del equipo de River, para que fuera lo último que veía antes de dormirse. Lo cierto es que, ya terminando ella la primaria, fui un día a verla jugar un intercolegial de Futsal. O Futbol 5. O lo que sea. Si nuestro equipo jugaba bien o mal, es algo que está más allá de mi comprensión. Lo que me llamó muchísimo la atención fue la desesperación de algunos padres por ganar a toda costa. Había uno en particular que puteaba a su hija a grito pelado como si a) hubiera apostado a ese partido su vivienda única y una parte importante de su anatomía; b) azuzar a su hija con tanta brutalidad la llevara a jugar mejor. Cuando, en algún momento, me pidieron para una antología un cuento de fútbol, enseguida me acordé del energúmeno, que siempre se había merecido como mínimo un relato y quizás hasta una novela. El cuento tiene varios años pero la fluidez de los géneros ya flotaba en el aire, aunque todavía era vergonzante. La información sobre cómo testean a los chicos y chicas para entrar en las inferiores me la dio alguien que fracasó en la prueba (el pobre terminó como profesor de Harvard). El resto fue pura ayuda de mi hija, la futbolera, que me dio todos los datos que me hacían falta para completar mi historia.

Fútbol era el de antes

Si yo fuera de escribir, no me perdería esta historia. Se la cuento a usted, que es escritora y ya me va a decir si no da para una novela.

Mi hija menor, que se recibió de Educación Física, estaba haciendo el curso de árbitro y tenía una práctica en un intercolegial de fútbol femenino. Era fútbol 5, que le dicen también de Salón. Yo, de eso, nunca entendí. En nuestra época las chicas no jugaban a juegos brutos. Se jugaba handbol, volleybol, al tenis las pitucas...De muy chica alguna vez me metí en los partidos que armaban mis primos, en el fondo de la casa de los abuelos. Por mala, siempre me mandaban al arco. Pero ya a los once, doce años, había que empezar a portarse como una señorita y se entendía que no jugábamos más. En la escuela, ni hablar. Pura gimnasia sueca con pollerita azul tableada y bombachudo. Como mucho, si la profe de gimnasia tenía ganas de leer una revista, nos dejaba jugar al poliladron, o al huevo podrido.

Yo tenía que hacer méritos con mi hija Florencia. Ella estaba un poco enojada conmigo porque para mí eso de la Educación Física no era educación de verdad, había pensado que ella iba a hacer otros estudios más serios y no se lo podía disimular. Pero la cosa estaba hecha, ella estaba contenta con su carrera y yo quería paz y buena onda. Entonces, cuando me invitó a ver su debut como árbitro acepté muy contenta, pensando en ganar puntos. Pensar que a mí todavía me sale “referí”, como me enseñó mi papá. Después aprendí que en Futsal ya tampoco se dice árbitro, sino juez.

Era un intercolegial entre escuelas privadas. Se lo aclaro para que no piense que los padres fueran gente de escasos recursos o de bajo nivel educativo. Los partidos se jugaban en un gimnasio cerrado, que me dio un poco de lástima por lo lindo que estaba el sol afuera. Llegué en medio de un partido recién empezado. Mi nena (si me oye “nena” me mata) participaba muy seria, con su silbato colgando del cuello y yo pensé qué contento estaría mi papá si la hubiera podido ver, él que era tan deportista.

Busqué un lugar en las gradas donde la gente estuviera tranquila, usted no se puede imaginar cómo se ponen locos los padres en una situación así. Todo el mundo sacaba fotos o filmaba con los celulares. A mí las fotos no me interesan, pero saqué un par de Florcita para subir al facebook, que mis amigas siempre me preguntan por ella. Jugaban chicas de cuarto grado, nueve o diez años. Las madres se ponían nerviosísimas, se agarraban a la cartera o a la mochila con los nudillos blancos de tanta fuerza. Había muchos padres y algunos les gritaban a las chicas, así, como para darles ánimo. Dale, Camila, fuerza Denise, vamos Melanie...Hasta ahí, todo bien. Un poco de nervios, pero entendibles. Lo que no se entendía eran los energúmenos: padres sacadísimos que les gritaban a sus hijas insultándolas como si fueran barrabravas. Por eso le decía lo del nivel educativo.

Un poco apartada de los demás vi a una mamá jovencita, teñida de rubio con las raíces oscuras, que en mi época en ese estado no salíamos ni a la esquina y ahora se lo hacen así a propósito. La chica miraba el partido con una paz que me hacía pensar en mi profe de tai-chi. Este es un lugar para mí, pensé. Cuando me senté al lado, me saludó y me sonrió tan amable que me dio pie a conversar un poco.

- Se ve que sos de las mías -le dije- Seguro que no entendés nada.

- No creas -me contestó- Entiendo, pero me lo tomo con calma.

- ¿Juega tu nena?

- Sí, mirá, es esa morochita con la cola de caballo.

Cola de caballo tenían todas, pero la chica me señaló a su hija, que corría sin parar por toda la cancha, cosa fácil porque la cancha era bastante chica.

- Mi hija es el árbitro -le dije muy orgullosa.

- Buen juez, se hace respetar. -me dijo ella- Ya tuvo un par de intervenciones muy atinadas.

Yo estaba recontenta, esa era mi oportunidad de aprender un poco del juego. Le iba a poder hacer comentarios piolas a Florcita sobre su actuación, en vez de decir cualquier boludez y que ella se pusiera de mal humor.

Miré el partido con toda concentración, tratando de entender y de no perderme nada. En una de esas mi hija toca el silbato y le saca dos tarjetas a una piba que hizo faul, que ahora se dice falta. Yo hasta tarjeta amarilla sabía y tarjeta roja también, pero ¿las dos juntas?

- Tarjeta azul.

- ¿Tarjeta azul? - para mí, rojo con amarillo daba anaranjado.

- La echan, pero el equipo no se queda con cuatro, puede poner una reemplazante.

La rubia me explicó también, con mucha paciencia, qué significaba tocar una vez el silbato, cuando se tocaban dos y cuándo tres.

En eso dos chicas chocaron y uno de los padres se puso a gritarle a mi Florcita.

- ¡Falta, juez! ¡ES FAAAAALTA, cobrala, cobrá la falta!

- No es falta -me explicó mi nueva amiga- Se chocaron los hombros sin querer y las dos iban mirando para el mismo lado. Y al juez no se le grita. Ni desde la hinchada.

Pero la bestia humana no podía parar y pasó a gritarle otra vez a su propia hija, algo que hacía todo el tiempo.

- ¡Espalda, animal! ¡Cuántas veces te dije! ¡La espalda, bolú!

Lo único que entendía yo es que la pobre chiquita debía estar harta de los gritos y los insultos de su papá.

- Cuando marcás -me dijo la rubia, que me vio la cara- tenés que estar atento a lo que pasa atrás tuyo. En Futsal, si estás marcando, siempre la espalda al arco.

- ¿Vos jugás Futsal?

- Jugábamos en el cole. Un privado con primaria y secundaria. Tenía una compañera que el papá era exactamente así. La volvía loca. ¡Mirá, ahí va mi hija, dale dale dale, ¡gooooool!

La chica sacó el celular y mandó un mensajito.

- Mi marido no viene porque se pone muy nervioso, pero me pidió que le vaya contando.

Había terminado el primer tiempo y yo quería ir a felicitar a Florcita, pero la chica me dijo que mejor esperar a que terminara el partido. El entretiempo era corto, diez minutos. Nos quedamos sentadas en las gradas mientras ella me contaba la historia de su amiga, la compañera del colegio con el padre energúmeno.

- El padre de Antonella era terrible. Estaba empeñado en que la chica fuera una gran jugadora y creía que lo iba a conseguir a los gritos. La mandaba a escuelita de fútbol tres veces por semana, pero además en la casa la entrenaba a su manera, la obligaba a hacer ejercicios que había inventado y la hacía correr en la plaza con pesas en los tobillos para fortalecer los cuádriceps. Antonella no rendía en clase, le iba mal en todo. Se quedaba dormida. Estaba siempre triste, decaída. Ella lo adoraba a su papá y se desvivía por jugar lo mejor posible. El fútbol le encantaba, eran hinchas de River. Un momento glorioso de la vida era para ella los domingos, cuando iban juntos a la cancha. En la escuela era de las que jugaban mejor y la nombraron capitana del equipo, pero el padre no le tenía ningún respeto al fútbol cinco, decía que era para minas y maricones, él quería que su hija jugara fútbol de verdad. Al tipo le iba bien, era dueño de dos hoteles en la capital. La mujer era psicóloga, no estaba de acuerdo con toda esa locura del fútbol y se ve que tampoco le gustaban otras cosas de su marido porque al final se separaron y para mi amiga fue peor, porque ya no la tenía a la madre para que le hiciera un poco de colchón cuando estaba con el papá. Un día, cuando ella tenía quince años, el padre la llevó a probar a River.

- ¿A los quince años? -pregunté. - ¿Pero no estaba muy grande?

Porque eso sí sabía: que los clubes buscan chicos muy chiquitos.

- Con las mujeres es distinto. Un varón a los quince ya está viejo para que interese en las inferiores, pero en mujeres no hay inferiores, hay categoría única y no todas empiezan de tan pendex. Antonella iba con toda la ilusión de jugar aunque sea por una vez en su vida en el Monumental, pero cuando llegaron se dieron cuenta de que la prueba no iba a ser en la cancha principal. Había un montón de chicas y las mandaron a todas al vestuario y después a una cancha auxiliar, donde entrenan las inferiores. Ya el vestuario era una berretada, y la cancha era bien de segunda, no tenía casi césped, encima había llovido y estaba hecha un barrial. La prueba la tomaba un tipo petiso y fortachón, Fiorini, un ex jugador de primera muy conocido en su momento. Las dividieron en cuatro equipos y armaron dos partidos de media hora. Una prueba así ni se parece a un partido verdadero. Para empezar, no son equipos, las chicas ni se conocen, nunca jugaron juntas y todas quieren mostrar lo que saben hacer. Cada una que agarraba la pelota lo único que pensaba era en no largarla más, gambetear a todos hasta el arco contrario y hacer gol. Casi no había pases, la pelota no circulaba, una chica que a lo mejor se estaba presentando para defensa o para mediocampista ni podía jugar, nunca le tocaba. El padre de Antonella se puso a gritar como hacía siempre “Pasala, morfona” y cosas así, pero Fiorini lo paró enseguida, se calla o se va, usted y su hija, le dijo, y el tipo se calló. Había tres minitas que jugaban mucho pero muchísimo mejor que las demás. En ese ambiente, me contó Antonella, eran como Pelé, Maradona y Messi. Cuando terminaron los partidos, o lo que fuera eso, Fiorini dividió a las chicas en tres grupos.

“Ustedes” le dijo al primer grupo “no tienen ni la menor idea de lo que es el fútbol, no deberían jugar ni con sus amigas después del asadito”.

Las demás se reían hasta que le tocó al segundo grupo.

“Ustedes tiene alguna idea de lo que es el fútbol, pero sáquenselo de la cabeza, no van a poder jugar nunca representando a un club. Están bien para partiditos de entrecasa”.

Y después les tocó a las últimas tres, las genias totales: Pelé, Maradona y Messi.

“Ustedes tres juegan bien, pero no mejor que las chicas que ya tenemos. Vayan a probarse a clubes más chicos, a Platense, a Deportivo Español.”

- Pero vos... ¿cómo sabés tantos detalles? -le pregunté a mi nueva amiga. Ya empezaba a sospechar si no sería ella misma, si no me estaba contando su propia historia.

- Eramos amigas del alma, nos contábamos todo. A mí me mataba ver como ella hacía todo para darle el gusto al padre y siempre le salía mal. Al viejo yo lo odiaba. Imaginate que después del fracaso no le habló a la chica durante varias semanas. Decía que había jugado mal a propósito para darle un disgusto. Ella estaba destruida, andaba llorando por los rincones. Para hacerla corta, cuando Antonella cumplió dieciocho años, decidió operarse. Quería ser varón.

- ¿Pero ya tiraba para ese lado? Digo...no sé...¿le gustaban las mujeres?

- Y, algo de eso había. La madre no estaba de acuerdo, trató de impedirlo por todos los medios. Decía que la pobrecita quería ser hombre porque la única manera de conquistar el amor de su padre era convertirse en el hijo varón que él siempre había deseado. En esa época todavía no se hacían las operaciones aquí, pero el padre estuvo de acuerdo y la ayudó a viajar a Estados Unidos. Volvió hecha un muchacho con toda la barba. Antonio en vez de Antonella.

- ¿Y cómo le fue? -le pregunté a la rubia.

- Peor que nunca. Imaginate, si como mujer no era muy buena jugando al fútbol, cuando empezó a jugar con otros hombres resultó un desastre. Pero en cambio como hijo, tenés que ver. No existió sobre la tierra un hijo tan amoroso y dedicado. Cuando su papá se enfermó, estuvo día y noche al lado de él hasta que le cerró los ojos. Y te aseguro que el energúmeno no se lo merecía.

- Bueno, veo que ustedes siguieron amigas del alma toda la vida.

La rubia me miró como catándome. Con una de esas miradas que te mandan a veces los tacheros por el espejito retrovisor, como pensando: total a ésta no la voy a ver nunca más en la vida.

- Es mi marido -me dijo.

- ¿Y la nena...?

- Adoptada, por supuesto. ¡Mirá, ya empieza el segundo tiempo!

Empezaron a jugar otra vez y los partidos de futsal son tan nerviosos que no daba para charlas. Hasta yo, que no entendía nada, me daba cuenta de que la hija de la rubia era una luz.

- ¿No es un genio? -me comentó feliz- ¡Deben ser los genes! ¡El papá está tan orgulloso de ella!

Terminó el partido y yo la fui a abrazar a Florcita que se puso muy contenta con mis felicitaciones y mis comentarios atinados. Por una vez, gracias a la rubia, parece que no estaba diciendo pavadas.

 

¿Y, qué me dice de la historia? ¿Era no no era para escribir una novela? ¿No tenemos para un best-seller? Yo no le pido mi nombre en la tapa, ni prensa, ni nada, pero sí que repartamos miti miti la plata de las ventas. En fin, si le interesa y está de acuerdo. Le aviso, por las dudas, que ya lo registré todo en la Dirección Nacional de Derecho de Autor.