Benito juega con una piedrita; la empuja con una de sus almohadillas rosadas, salta por el aire y corre de una punta a la otra del living; es como una bola de fuego elástica y bella; el pelaje colorado y blanco le brilla. Escucho un sonido muy singular, a mitad de camino entre un maullido agudo y el ronroneo o “motorcito” de alegría. Tengo que clasificar los maullidos y vocalizaciones de mi gato, que es tan conversador que no deja de sorprenderme. ¿Cuánto le dura el entusiasmo hacia la piedrita? Tal vez un minuto; no más. Cuando descubre que no se mueve si él no la toca, el interés declina en supina indiferencia. Pronto empieza a limpiarse con minuciosa obsesión; pasa la lengua cuatro o cinco veces por su pata derecha y cuando está lo suficientemente húmeda se lava la cara. Lo hace siempre al sol, sobre la mesada de la cocina. No me canso de observarlo; la distinción en su higiene; el estilo en los movimientos y en la mirada.
Me río cuando lo veo frotarse contra la lata de atún; después la mueve con una de sus patitas, acaso con la esperanza de tirarla de la mesada y lograr abrirla. En vez de retarlo --creer que se puede retar a un gato y que obedezca es una ilusión teórica que se hace añicos ante la praxis-- lo acaricio y le rasco el mentón. El maullido deviene quejido. Vuelvo a intentar y toco algo duro, como una pequeña bolita. Su pata me impide continuar, como avisándome que no insista. Vuelo al veterinario con el alma en la boca: imagino lo peor, pronuncio las cinco letras que han acabado con la vida de mi padre primero y de mi madre después, y trato de cambiar de tema. Pero no puedo. No tengo jaula transportadora y pido una en la veterinaria. Benito le ruge a la jaula, protesta y se escapa; resiste y gana la primera escaramuza. Faltan diez minutos para el turno y no quiero llegar tarde o perderlo. En la desesperación manoteo una toalla blanca, lo envuelvo y salgo del departamento. Durante los siete pisos hasta la planta baja, tengo un Luciano Pavarotti que patalea y hace una exhibición lírica de enojo. La intensidad teatral cambia cuando salimos a la calle; estira el cuello y mira a las personas que pasan; curiosea los árboles (lo aprieto bien fuerte contra mi pecho porque temo que inicie una carrera alocada que lo lleve a trepar hasta la rama más alta) y se estremece con el ruido de los automóviles.
El veterinario lo acaricia y le habla: “a ver, Benito, abrí la boca”. No sé por qué recuerdo la primera vez que fui al dentista y ante el mismo pedido yo apreté los labios bien fuertes. Por supuesto que no abre la boca; así que el veterinario se la abre y me dice: “tiene un molar roto y con infección”. Respiro aliviada; la pequeña bolita es una inflamación insignificante. Me dura tan poco el alivio. En vez de una receta con el antibiótico, me entrega una orden para una radiografía. Le acaricio suave el mentón como si pudiera reducir con mis dedos esa dureza. Dos semanas después, viajamos en un taxi, con Benito levemente sedado para evitar que se siga estresando cada vez que salimos de casa. El radiólogo le acomoda la cabeza en dos posiciones distintas y Benito responde; “qué bien que se porta”, lo elogia. El resultado es que tiene una masa tumoral y hay que hacer una biopsia quirúrgica. En un mes la pequeña bolita creció y le empezó a deformar la mandíbula. Benito come atún como siempre y su alimento balanceado. Una semana después de la biopsia llega el estudio histopatológico: “carcinoma de células escamosas moderadamente indiferenciado. Ausencia de tejido sano”. Espero que me diga si se puede operar, tratar con rayos o quimioterapia. “No se puede hacer nada”, me informa. “Lo siento mucho”, agrega como si estuviera dándome el pésame por anticipado.
“Cuando no puedas comer más, se termina”, le digo a Benito y me doy cuenta del repertorio de eufemismos al que apelamos para esquivar la muerte como palabra. De la aceptación de la realidad en un mes paso a la negación en tercera persona: el gato come (aunque babea y le crece como un cráter adentro de la boca) y no pierde peso gracias a un paté calórico que me recomendaron y que se devora como si fuera lo último que va a comer en su vida. ¿Y si sobrevive? Tiene 12 años, me digo, quizá pueda vivir un año más. La negación serial se estrella contra un empirismo monstruoso: Benito babea cada vez más porque ya no puede cerrar la boca por culpa del “cráter”, como le digo al tumor. A veces babea sangre porque cuando intenta masticar se lastima. La lengua la tiene torcida, casi aprisionada contra el paladar. Ya no come alimento balanceado; sólo atún y paté. La segunda fase de la negación consiste en el atajo de la “muerte repentina” mientras duerme. Muchas mañanas me despierto esperando verlo “dormido” --otro eufemismo más-- y su maullido de felicidad me distrae de la congoja. Vivir, al fin y al cabo, es comer; pensamiento-consuelo, torpe y rústico que me ayuda a postergar la decisión de la eutanasia. Dos meses después del diagnóstico terminal, excepto por la deformación de su mandíbula, Benito sigue comiendo y no tiene ninguna manifestación de dolor o queja. Sólo a veces se lleva las patas delanteras al costado de la boca abierta como si intentara extirpar el incómodo cráter.
Como no puede sacar la lengua de la boca, la higiene se complica cada vez más. Lo limpio, como puedo, con algodones humedecidos. De pronto se lleva la pata derecha al borde de la cara, como buscando la lengua que no aparece, y repite el ritual de lavarse, sólo que ahora se lastimó sin querer y lo que consigue es desparramar la sangre en su cara. De pronto me doy cuenta de que no es la comida la frontera entra la vida y la muerte, sino la dignidad del buen vivir. Voy al veterinario y me da el último turno para el mediodía de un martes con un sol tan hermoso que lastima. No estoy llevando a un gato moribundo y esquelético; eso es desconcertante y más doloroso. No vi morir a mi papá (yo no estaba, no fui testigo de ese momento). No vi morir a mi mamá. Pero sí acompañé a Benito y lo vi morir. “Pueden despedirse”, anuncia el veterinario antes de darle la inyección. Agradezco esa instancia de intimidad y llanto, ese preludio tan necesario. Estoy a punto de mirar morir a Benito en el mismo lugar donde lo encontré, paradojas del destino: la vida y la muerte anudadas. En la misma veterinaria un día entré a comprar alimento para mi gata Diana --que vivió veinte años y medio-- y vi una bolita colorada hermosa en los brazos de una señora. “¡Qué preciosura!”, le dije a Benito, que todavía no se llamaba Benito y tenía cuatro meses. La mujer me lo dio, no dijo una palabra, y salió de la veterinaria. Yo no entendía lo que estaba pasando. Uno de los empleados me explicó que quería dejarlo ahí, que ella decía que había evitado que lo atropellaran en la calle, que estaba perdido pero que no podía quedárselo. Y como nadie lo reclamó me lo quedé yo.
Eutanasia significa literalmente “morir bien” o “buena muerte”; el término se compone de las palabras griegas “eu” (bueno) y thanatos (morir). Llamamos al veterinario y le pone la inyección. Abrazo a Benito, le sostengo una pata y lo miro. Sus ojos amarillos me observan muy abiertos. En segundos la respiración bajo vientre se detiene. Joseph Méry decía que Dios creó al gato para concedernos el placer de acariciar a un tigre. Acaricio por última vez a mi pequeño tigre y recuerdo una frase de Leonardo Da Vinci: “Hasta el más pequeño de los felinos es una obra maestra”.