La larga y terrible sombra de la última dictadura militar en Argentina (1976-1983), con sus brutales, dolorosas e indelebles secuelas económicas, sociales y familiares-personales, se mantiene hasta hoy. Baste ver la inclaudicable lucha de las Abuelas de Plaza de Mayo por restituir la identidad de bebés, niños y niñas apropiados durante la represión. Y así como no han dado tregua las luchas por los Derechos Humanos contra el genocidio de los militares, y contra sus cómplices civiles y eclesiásticos, tampoco el tema ha dejado de tener elaboración y expresión en el marco de la cultura y el arte, como sucede actualmente con la película Argentina, 1985, tan vista, debatida y premiada. Y, en el ámbito de la literatura, para referir un puñado de obras sólo publicadas la última década, podría mencionarse al prolífico escritor chaqueño Enrique Gamarra con Al sur de todas partes (novela donde se tramita el tema del doble, como una maniobra para preservar la vida de un adolescente, potencial blanco de los militares), a Tito Drago con ¡Nunca jamás! (nouvelle publicada en España, que recuerda, un tanto esquemáticamente, los debates de época entre sindicalistas y guerrilleros, además de la cuestión del robo de niños), a Marcos Rosenzwaig con Perder la cabeza (un texto que se desarrolla en tándem, entre las luchas del siglo XIX de unitarios y federales, y la actividad clandestina setentista de militantes del ERP y militantes comunistas), a José Henrique con El Hogar (novela donde el protagonista perseguido cambia de identidad y se camufla como un “croto” que vive en la calle, lo que recuerda a uno de los personajes de Osvaldo Soriano en Cuarteles de invierno), a Raquel Robles con Hasta que mueras (novela de sorprendente acción y debates entre generaciones, con los conceptos derrota-impunidad-venganza y memoria-justicia, y que podría funcionar, de algún modo, como oposición o contestación a la película Matar a Videla), y a Cristina Feijóo con La hora del silencio (un trabajo de diálogos, incluyendo voces rulfianas, que recupera las experiencias de las mujeres presas en la cárcel de Villa Devoto durante el proceso militar).

Por supuesto, el linaje de la violencia dictatorial, represiva e institucional, trabajado por medio de las obras escritas, e incluso de su puesta en escena, si hablamos de textos teatrales, se encuentra también antes de 1976: por caso, en El campo, de Griselda Gambaro, remitiéndose al nazismo, y en El señor Galíndez, de Eduardo “Tato” Pavlovsky, sobre la represión hacia una persona como un mecanismo para obtener la “irradiación” del terror hacia muchas, miles más. Y se pueden mencionar otras obras: La última conquista de El Ángel, de Elvira Orphée, una nouvelle sobre las bandas policiales en la zona del litoral argentino y sus torturas, privilegiando el uso de la picana eléctrica, y Vil & vil, del genial cordobés Juan Filloy, novela “de enredos” con un colimba y un general conspirador, de ambiciones golpistas, publicada en 1975 y que le valió a su autor más de una comparecencia ante un “tribunal” militar para dar explicaciones sobre su escrito, finalmente censurado. Y ahora Eudeba, en su excelente colección “Serie de los dos siglos”, ha publicado Construcción en abismo, una antología de cuentos y relatos de Clara Obligado, bisnieta de Rafael Obligado –autor del clásico gauchesco Santos Vega–, nieta de Carlos Obligado –poeta y escritor–, y familiar de varias mujeres pintoras –como María Obligado– que, según ha dicho la autora en varias entrevistas, están siendo revalorizadas actualmente en el canon y la historia de las artes plásticas.

Licenciada en Letras, Clara Obligado vive desde 1976 en Madrid, visitando su país natal regularmente desde el retorno de la democracia. Fue pionera en dictar talleres de escritura creativa –actividad con la que actualmente reúne a casi un centenar de participantes–, y, aunque debutó con la novela La hija de Marx (1996), premiada por la editorial Lumen, y escribió varias más (Petrarca para viajeros y Salsa), ha priorizado el cuento y el microrrelato como forma preferida, además del ensayo. Con prólogo de Adriana Imperatore, Construcción en abismo contiene relatos tomados de varios libros de Obligado: Las otras vidas (2006), El libro de los viajes equivocados (2011), La muerte juega a los dados (2015) y La biblioteca de agua (2019), donde el destierro forzado por la dictadura, la pregunta por la identidad, la extranjería y la experiencia de sobrevivir y recomenzar algún tipo de vida en un país desconocido, es la médula y el motivo fundamental del volumen.

El primer párrafo del primer relato, “Exilio”, abarca y da cuenta de la situación real de aquellos años y de la propia vida de la autora: “El 5 de diciembre de 1976 llegué a Madrid, procedente de Argentina. Lo hice en un avión de Iberia, que tomé en Montevideo, por el temor que me producían las constantes desapariciones en la frontera. Salí vestida de verano, como si fuera una turista que se dirige a las playas del Uruguay y, dos o tres días más tarde, subí al avión que me llevaría a España, donde era invierno. Me despidieron mi padre y mi hermana. Tardé seis años –los que duró la dictadura– en poder regresar al país”. El mismo relato baraja y ofrece distintas encrucijadas posibles: la protagonista logra instalarse en España, con un franquismo vivo pese a la muerte de Franco, conviviendo en Barcelona, “una ciudad más abierta”, con “muchos exiliados. Primero llegaron los uruguayos, luego los chilenos, por fin nosotros”. En una variante alternativa, secuestran al marido y al hijo de su hermana, cuando esta la acompaña a tomar el avión en Uruguay, deviniendo entonces en una Madre de Plaza de Mayo. En otra, la protagonista ve cómo el avión despega para regresar –volviendo hacia atrás– a Ezeiza: “me hicieron bajar y vi que el aeropuerto estaba rodeado de militares. Fui la única que se quedó en tierra. Mientras me llevaban con el rostro dentro de una bolsa intuía una última imagen del avión rasgando el cielo. Volví a subir en un avión cuando me lanzaron, ya casi muerta, contra las aguas del río”. Y en otra, acompañada por otro joven, la protagonista cambia el plan, el avión por un ómnibus, y se dirige a Brasil, para seguir rumbo al norte. Perón y Rosa Luxemburgo, Londres y Madrid, dónde está, cuál es o podría ser realmente “su casa”, la acusación de estar en un “exilio dorado”, son algunas de las discusiones y (dolorosos, interminables) temas que aparecen: “en Argentina se piensa que en Europa siempre se vive bien. No era así. Conocí a gente que festejaba la Navidad a la hora de su país, conocí a exiliados que se aprovechaban de los que estaban en peores condiciones. Conocía a gente que ya conocía, y que ahora parecía veinte años más vieja, conocí a intelectuales importantes que se habían quedado sin identidad. Conocí a gente que se despertaba gritando, a personas que habían perdido a toda su familia. Conocí a una muchacha que había concebido un hijo después de ser violada en la cárcel y cuyo novio, también víctima de la tortura, mató al niño a patadas. Conocí tantas cosas que no caben en el recuerdo”.

Lúdico, de inteligente humor, “Lenguas vivas” comienza con una frase que le dijera su madre, hija de españoles, ante la perspectiva del viaje: “Todo nos une, no te preocupes, hablamos el mismo idioma”, y para la protagonista, sin embargo, “no fue así. Desde que había llegado de Buenos Aires vivía en dos planos, en dos niveles”: “aprender que aparcar era estacionar, prolijo quería decir detallado, un grifo no era un monstruo mitológico sin una canilla, pararse no era ponerse de pie sino detenerse, estar constipado no tenía nada que ver con los intestinos sino más bien con los pulmones y que la amiga Conchita Boluda se llamaba así, de verdad, de verdad”. Y todavía más: “los peores problemas venían en la cama. Meterse en la cama con alguien en Madrid, ¿qué era? ¿Coger, follar, fornicar, joder? Coger, tan íntimo antes, tan incomprensible de este lado del Atlántico. Se coge el autobús, se coge desprevenido, se coge un resfriado. En la cama no se coge, a ver si aprendes. En la cama se jo-de”.

En “Las dos hermanas” se mantiene la relación transatlántica, aunque el recorrido se invierte, yendo de Europa a América, al igual que en “Porcelana”, donde un conde polaco –que no es nuestro Witold Gombrowicz– llega a Buenos Aires tras la caída de los zares y la desgracia familiar (su madre, una princesa rusa). Y allí, entre reuniones sociales, aparece un personaje, la “Tía Leonora”, quien figura en otras historias del volumen, y, ante una pregunta de si está enferma, alguien contesta: “No, simplemente se niega a salir durante meses. Y está peor desde que desapareció su nieta, era la única con la que se entendía”. “Un general retirado dejó que la ceniza de su cigarro cayera en el cenicero y pontificó: –¿Desapareció? Eso dicen todos. ¡Estará en Europa, de vacaciones! –y, por fin, añadió–: algo habrá hecho”. Así, Construcción es abismo concatena y entrelaza una buena mayoría de sus dieciocho relatos, conectando y siguiendo a sus personajes y temas, como en “Las eléctricas”, donde el epígrafe estampa lo que le dijera un integrante de la dictadura argentina a una Madre de Plaza de Mayo, preguntando por su hija desaparecida, retomando/reafirmando el registro infame de aquel dicho que figura en un anterior relato: “Haga de cuenta que su hija está de vacaciones”. En esa historia, una muchacha intenta un “juego”, recordando idílicas escenas familiares –mientras la llevan a empujones hacia la “Jaula de los Gritos”– para soportar la tortura, intentando no pensar en el dolor ni en la ausencia de escapatoria.

 

Entre la experiencia y el dolor, el trauma de lo vivido y lo oído de otras personas, entre el olvido, la memoria, y la posibilidad-necesidad-capacidad de contar y relatar algo, lo que se pueda, de todo aquello, innúmeras experiencias, se cruzan los personajes y países, como en el relato que da título al volumen, protagonizado por “Cecilia Bradley”, alter ego de la autora. Son palabras que desafían el dolor de lo ocurrido, y componen un mosaico narrativo, ante la aflicción que destila la historia.