“Los pixeles aparecen y desaparecen en rápida sucesión, sin moverse; la ilusión de movimiento, en las películas, está creada por elementos que no se mueven sino que brillan y se oscurecen, se muestran y se ocultan alternativamente”, explicaba el compositor György Ligeti para hablar del ritmo. En 1956 había escapado de su Trasilvania natal “con un portafolios, un par de partituras y un cepillo de dientes”. Su padre, un judío húngaro, había muerto en el campo de concentración de Bergen-Belsen, en Alemania, y su hermano en el de Mauthausen, en Austria. El terror, en todo caso, fue parte de su vida. Y si toda obra de arte es autobiográfica en algún sentido, la de Ligeti lo es de una manera radical. No hay composición suya que no hable de sus escuchas y de sus recortes de la historia. Y no hay obra en que, en mayor o menor medida, cierto terror no esté presente.  

“Cuando compuse esta ópera, entre 1975 y 1977, era bastante ingenuo acerca de las condiciones reales (y con frecuencia desagradablemente accidentadas) del negocio de la ópera”, escribía Ligeti en sus notas para la segunda edición discográfica de El Gran Macabro, con la grabación de la versión terminada de corregir en 1997 y realizada en vivo en París en febrero de 1998. “Los cantantes de ópera –decía en ese texto– pueden cantar y actuar, pero no siempre pueden hablar satisfactoriamente (hay algunas excepciones, desde luego: maravillosos cantantes-actores). Los artistas de cabaret, en el otro extremo, sólo cantan ocasionalmente. Entonces está el género de la opereta, incluso en su variante angloamericana, el musical, que emplea cantantes-actores. Pero en esa tradición no hay demasiadas exigencias ni líneas técnicamente dificultosas como las que había planeado y compuesto para el Macabro.” 

En su primera versión, esta obra con libreto de Michael Meschke y del propio Ligeti –basado en la obra teatral La balada del Gran Macabro, de Michel de Ghelderode–, había sido concebida como una suerte de ópera popular, de singspiel a la manera de La flauta mágica de Wolfgang Mozart. “Los largos momentos de diálogo eran vividos por el público sencillamente como ‘momentos vacíos’. Habíamos querido hacer una obra de teatro musical y no era ni una cosa ni la otra. Apenas media ópera y media obra de teatro.” En la nueva versión, que es la que se estrenará mañana en el Teatro Argentino de La Plata, el compositor eliminó todos los pasajes hablados del primer acto, realizó cortes musicales en el segundo y decidió que debía interpretarse sin interrupción, aunque admitiendo que “por supuesto el director o el puestista pueden incluir un intervalo a su discreción, tanto después de la segunda escena como en la tercera escena, antes de la entrada de Nekrotzar”.

Gran parte de los cambios realizados por Ligeti tuvieron que ver con la orquestación, a la que otorgó especial importancia. “En los 70 estaba lejos de ser un principiante, pero en veinte años adquirí una gran experiencia en composición, dramaturgia y, sobre todo, orquestación”, explicaba. “Cambié radicalmente los pasajes más graves de los trombones (aquí y allá por contrabajos, tuba también) porque mis expectativas sobre la técnica de los instrumentistas eran demasiado optimistas en aquellos días... Cambié también la instrumentación para aquellas ‘negras profundidades’ para contrabajos y contrafagot. Veinte años después, los contrafagots pueden tocar notas que antes no tocaban (un Si bemol una octava por debajo del fagot). También el rango del clarinete bajo se ha extendido y he hecho uso de esa posibilidad.” De tal nivel de detalle se desprende que esta presentación en La Plata debe considerarse como el estreno real de la obra en la Argentina, ya que cuando fue presentada en el Teatro Colón, en 2011, lo fue en una reducción de ensayo, para dos pianos y percusión, con algunas pocas partes en que se recurrió a una grabación, debido al enfrentamiento que la dirección del teatro mantenía en ese entonces con la Orquesta Estable.

Con dirección musical de Tito Ceccherini y puesta en escena de Pablo Maritano, El Gran Macabro se presentará con escenografía de Enrique Bordolini, vestuario de Emilia Tambutti, iluminación de Emilia Tambutti y coreografía de Carlos Trunsky. El elenco está encabezado por Hernán Iturralde (Nekrotzar), Carlos Natale (Piet the Pot), Savio Sperandio (Astradamors), Flavio Oliver (Príncipe Go Go), Eugenia Fuente (Mescalina), Constanza Díaz Falú (Venus), Patricia Cifuentes (Gepopo), Daniela Tabernig (Amanda) y Alejandra Malvino (Amando).

Como Wozzeck, de Alban Berg, un modelo inevitable para mucho de lo escrito en el campo del teatro musical a partir de la segunda mitad del siglo pasado, esta ópera refiere, en su interior, a modelos del género y también, a formas musicales del pasado, releídas. Ligeti mantenía una suerte de romance con la passacaglia. No sólo escribió una Passacaglia Ungherese para clave sino que realizó un estudio concienzudo acerca de esta forma que Brahms utiliza en el movimiento final de su Sinfonía Nº 4 y cuya historia marcha lado a lado con la ciaconna, dando una serie de conferencias al respecto. Y, claro, el final de su Macabro es una passacaglia. “No temáis a la muerte, buena gente, llegará pero no ahora. Suena la hora y las campanas tocan a muerto, vivid hasta entonces en la alegría”, se canta allí en ese país llamado Brueghelland (la tierra de Brueghel, por si faltara un detalle), donde la muerte colectiva toma el rostro del absurdo. Absurdo que, como otros, resulta, desde ya, más que plausible. La pieza teatral original, escrita por Ghelderode (nombre artístico de Adhémar Adolphe Louis Martens), fue estrenada en 1934, cuando el nazismo era ya una realidad palpable. La composición de Ligeti, por su parte, responde irónicamente a la antiópera Staatstheater (Teatro Estatal) de Mauricio Kagel. “Viendo esa obra comprendí que era imposible seguir haciendo antióperas, así que escribí una anti antiópera”. La obra, que incluye bocinas de auto y silbatos entre su instrumental, yuxtapone citas distorsionadas y referencias históricas además de poner en relación de  la más absoluta contigüidad al drama y la farsa e, icluso, lo escatológico. 

“Lo que me pareció más interesante es que Ligeti la definió como una ‘anti-antiópera’ –apunta Maritano– y, en momentos en que las vanguardias despreciaban al género, él concibió una gran ópera que, a manera de un collage de citas, de paráfrasis, de parodias, homenajea a toda la historia del teatro cantado.

Es, asimismo, una ópera anti-moral, que aprovecha ese sentido bruegheliano (en ‘Bruegheland’, la tierra del pintor Pieter Brueghel, se desarrolla la acción) de un mundo sórdido y procaz para mostrar a una humanidad estancada, vacía, agresiva, a la que en principio llegará como castigo la muerte, bajo la figura de Nekrotzar. Pero esa sanción al final no ocurrirá sino que la parábola nos ofrecerá la moraleja opuesta. Es una pequeña fábula que nosotros organizamos como una suerte de road movie. Tiene un sentido del humor muy particular, por momentos surrealista, de a ratos grotesco, por su manera de pintar la civilización, la política, la ciencia o la pareja. Un detalle más que pertinente: la que aparece en la obra es una humanidad obsesionada, como hoy, por la posibilidad de su autodestrucción, fascinada por esos mitos del fin del mundo que actualmente siguen atrayéndonos.”