Desde hace pocos años, en especial a partir de la pandemia, circulan incontables artículos, ensayos, libros de autoayuda sobre el Síndrome de la Cabeza Quemada o burnout, declarado a lo largo y ancho uno de los grandes males de esta era frenética y demandante, en la que el imperativo de mantenerse constantemente productivo ha calado hasta el tuétano del inconsciente colectivo. La literatura médica lo describe como un estado de extenuación físico y emocional causado por estrés crónico, y nos avisa que pasa factura. Entre sus consecuencias más habituales: dejadez, deshumanización, fatiga, frustración, agobio, impotencia, dolores musculares frecuentes por contracturas, migrañas, toneladas de una apatía que se asemeja a la depresión. A punto tal se ha extendido el burnout que la Organización Mundial de la Salud se vio obligada a revisar su estatus, y recientemente acabó por reconocer que efectivamente es una enfermedad ocupacional perniciosa que, además, puede ser antesala de otros malestares bravos. Como era de prever considerando el cumplimiento de dobles y tripes jornadas, este marcado desgaste causado por el estrés permanente ha encontrado en las mujeres, su víctima propiciatoria.

Así lo sugieren distintos estudios, incluidas investigaciones de la fiable consultora global McKinsey, que han “descubierto” la obviedad del siglo: ellas están más exhaustas que sus homólogos masculinos, y son más propensas a lo que coloquialmente solía llamarse surmenage. Las causas las conocemos bien: en el empleo, la presión por superarse continuamente para ser tomadas en serio, la exigencia de mostrarse todoterreno, de rendir al máximo en todos los rubros. A la sobreexigencia laboral se le suma la pesada, interminable carga de las tareas de cuidado en la esfera privada, que -pese a ciertos avances en la deconstrucción de roles- continúan recayendo mayormente sobre los hombros de ellas y redunda en arrastrar un agotamiento crónico. Nótese que incluso en la oficina se da un fenómeno asociado: está comprobado que son las mujeres las que suelen ocuparse de la problemática emocional en los equipos. Tarea que también es invisible y, por tanto, muy rara vez reconocida.

Mujeres agotadas en el collage de Alexey Kondakov

Al borde del ataque... de agotamiento

De cara a este estado de cosas, las cuentas se hacen solas: pocas son las personas que pueden permitirse pasar un día entero echadas en el sofá. Y si a todo el mundo le cuesta muchísimo hoy en día incurrir en el pecado capital de la contemplación o la tentación de -para decirlo en lunfardo criollo- tirarse a chanta, a las mujeres nos cuesta aún más. Para más inri, cuando finalmente lo logramos, emerge la maldición de la culpa internalizada por darse el lujo de entregarse un lapso a la vagancia.

Con la moda de acuñar términos nuevos para todo, el New York Times tuvo a bien inventar stresslaxing, palabra que refiere al sentimiento de estrés que produce… intentar relajarse en esta sociedad hiperestimulada, descripto por sus víctimas como un runrún en la cabeza que no las deja desconectar. Un despiole bárbaro, en resumidas cuentas, al que podría agregarse la pertinente observación que el diario El País hacía meses atrás, cuando la temporada estival despuntaba en España, en un artículo que se titulaba “El atracón de oficina previo a las vacaciones”. Notaba el rotativo que, para llegar a hacer uso del tiempo libre, muchas veces se trabaja el triple, ¡el cuádruple! antes de la pausa, en pos de cerrar proyectos y que todo siga sobre rieles durante nuestra ausencia durante el veraneo, lo cual nos dejaría tan quemadas que necesitaríamos unas vacaciones antes de las vacaciones, solo para recuperar algo de energía y disfrutar como las diosas mandan. Mientras tanto, algunas ciudades europeas ensayan la semana laboral de 4 días, que, así como la reducción de los horarios, algunas voces en tema consideran el futuro del trabajo ¿Una tenue luz al final del túnel del agobio?

Breve historia del descanso

“Cometemos un error al pensar que el descanso era tan necesario en el siglo XVII como en la época de la Revolución Industrial. Antes, un artesano podía parar durante su jornada laboral, para hablar con el vecino y tomar un trago; lo mismo pasaba con el agricultor. El hecho de mechar pequeños momentos de descanso era una tradición en el mundo del saber hacer, tradición que se verá mermada en la época de civilización industrial”, comentaba recientemente el francés Alain Corbin, ponderado historiador de las sensibilidades, destacando que es la naciente fábrica con sus minutos cronometrados la que exhorta a no perder el tiempo. En la Inglaterra de principios del siglo XIX esto se traducía en jornadas de 15 horas para adultos, de 12 horas para niños; y cuando alguien osaba apuntar que quizá, tan solo quizá, la cantidad era excesiva, se le respondía que el trabajo era virtuoso: alejaba a los pequeños del mal camino y a los mayores de la bebida.

Alain Corbin

Estimado autor que en otras de sus obras se ha interesado por la historia del silencio, de los árboles, de la lluvia, también en cómo el gusto y el rechazo por ciertos aromas varían según la época, Corbin publicó recientemente Histoire du repos, un ensayo donde estudia el descanso y, por extensión, el ocio a través de los siglos. Recordando las palabras del marqués de Vauvenargues en el siglo XVIII, “El vacío de las grandes pasiones se llena con el aluvión de las pequeñas”, el erudito arriba citado advierte que hoy estamos ahogados en pequeñas pasiones, y que el ocio se ha convertido en lo opuesto a descanso, plagado de pasatiempos pensados para reportar alguna forma de ganancia. Explica Corbin, asimismo, que la más pura holganza, porque sí, más allá de las vacaciones programadas, solo le calza a almas fuertes, en tanto el enemigo de esa forma de descanso es la melancolía y el hecho probado de que, en la actualidad, la mayoría de la gente ya no sabe estar a solas consigo misma.

¿Miedo al tiempo libre?

Pero ¿por qué aflora el vacío existencial, además de la culpa, frente al ocio que no está programado ni resulta utilitario en modo alguno? En diálogo con Las12, la psicoanalista Carla Leonardi se aviene amablemente a despejar algunas dudas… “Esa sensación de vacío surge porque lo que ordena la sociedad es el imperativo de productividad, al decir del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, o el imperativo a un goce siempre ligado al consumo, algo tan propio del discurso capitalista. La culpa surgiría entonces por ‘estar en falta’ respecto de dicho imperativo cuando enfrentamos el ocio”, razona la especialista. Para abrazar buenamente el tan necesario tiempo ocioso, recomienda intentar cambiar de perspectiva, “no leerlo como falta de productividad sino como hiancia que posibilita el encuentro fortuito con un goce otro, que no sirve para nada y que es transitorio, ligado a puramente a lo lúdico”. (NR: Hiancia, derivado del francés Béance: agujero o abertura grande; término aplicado a diversas disciplinas al que recurre Lacan).

Plantea la moralista máxima popular que el trabajo dignifica ¿Puede también hacer lo propio el ocio, según cómo se lo disfrute? “Por supuesto que sí. Cuando se realiza por puro deseo es la posibilidad de recuperar la dignidad subjetiva”, responde netamente Leonardi, también crítica de cine y literatura, miembro de la Asociación de Cronistas Cinematográficos de Argentina. De hecho, aclara –por si hacía falta- que “no siempre es cierto aquello de que ‘el trabajo dignifica’, depende en qué condiciones se realice”.

Otra reacción habitual durante el tiempo libre es aburrirse. Pareciera que resulta cada vez más difícil entrar en un estado contemplativo, donde la productividad esté en pausa ¿Se puede ejercitar el ocio, fortalecer el músculo holgazán?

--No creo que se trate de ejercitarlo, tampoco es algo que pueda aprenderse. Más bien habría que trabajarlo internamente y transformar los preconceptos y creencias ligados al tiempo libre que lo leen en términos de déficit o carencia respecto del mandato de productividad ligada al capital; en una sociedad que, ciertamente, organizada bajo el empuje del consumo incluso vuelve al ocio una mercancía. Esto implicaría separarse de ideales, mandatos o condicionamientos sociales y familiares profundamente arraigados, que comandan nuestra vida cotidiana. Y desde allí comenzar a vincularse con el ocio desde un lugar más deseante. Nunca es fácil asumir la libertad del deseo, involucra una decisión subjetiva.

Aún a sabiendas de que el ocio puede resultar liberador e incluso permitir que aflore la creatividad, la “vagancia” está moralmente estigmatizada. ¿Qué le dirías a la gente que se llena de quehaceres, asumiendo que estar constantemente hiperactiva la vuelve virtuosa?

--Estar en permanente actividad, comandados por el imperativo de mercado, puede ser una manera de evitar encontrarse con el vacío como aquello que constituye el núcleo de nuestra existencia. Confrontarse con el sinsentido de la vida desde ya que genera cierta angustia, pero también es la puerta a la posibilidad de inventarse un modo de gozar que deja de ser alienante porque es lo más singular de cada uno.

Henri Matisse, 1920, Interior at Nice (Room at the Hotel Mediterranee)

De mitos judeocristianos y raíces etimológicas

El ocio entendido como tiempo genuinamente inútil, infructuoso, no rentable, que pausa las ocupaciones habituales, no ha gozado de prestigio en la cultura judeocristiana. Acorde al mito fundacional, cuando Dios expulsa a Eva y Adán del Paraíso, les advierte que, en adelante, habrán de ganarse el pan “con el sudor de su frente”, y en uno de los versículos del Libro del Eclesiástico, del Antiguo Testamento, queda dicho: “La ociosidad enseña mucha maldad”. Contundente idea que el refranero popular versiona con aquello de que “el ocio es la madre de todos los vicios”, no siendo la única expresión del estilo que condene esto de estar al cuete, de balde. Otros ejemplos de larga data: “Cada cual a sus manos se atenga: quien nada hace, nada tenga”, “Al hombre parado, lo tienta el pecado”, “¿Cómo quieres ver segado, lo que no fue sembrado?”. Y el fresón del postre en tonalidad campesina de antaño, que podríamos tomar en más de un sentido: "En la casa donde se trabaja, no falta grano ni paja".

Así las cosas, hubo sociedades que no le hacían mala prensa al dolce far niente; al contrario, en la Antigüedad su reputación era muy favorable. Si el vocablo castellano ocio remite al latín otium, el concepto en griego antiguo se expresaba con una polisémica palabra, scholé, que ha derivado nada menos que en la palabra “escuela”. Y es que, para la sociedad griega, el ocio era tenido por primordial para cultivarse, para la búsqueda de sabiduría. En cambio, el trabajo manual estaba tan mal visto que hasta el dios que lo representaba era de los menos agraciados del Olimpo, cojo, sudado, desaliñado: Hefesto. Huelga aclarar, empero, que a la forma alentada de ocio -o sea, la contemplación reflexiva y la especulación filosófica- accedía una pequeña minoría. Ni las mujeres (a las que el misógino de Aristóteles consideraba poco más que perros) ni los campesinos eran de la partida de un modo de vida que solo podía sostenerse por deplorable motivo: la esclavitud, con cautivos (vencidos en guerras) ocupándose de las labores más duras.

El origen de las vacaciones

Pero volvamos a ese momento mítico que nos tiene expectantes todo el año: las anheladas vacaciones, siempre idealizadas porque se presume que entonces nos daremos los gustos postergados y romperemos con la rutina diaria. Para Romina, empleada de una pituca panadería del barrio de Almagro, no necesariamente es un momento de recreo. Está chocha porque el negocio cierre por 20 días, sí, pero la plenitud cae en picada cuando piensa en todo lo que le espera en casa: ocuparse 24x7 de su nena de 3 años que, el resto del año, cuida su hermana ama de casa, y arreglar unos cuantos desperfectos hogareños porque, mientras labura, no tiene oportunidad de hacerlo. “Descansar ya sería mucho”, confiesa con una sonrisa resignada. María Florencia, médica cardióloga, admite que ya la estresa la pequeña mudanza que involucra mover los petates para instalarse unos días en Villa Gesell con su hija pequeña, “a lo burro de carga”, y pensar actividades para todos los días porque “con la playa ya no alcanza”. Para Agustina, brand manager de una empresa de telecomunicaciones, la desconexión será relativa: se irá unos días a Brasil pero llevará la computadora “por si toca apagar algún incendio repentino”.

Happy Days, 1920, E.H. Potthast

Las vacaciones, tal y como las conocemos hoy día, son una invención moderna que se remonta a fines del siglo XIX, principios del XX, lo cual no significa de modo alguno que sea una idea nueva: evidentemente se pueden rastrear antecedentes pretéritos. En la Antigüedad, por ejemplo, el emperador romano Adriano -que tan maravillosamente retratara Marguerite Youcenar en las célebres Memorias- solía huirle al intenso calor romano y pasaba la temporada estival en su lugar de retiro favorito, la opulenta villa que había mandado a construir en las afueras Tívoli, costumbre que fue imitada por allegados de la Corte que establecieron sus centros de veraneo principalmente alrededor de Pompeya y Nápoles.

En la Edad Media también había tiempo libre, pero estaba mayormente dictado por una Iglesia que armó el calendario festivo en torno a homenajes a santos patronos y conmemoraciones de fechas bíblicas, excusas que le venían de perlas a los feligreses para escaquearse de la faena diaria. Aunque, ojo, había letra chica: estos paréntesis no eran sinónimo de recreo y descanso sino de recogimiento y oración. Y sí, algo se viajaba, pero en plan devocional: la peregrinación. Tal fue el caso del periplo de la piadosa hispana Egeria, de las primeras viajeras de las que hay registro en la Historia, que en el siglo IV partió desde lo que hoy es El Bierzo, en España, y llegó a los Santos Lugares (Egipto, Palestina, Siria, Mesopotamia, Asia Menor, Constantinopla) en un viaje que duró, por lo menos, tres años, del 381 al 384. También se paseó por el sur de Francia, el norte de Italia donde, se cree, pudo haber sido abadesa de su cenobio. Colmo de la maravilla, mantuvo además su pluma activa, registrando -en latín vulgar- los pormenores de la travesía en bitácora y cartas.

Tarde de domingo en la isla de la Gran Jatte (1884), Georges Pierre Seurat

Para hablar propiamente de turismo, empero, toca esperar hasta los siglos XVIII y XIX, cuando el noble programa concierne inicialmente al exclusivo círculo de las élites, en especial de la Inglaterra georgiana; ricachones a los que le pican las ganas cuando, a la práctica formativa de visitar urbes europeas, le suman el gusto por las excursiones a colinas, valles y montañas, al campo y al mar. Y no solo con el fin de apreciar pintorescos paisajes sino también para tomar ese aire fresco que todo lo curaba, acorde a la recomendación médica en boga…

Viajar y rascar, todo es empezar

Cuestión que, de a poco, la vocación terapéutica derivó en un original y simple deseo colectivo: vacacionar. Entonces el ocio se desacraliza, se hedoniza, habilitando el advenimiento de una industria propia, la turística. En este contexto es que se crean las primeras guías en UK y en Alemania (entre las pioneras, las Reichard, las Rheinreise, las Murray, y en 1900, a partir de que el embrionario automóvil gana fuerza, la famosa Michelin que mapea carreteras, enumera establecimientos de hostelería, detalla dónde dar con talleres mecánicos). Con el correr de las décadas, y de los derechos laborales conquistados, turistear deja de estar reservado a un manojo de privilegiados, aunque en el caso específico de las mujeres, el decoro y la seguridad obligaban a hacerlo en compañía, salvo excepciones muy raras de damas sumamente osadas. No por nada la exploradora y escritora suiza Isabelle Eberhardt (1877-1904) se disfrazaba de varón al embarcarse en sus tantas travesías por África, aventurándose por mero placer curioso, para saciar su vocación nómade.

Portada Libro Ida Pfeiffer

Hubo otras valientes pioneras en la materia, como Ida Pfeiffer (1797-1858), vienesa que también describió en detalle las aventuras que le depararon sus recorridas por el mundo, convirtiéndose sus relatos en sonados bestsellers que fueron traducidos a siete idiomas. Según relata el diario español El Mundo, esta señora esperó a que sus dos hijos fuesen mayores y, cuando se independizaron, comenzó a diseñar la hoja de ruta: “En 1842, con 45 años y la salud quebrada, los mandó a todos a pastar al limbo y marchó a Tierra Santa descendiendo por el Danubio”. Solita su alma y con el dinero justo. Fue el primer destino de una aventura que se prolongó durante 16 años, y que la llevó a recorrer Rusia, Escandinavia, Islandia, México, Brasil, Chile, India, Grecia, Sudáfrica, Australia, Estados Unidos…

“Tal vez el acto más revolucionario para una mujer sea emprender un viaje por iniciativa propia y ser bien recibida cuando vuelve a casa”, reflexiona la legendaria activista, ensayista y periodista Gloria Steinem en Mi vida en la carretera, autobiografía de 2015, donde esta consumada trotamundos recuerda cómo los kilómetros recorridos -muchas veces, de vacaciones- elevaron su espíritu y ayudaron a dar forma a su visión de mundo. Corroborando, por cierto, lo que antaño anotara Mark Twain sobre el viaje, ese “ejercicio con consecuencias fatales para los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de pensamiento”. Steinem arengaba a las mujeres a tomarse el buque a solas, sin compañía, animarse a hacer las maletas y partir con el rumbo deseado.

Gloria Steinem