El cóctel molotov de este invierno estalla dentro de los cinco mil cuerpos que yacen en la noche, en la intemperie porteña. No son cuerpos anónimos, sino cuerpos con historia y con recuerdos de otros tiempos con techo. Por ese techo se pagaba con el trabajo que el macrismo ya deshizo o destruyó. Lo novedoso del macrismo es una disposición a la impiedad frontal. Una pulsión visceral a la despersonalización del otro, que ya no es la patria, porque el macrismo florece en un mundo trasnacional que vomita fronteras y rinde culto al off shore. No necesita de nada que se denomine patria. El dinero no tiene a sus padres enterrados en ninguna parte. El alma buitre del macrismo tampoco se detiene a pensar cómo habrá sido la eterna última noche bajo cero que un padre o una madre vieron convulsionar de frío a sus hijos. El alma buitre no es conmovible. Está diseñada con un dólar siempre atrasado como molde. Se alimenta de dolor y de entrañas ruidosas por el vacío que guardan. El alma buitre no es alma: es espina, es garrote, es balazo o es gas, es patada y señalador de desechos humanos.
Ese es el toque que caracteriza a este “fascismo democrático”–según describe Alain Badiou en la figura revulsiva de Donald Trump– que corona la irrupción al poder de gente que a muchísima otra gente le parece inconcebible y que sin embargo no sólo gobierna en ciudades y países de varios continentes, recalculando hasta dónde debe entrar la cuchilla de la crueldad en la carne de los otros, y que se hace más fuerte, se autoafirma, cuanto más hondo se muestra capaz de herir y malograr. De pronto, el mundo volvió a ser el Coliseo romano, pero en lugar de cristianos o de esclavos hay pobres, viejos y nuevos, y en lugar de leones hay multimillonarios a los que centenares de falsos periodistas untan minuto a minuto con la fascinación electrónica, lavándoles los pies de toda culpa, cubriéndoles los crímenes con tapaojeras, como si fueran vedettes del mal.
El estupor general suele ganarle a la indignación. Porque funciona. Ellos buscan votos enarbolando no banderas, sino motosierras humanitarias. Y los encuentran. Haber los hay. Les sigue garpando el asunto de la herencia pesada, la yegua, Bonadio, esas letanías de corrupción que de paso toman otros mediocres aspirantes a ser un poco menos crueles que éstos. Si algo de hallazgo político tiene Macri, es haberle sacado el velo al viejo sentido común que nos devolvía la imagen de un pueblo solidario y sensible, que donaba colchones o alimentos no perecederos en las catástrofes. La Argentina entera hoy es una catástrofe, pero no sólo porque gobierna Macri, sino sobre todo porque se lo tolera, porque se deja corromper, igual que otros pueblos, por ricos rústicos que sólo usaron alguna vez sus manos para contar lo propio. Macri no tiene idea de qué es un guante de trabajo. Se los pone al revés. Rodríguez Larreta nunca anduvo en el barro: él también se pone las botas de lluvia al revés. No disimulan porque no haber trabajado con las manos ni haber recorrido el territorio que gobiernan es parte de su lógica: no hay equivocación. Han logrado que la manada de repetidores con sobre por debajo de la mesa los muestre “auténticos”, y la masa peinada con spray mastica esa “autenticidad” mientras le llega el turno de ser su vez masticada por ellos.
Este invierno, que atravesó esta semana sus días más crudos hasta ahora, recibió con sus brazos gélidos a cinco mil expulsados irredentos del sistema que ofrece coqueterías a las mascotas y dedica una Dirección General a los ciclistas. Quienes los contaron llegaron a ese número que quintuplica el número oficial, pero desde el invierno pasado hemos visto cada uno de nosotros cómo en la esquina, en la puerta del bar ya cerrado, o en el umbral de la casa en venta, o en el cajero automático de la avenida, o bajo el alero del hipermercado, o en la recepción abierta del edificio sin terminar ellos se iban acomodando. Qué palabra insolente. Pero sí, acomodaban sus dos o tres bolsas de plástico, su colchón manchado de viejo o de sucio, su frazada tosca, su pila de diarios. Hemos visto que un día amanecieron ahí, muchos de ellos conciliando el sueño con alcohol, y otros con los ojos todavía asombrados de que ésta sea la vida que les toca. Algunos antes vendían artesanías o hacían changas que ya no hay. Casi todos conocían la miseria, pero fue entre el invierno pasado y éste en curso que comenzaron a formar parte del ejército rendido de los que sólo pueden dar la pelea de esta noche, los que deben llegar con vida hasta mañana. Han sido reducido por los jíbaros macristas a esas sobras que cuando Macri era jefe de gobierno de esta ciudad, la UCEP echaba a patadas porque deslucían el espacio público. Un sin techo no puede competir con una linda mascota que se ha hecho la manicura. En la ciudad macrista los perros o los gatos son mejor vistos que los seres humanos de piel oscura.
De los ´90, cuando los sin techo eran legión y casi plaga, recuerdo una nota que escribió Gabriel Giubellino en Clarín. Era una crónica muy buena sobre un matrimonio entre un hombre sin techo que dormía en las escalinatas de una iglesia, y una mujer a la que se había unido y con la que se había casado gracias a una colecta que les había permitido costear el trámite. Me quedó grabado a fuego el final de aquella nota, cuando el cronista, antes de irse, le preguntaba al novio: “¿Con qué soñás?”, y el novio contestaba: “Sueño con cerrar una puerta”. Y en esas cinco palabras sencillas a uno se le venía encima esa intemperie, que no sólo implicaba las noches heladas o las noches tórridas, sino que además indicaba, sin exageración ni grandilocuencia, la total desnudez en la que vivían aquellas pobres criaturas que quizá, encima, sintieran culpa de tener tan poco. No tener ni una sola puerta para abrir o cerrar. Estar en “situación de calle” es, además de lacerante, obsceno.
Cada vez habrá más. Y si no los hay, es porque inventarán alguna forma de levantarlos en un camión y mandarlos a otra parte. Lo ha hecho siempre la derecha. Desde la dictadura. Despejar, despejar. En la hondura de la noche y cuando nadie ve. Sacarlos de circulación. Llevarlos lejos. De eso se quejaba esta semana un funcionario marplatense: decía sobre una mujer que murió de frío en esa ciudad, que ya la habían llevado a un hospital varias veces pero que la mujer “volvía como un perrito a ese lugar que le gustaba”.
Son así de bestiales y se dirigen a gente que comparte su gusto por la impiedad. Como los que les gritaban a los despedidos de PepsiCo que “vayan a laburar”. Idiotas que se quejan cuando se les dice idiotas. Gente que cree que ha venido al mundo mejor dotada que otra gente que se merece sufrir o en todo caso no es su tema, y es su tema, porque ese electorado vota el castigo al débil. Hay maneras más complejas e inteligentes de decirlo, pero con esta alcanza por hoy, que hace frío. Mientras tipeo acalambrada de rabia, acá en la esquina ya sé que están las dos bocacalles ocupadas por los colchones que los sin techo de este barrio tiran después de las diez de la noche, cuando ya casi nadie camina por la calle. Tengo frío en mi cuarto pero me hiela adentro cuando pienso que ellos están ahí, y que no se lo buscaron, no lo eligieron, no pudieron hacer nada contra todas las vallas que el macrismo interpuso entre la vida digna y ellos. Buenos Aires está helada en su tuétano. Ha perdido la gracia que supo tener en otras épocas, ha perdido su aventura, su magia, su don de gentes.
Esta ciudad, que alguna vez fue progresista, envejeció. Ha adquirido el rictus de una vieja mala con anillos de oro en cada dedo, que mira displiscente a los desamparados.