En un escenario retrofuturista que invoca al de “Scream” de Janet y Michael Jackson, una rapera de uñas plateadas, tan largas como puntas de flecha, bikini blanco metálico y botas hasta la rodilla destroza un violín en mil pedazos. Minutos antes, esa chica, Brittney Parks, de 28 años, está usando apenas unas crocs rosa y le pregunta al director del video cuál será la forma más efectiva de romper su violín porque quiere hacer eso como escena final y llevó uno solo a la filmación. Ella toca desde la infancia y ha acumulado unos diez en total, pero en el camino a la cima del pop cuando una es, bueno, una violinista avant-garde, no hay presupuesto que aguante romper múltiples instrumentos en múltiples tomas para un solo video. “No tengo dinero, no soy Beyoncé”, aclara. Ambos deciden que hacerlo de costado y con fuerza será mucho más efectivo, y entonces ella, en la única toma posible, su única oportunidad, improvisa un grito seco y demencial, el más desconcertante grito para una violinista, y destroza en cámara su querido instrumento, el corazón de su música alienígena, la misma que por estos días muchos adjetivan con esa palabra que usualmente suena tan perezosa, pero que con ella, ahora sí, parece renovar significado: inclasificable, así es.
El violín que Brittney Parks –quien firma con el nombre de Sudan Archives desde su debut en 2017– destroza en el video de su single “OMG Britt”, no es cualquier violín, sino el primero que tuvo en su vida. Se lo regaló su tío cuando era niña, con él aprendió a tocar y luego lo guardó pensando en regalárselo a una hipotética hija futura, pero cambió de opinión: “Algo me decía que había que destruirlo”, dice Parks, que con ese tamaño ritual hace unos meses estrenó su segundo disco Natural Brown Prom Queen, una impactante y caótica colección de dieciocho canciones a la manera de un collage donde rapea, canta, toca de todo, hasta la mandolina, y por supuesto se abraza a su violín, para poner a convivir el pop experimental, el house, un soul demasiado hot para existir, el R&B noventoso, un poco de folk –pero irlandés– en una ensalada tan caprichosa como ambiciosa que explora todos sus costados posibles. En la trasnoche de Jimmy Kimmel, donde esta semana en la cima de su popularidad tocó su canción –dice ella– más personal y vulnerable, con la corona de flores en la frente parece casi, casi salida del bosque encantado de Bjork. Pero en sus videos donde hace twerk con el violín en la mano, o donde aparece tocándolo literalmente de cabeza colgada de una barra de pole dance, rapada al tope, cantando un himno veraniego sobre su pelo y su herencia africana, es la reina urbana más mala y más rara.
Es un disco que grabó sola y en plena pandemia. No tanto por el aislamiento, sino simplemente porque odia ir al estudio y trabajar a diario con otras personas. A pesar de su desplante, dice ser apenas una violinista introvertida: “Lo hice en mi sótano, en pelotas, fumando porro”, asegura ella. A pesar de eso encontró la manera de fabricarlo de forma orgánica con gran artesanía y paciencia: se pasó la cuarentena enviando las maquetas a su productor Ben Dickey (Wu-Tang Clan, Karen O, Spoon), que les ponía lo suyo y luego las pasaba a otros productores tan flasheros como ella, como él –Totally Enormous Extinct Dinosaurs, por ejemplo– que a su vez se las devolvía a Britt, que luego las convertía en otra cosa totalmente diferente, para después invitar a tocar otros músicos con el privilegio de entrar a su sótano. “Bueno, pasaron por muchas manos, pero las canciones son de ella. Ella es la jefa”, ha dicho Dickey, notablemente orgulloso de ser parte.
Parks, que nació en Cincinnati, Ohio, aprendió a tocar el violín de oído durante su infancia y, ya encendida esa llama, se unió al coro de la iglesia. De adolescente exploró: conoció cómo se incorporó su instrumento a las tradiciones musicales de África, herencia con la que le interesaba reconectarse. Conoció los hongos alucinógenos que, dice, le abrieron el mundo, el camino a su música actual. De grande se alejó de la iglesia, del pop tradicional, del mandato familiar y de los hongos, y a los 19 años se mudó sola a Los Angeles e intentó estudiar etnomusicología –por supuesto que es una nerd–, conoció los loops, las pedaleras infinitas, todas las posibilidades que el mundo digital le podía entregar a su instrumento y se convirtió en su alter ego, la archivista de Sudán.
Confesional y festivo, este segundo disco cuenta toda la historia. Parks le canta a su ciudad de origen, recuerda cómo nunca juró a la bandera en el colegio, cómo rechazó ir a su prom. Con su hermana gemela Cat, también cantante –hubo un intento fallido de dúo pop en su infancia, un poco obligadas por los padres deslumbrados por el talento temprano de ambas– cantan a dúo una última vez. “Nosotras solo queríamos ver Sailor Moon y fumar porro”, recuerda Parks en el tema que da nombre al disco, y hasta su madre participa con su voz imitando uno de los discursos motivacionales que le daba de niña para que se uniera a la iglesia. Casi, casi parece una contracara menos quejumbrosa, más desafiante y hasta más interesante del último disco de Kendrick Lamar, por qué no.
“Estoy harta de que los hijos de puta me miren en el escenario asombrados, hipnotizados”, explica. Esa es la tónica discursiva esta hija de madre de Detroit y padre de Chicago, que en este disco quiso honrar a su manera el house y el footwork, poner al mundo a bailar y desprenderse un poco del tono más solemne de su también festejado debut Athena (2019), donde honró a su violín con toda reverencia, un disco que ciertamente invitaba a su público a la contemplación. Esta vez, Britt usó su violín de forma mucho menos convencional: es la base de su música, por supuesto, pero lo puso a trabajar con ganas. Lo conectó a todo tipo de parafernalia para hacer líneas de bajo, o para imaginar una guitarra alienígena, o incluso lo usó simplemente para golpearlo y generar una batería imposible, también como objeto histriónico en el escenario donde se la puede ver usándolo como una lanza, como una espada, como un amuleto de invocación. “A la mierda con sus celulares en los conciertos. ¡A bailar!”, arenga. Pero lo sabe y lo dice: “Obviamente es un trabajo y yo sé que no puedo limitarme a decirle a la gente que baile, tengo que hacer que quieran bailar. Y además no puedo salir al escenario como ¡puf! ¡Tengo que enchufar como cincuenta cables antes!”.