Desde la puerta de la buhardilla puede verse toda la habitación, iluminada por la luz que entra desde el exterior a través de la esquina redonda y saliente. Salvo las paredes algo descascaradas, todo es de madera: los muebles delatan la época y el piso detenta un estado de delicado equilibrio entre seguir sosteniendo y resquebrajarse. Faltan algunas lonjas de madera que fueron disimuladas con alfombras, y conviene no andar descalza para evitar las astillas. Modesto pero acogedor, ese recodo en el segundo piso de una esquina en Jerusalén, después de todo, es el mejor lugar del mundo.

La luz incide directamente sobre la mesa ubicada en el centro del espacio total, entre la cocina y la cama, en diagonal al sillón rojo. Como si fuera una postal, ilumina la máquina de escribir. Es una Triumph alemana (¡0h, ironías de la vida!) rescatada de entre los escombros y reparada por Kov, quien se da maña para todo. Faltan los botones de algunas teclas, los remplazan bolitas de papel porque teclear sobre el metal, a la larga, lastima los dedos. La máquina es un milagro: en medio de la destrucción sobrevive un artefacto roto, pero reparable. Sobrevive, funciona, escribe y se yergue, esa mañana, sobre la mesa de la buhardilla.

Frente a la mesa, sentada, hay una mujer. Tiene los codos apoyados, se sostiene la cabeza, cubierta por un pañuelo blanco atado en la nuca. Abbi, ese es su nombre. Cada tanto levanta la mirada para fijarla en la hoja vacía que se encastra en la Triumph destartalada. Vacía, salvo por dos palabras que pueden leerse, arriba y en el medio, a modo de título de un texto que aún no se escribe. La escena se repite, ya la hemos visto en la misma situación: casi una estatua de sal frente a la máquina petrificada. Todo lo inmóvil se hace presente aquí y podríamos suponer que asistimos a una fotografía, si no fuera porque el meñique de la mano derecha golpea, cada tanto, la sien.

En el punto más álgido de esa quietud, el silencio es rasgado por el ruido de la silla contra el piso. Abbi ha activado intempestivamente el movimiento. Toma de encima del sillón una carpeta y saca de allí alguno de sus poemas anteriores, como buscando inspiración. Pero la estrategia, lejos de ser útil, es angustiante: abolla los antiguos poemas y los descarta con rudeza. El silencio se llena de bollos de papel, esparcidos por el piso como piedras con las que lastimarse un pie, un dedo del pie, el andar mismo.

En el desasosiego, Abbi corre hasta la puerta de la buhardilla, la abre y hace caso a su impulso de salir corriendo. Frena al borde de la escalera: recuerda que se ha cortado la luz, que el ascensor no funciona. Aún no supera la imposibilidad de pisar los peldaños. Mira la escalera como si se tratase de un abismo centrípeto y retrocede sin darse vuelta, lentamente, arrastrando los pies. La escalera, acontecimiento suicida y lacerante. No ha podido volver a usar escaleras después de Mauthausen.

Fue extraño haber pasado por ahí, pero aún más extraña fue la muerte de Lena, su hermana. Ese lugar era un infierno destinado exclusivamente a los varones, por eso nunca pudieron explicarse esa breve y letal estadía. Por alguna razón que las especulaciones postreras intentarían develar, los hombres ocupaban sus días en picar piedra blanca y subir los bloques por una escalera radiante e imponente, sin fin. Una escalera al cielo. Los hombres, en fila, cargan toneladas de piedra blanca y las llevan hacia arriba, a través de los peldaños ya construidos, para seguir construyendo más allá, al final, en la insoportable lejanía. Abbi y Lena, junto a algunas niñas, esperan al pie del escalonado, ignoradas por los picapedreros y sus capataces verdugos. Han roto filas y nadie parece advertirlo. Tímidamente, una dobla sus rodillas para descansar las piernas, nadie le dice nada. Las demás la imitan. Otra se anima un poco más y se posa en cuclillas. Lena arriesga y se sienta en el suelo polvoriento. Nada. Por fin, todas se sientan. Y descansan, tiesas.

La noche las asalta entre gritos. La semipenumbra no deja ver de dónde provienen, pero saben lo que significa. Todas se levantan e improvisan una hilera inestable. Las que habían podido conciliar el sueño intentan disimular su duermevela. Continúan los gritos en una lengua que no se entiende y la hilera cobra vida. Avanza, en ascenso, por la escalera interminable. Abbi es un autómata, los ojos fijos en la oscuridad que la antecede: es la mayor, y por tanto la primera que marcha. Atrás, Lena que aprovecha la noche para apoyarse en su hermana sin que la reprendan. Una ventisca trae un olor pestilente. Algunas tosen, otras se refriegan los ojos. Los gritos siguen indicando que avancen. Lena se ahoga y deja de respirar. Corcovea hacia atrás y adelante, jadea, se dobla. Los que gritan se acercan y le patean la espalda. Lena cae al piso, boca arriba. Las niñas la pisan para no interrumpir la marcha. Abbi ha empezado a llorar, no se nota porque estrangula el llanto. Atrás, Lena grita y los que gritan, gritan más fuerte. Ahora el olor se azufra y el mismísimo demonio pareciera levantar a Lena del suelo y ponerla a correr. Sube la escalera con una energía descomunal, pasa la hilera y sigue corriendo. El horizonte se la devora. Cuando amanezca, Abbi notará que marchan por un risco, pegado a una colina, y aquel horizonte a la salida de la escalera no era sino un abismo que se ha tragado a Lena para siempre.

Otra vez adentro, la mujer que hace un momento huyó del palier en reversa y acaba de cerrar la puerta, permanece de espaldas a la luz que entra por la ventana.

Kov había querido acompañarla. También Jana. Pero Abbi prefirió ir sola a Jerusalén. Hacía meses la esperaban en el “destiladero”. Así llamaban los jóvenes partisanos al laboratorio clandestino que se ubicaba en las afueras de la ciudad principal de Palestina. Allí se conseguían grandes cantidades de ácido prúsico, entre otros venenos nobles: esos que atacan en silencio, y matan en minutos. El plan era perfecto y posible, no era eso lo que la demoraba. Una vez en Jerusalén, Abbi se reuniría con David Bengur, un hombre que le recordaba a su padre y que conducía la resistencia en el centro mismo de la tierra que los vería llegar, desde todos los puntos cardinales, tres años después.

El viaje de Abbi duraría un mes y ya iban tres. Diez días después de arribar a Palestina se había procurado el veneno. Había conseguido audiencia con Bengur para el día anterior al que su barco zarpaba de vuelta – finalmente sin ella. Lejos, Kov, Jana y el resto especulaban planes B, y de noche lloraban a escondidas por la ausencia inexplicable de su compañera. No podían imaginar que la chica estaba encerrada en un segundo piso de Jerusalén, intentando darle forma a un nuevo poema. No podían imaginar cómo Abbi había sentido que se moría con los suyos y con los otros millones aquella tarde, en el despacho de Bengur.

La joven llegó temprano, pasado el mediodía como se lo habían solicitado. Dos hombres de su misma edad la esperaban y la acompañaron a través del pasillo. Abrieron la puerta, le dieron paso, pero ellos se quedaron afuera. David le estrechó la mano, en un cálido apretón de padre, y la invitó a sentarse. La mujer estaba nerviosa, pero también emocionada. Le habló de ella, de Lena, de sus muertos. Le contó de su grupo y del plan, de la Nakam1: desplegó sobre el escritorio que la separaba del hombre los planos de la ciudad de Nüremberg, donde la red de circulación de agua estaba marcada en rojo. Le señaló la planta de distribución, le contó del piletón y la turbina: allí debía verterse el veneno que saldría por la canilla de cada uno de ellos, los otros, los perpetradores.

—Si repetimos el procedimiento en otras ciudades como Frankfurt, Hamburgo y Berlín; en un breve lapso morirán seis millones de los suyos. Y estaremos en paz— indicó la joven sin quitar los ojos del plano.

Bengur permanecía en silencio. Reinó la nada entre los dos durante un rato. Luego, el hombre tosió para aclarar su voz, y con algo de ternura le habló a Abbi:

—Pues bien, sepan que cuentan con mi apoyo y el del movimiento. Pero debo poner una condición…

Abbi se desarmó en la silla, aliviada: David le estaba dando lo que ella había ido a buscar. Sin embargo.

—Garantíceme—prosiguió Bengur—que la muerte de seis millones de ellos les devolverá la vida a nuestros seis millones.

Sesenta y dos días después, Abbi está frente a la puerta de madera. Acaba de entrar desde el palier. No se mueve, no respira, no mira, no nada. No puede quedarse allí más tiempo. No puede volver si no termina el poema. El texto como objeto transicional entre un plan que nunca se llevará a cabo y una nueva vida con la que, probablemente, sus compañeros no estarán de acuerdo. El texto que no se revela, y la vida que no puede continuar. O recomenzar. Mientras toca la puerta que tiene enfrente con la punta de la nariz, recuerda las palabras del hombre que se parecía a su padre dos meses antes:

“Poblemos de árboles las colinas y los pantanos: de esos altos y longevos, que tardarán en crecer, pero darán sombra y cobijo a los que vengan detrás nuestro. Hagamos correr nuestras aguas hasta que estén libres de sangre y volvamos a beber de la vertiente, fertilicemos los campos y sembremos trigo, levantemos casas, templos, escuelas; tengamos hijos, y nietos, y amigos, y llenemos la mesa de amor y de pan. Escriba usted, hermosa joven, poemas sobre la vida que no pudieron arrebatarnos porque se abre paso de entre los escombros, debajo de la tierra en los bosques. Relatos que glorifiquen la memoria, aunque duela, porque la memoria y la vida, a pesar de todo, son la única venganza posible.”

Un suspiro hacia adentro, como un ahogo, le devuelve la lucidez. Corre, ahora hacia la mesa, y arranca la hoja de la máquina de escribir. Pone una nueva, con las manos temblorosas y convierte el título en el único verso del poema: Seis millones.