La ficción puede triunfar donde otros discursos fallan. Un buen ejemplo es el de Argentina 1985. La película de Santiago Mitre nos augura un tercer óscar nada menos que por el tratamiento sensible de un hecho histórico sin precedentes en el mundo: el Juicio a las Juntas.
Argentina 1985 podría haber sido un hit en cualquier otro momento, pero ahora mismo tiene un sentido de oportunidad que refuerza su potencial transformador. Llega en un momento en el que el negacionismo recupera su lugar en los discursos de derecha, en el que el Poder Judicial es cuestionado por sus ardides para debilitar a las instituciones democráticas y en el que, para colmo, se nos intenta convencer de que somos una sociedad fracasada, no, “la más fracasada de los últimos 70 años”, como si en estas siete décadas no hubiésemos, entre tantas otras cosas, enjuiciado a los genocidas de la última dictadura de acuerdo con nuestras leyes nacionales, por voluntad política y sin la intervención de ningún otro estado.
El triunfo de una ficción se debe en buena medida a su relación con los desafíos que impone el contexto de recepción. Incluso las ficciones que “miran hacia atrás” tienen mayor brillo cuanto más consideran los ecos actuales de las cuestiones a abordar. Un tema sensible que no deja de producir ecos es la emergencia del sida. Desde Buddies (1985), primera película en abordarla, la ficcionalización de esa emergencia no dejó de acumular ejemplos. Tal es así que hoy nos faltan historias que imaginen la cuestión desde el presente, ni hablar de ficciones que consideren los logros notables de los últimos años en materia de educación sexual y salud pública.
El caso de Ryan Murphy
Ryan Murphy es uno de los creadores más avocados al revisionismo. Con la serie Pose logró llevar nuestras fantasías de regreso a la escena ballroom de fines de los ochentas en Nueva York. Además, puso en primera plana a un número notable de actrices trans, entre ellas a MJ Rodríguez, ganadora en 2021 del Globo de Oro a “Mejor actriz en una serie dramática” por su labor en esta misma serie. Súper bien. Pero Pose tuvo tres temporadas y corrió la misma suerte que otras producciones de su creador: fue deteriorándose con el correr de las emisiones, a fuerza de golpes bajos y abigarramientos perezosos.
Es probable que la mejor hazaña de Murphy sea Feud (2017), una miniserie de ocho capítulos que cuenta, de manera intensa y compacta, la rivalidad entre Joan Crawford (Jessica Lange) y Bette Davis (Susan Sarandon). En este caso, la duración beneficia al contenido, le quita a Murphy la chance de llegar al punto donde siempre falla: el desenlace. Esta derrota recurrente es muy visible en su American Horror Story, la famosa “antología de terror para gays” que ya acumula once temporadas disponibles en Star+. La más reciente, titulada AHS: New York City, se centra en la peripecia de un grupo de personajes LGBT+ aturdides por la emergencia del sida.
AHS: New York City
Los primeros capítulos de AHS: New York City apuntan a la sordidez de nuestros morbos. Saunas, policías musculosos, cruising en Central Park y un chongazo leather conocido como Big Daddy cuya máscara facilita su transformación en metáfora del sida: es un asesino inidentificable que se aparece exclusivamente en situaciones de garche y tiene tanta fuerza como para arrasar con todo el mariconaje neoyorquino.
Lo interesante de esta premisa se empieza a empantanar en la moralina, ¡ay, Ryan!, cuando las únicas víctimas de Big Daddy son los trolos que salen de yire y quieren fiesta. Finalmente, el único sobreviviente es un gay pro-monogamia, ¡periodista, mirá vos!, que en una ocasión se jacta de nunca haber tenido más que unas ladillas, ¡y tal vez ni siquiera a causa de un garche! Este mismo personaje, a lo largo de la temporada, se vuelve paladín de la moral y, por momentos, incluso atormenta con su discurso a las potenciales víctimas de Big Daddy.
El desenlace de AHS: New York City es tan molestamente lacrimógeno como el de la tercera temporada de Pose. Un montaje casi malintencionado subraya el hecho de que solo sobrevivieron “los que tomaron conciencia”. ¿De qué? El foco está puesto en “la mala vida de los gays” y no en las herramientas de prevención que, combinadas, alteraron radicalmente la situación de nuestra comunidad en todo Occidente. Es decir que a la mirada hacia atrás que ofrece AHS: New York City no solo le falta veneno, alegría y desparpajo, sino que se ahoga en su propio extrañamiento, como quien intenta mejorar la vista con unas lentes que no fueron indicadas para su caso.
Una visión superadora: It’s a sin
En 2021 llegó a HBO una miniserie creada por Russel T. Davis, el escritor detrás de la primera versión de Queer as Folk. La premisa de It’s a sin es sencilla y sexy: Ritchie, un twink de 18 años, se muda a Londres para iniciar una nueva vida. La vorágine de la ciudad lo deslumbra sin delay. Mientras nos abrimos paso por el ecléctico grupo de personajes que lo acompaña, quedamos introducides sin prejuicios en el destape sexual del protagonista.
El día en que sus roommates advierten una noticia sobre “la enfermedad misteriosa” que asola a Nueva York, Ritchie tiene una entrevista con quien va a representarlo en su carrera actoral. La representante le pregunta cómo se imagina él en cinco años. A diferencia de muches de nosotres, Ritchie puede responder con gracia y candidez: “I just wanna be happy”, concluye. Al final del quinto capítulo, vemos qué pasa con Ritchie cinco años después de esa entrevista. Eso es todo lo que necesita It’s a sin para triunfar: cinco capítulos plenos de tensión y luto, en los que sin embargo nunca se pierde el veneno con que históricamente rebatimos la adversidad.
Una de las reflexiones finales, planteada con una claridad de doble filo, apunta al amor propio. ¿Cómo podemos relacionarnos si nuestra mala educación no dice nada sobre esta cuestión clave? Más acá de las metáforas y los juicios fáciles, It’s a sin nos recuerda que todavía pueden hacerse ficciones que, al mirar atrás, nos digan algo más sobre lo que creemos haber aprendido y sobre lo que todavía nos cuesta aprender. El sabor de la serie es agridulce, como el de todo lo que nos impacta y perdura.