La televisión engarzó la historia del Polaquito con la imagen de un mundo desolado donde acecha la pobreza, el gatillo fácil, el desempleo, la represión, el egoísmo y la crueldad. Un mundo de seres humanos solos, desamparados y desesperados, emboscados por otros seres humanos con poder que se alimentan de esa desesperación, de esa soledad y desamparo. No se trató de presentar una problemática de la realidad, el mundo de los pibes de la villa. El programa de Lanata fue a los bifes, fue a mostrar lo que su público quiere ver, el maldito pibe chorro, el pibe pobre como enemigo, el que te embosca en la calle. Y preparó una emboscada como pasa en la vida real. Porque finalmente, la emboscada que le hicieron al Polaquito, un chico villero de 11 años, disfuncional, con problemas, quedó en evidencia. La emboscada verdadera no pueden hacerla los gorritas. Son ellos los emboscados siempre por alguien que tiene poder. El mundo que el programa quiso describir es el mundo de los que hicieron el programa, es el mundo que el neoliberalismo necesita representar para naturalizar el dispositivo de violencia, el golpe, la represión, el arma siempre aceitada. Todas las semanas hay chicos muertos en la villa y muchos por el gatillo fácil.
Dos días antes, Cristian Toledo, de la villa 21-24, de Barracas había sido asesinado a balazos por un policía de civil. “Le vio cara de villero y lo mató” dijo el padre Toto, de la parroquia de Caacupé. Cristian tenía 21 años y trabajaba en una ferretería que está enfrente de la parroquia del cura. La madre es una trabajadora conocida y apreciada por todos los vecinos. Se lo quiso hacer pasar primero como defensa propia en un intento de robo, pero los pibes estaban desarmados. Después se resaltó que el auto donde viajaban era un Alpha Romeo. El mismo cura lo denunció: “el auto es un desastre, apenas lo hacían andar, pero resaltaron la marca para hacer pensar que Cristian podía estar en algo raro”. Era un trabajador, pero al igual que hicieron con el Polaquito, inventaron el intento de robo y exageraron las características del auto para alimentar el estereotipo del pibe chorro, del villero enemigo.
El mensaje del neoliberalismo expresado por esa infame entrevista por Canal 13 a un chiquito acosado tiende a segmentar a la sociedad, tiene que dividir y mostrar una guerra de todos contra todos, donde el único que puede imponer el orden es el más fuerte. Una sociedad donde las tortugas ninjas de la policía aparecen todos los días en la televisión, en la puerta de la fábrica de PepsiCo, en la salida de la planta de Carboclor, en los galpones de Cresta Roja, donde los trabajadores despedidos entre esta semana y la pasada tratan de resistir.
Son imágenes que hablan del derecho a despedir trabajadores, del derecho a reprimir, el derecho a desalojar familias como se ve en las tolderías que se han multiplicado en las calles de Buenos Aires (en dos años se cuadruplicó la cantidad de personas en situación de calle). Los únicos derechos de los que se habla son del poder. Nadie habla de los derechos de los pibes, de los trabajadores, de las familias, de las madres. Esos derechos parecen haber muerto con la llegada del gobierno de Cambiemos. Y solamente se habla de los derechos de los poderosos.
Durante el conflicto de PepsiCo, el economista ortodoxo y ultraliberal José Luis Espert publicó en su cuenta de Twitter: “Las empresas toman gente y a veces también despiden. El trabajo no es un derecho como dice el populismo cavernícola. Es una contingencia”. Espert es hombre de consulta de algunos funcionarios del gobierno macrista y su pensamiento se ve reflejado cuando el Ministro de Trabajo, Jorge Triaca dijo que “Entendamos al que despide, hay que entender las circunstancias que tienen las empresas cuando despiden”, o cuando su secretario de Empleo, Miguel Ponte dijo que contratar y despedir gente debía ser algo tan natural como “comer y descomer”. Carlos Rodríguez, alto funcionario de economía del gobierno menemista le pidió más represión al macrismo: “hacía falta un poquito de palos como en PepsiCo, tendría que haber aplicado muchísimos más”.
Es clara la disputa ideológica: del “populismo” que ponía el eje en los derechos de los trabajadores y los débiles, a los derechos del capital y los poderosos del gobierno reaccionario de Cambiemos. Así, para Mauricio Macri, los abogados laboralistas son “una mafia” porque defienden derechos que su gobierno no reconoce porque obstruyen derechos del empleador, que este gobierno sí defiende. Sobre esa concepción se prepara un gran proyecto de flexibilización laboral que entrará al Parlamento después de las elecciones, junto con otro que modificará de raíz el sistema de jubilaciones y pensiones. Además de propaganda electoral, la campaña de denuncias de corrupción contra el kirchnerismo constituye una cortina de humo que busca crear las condiciones favorables en esa disputa por la hegemonía de ideas y conceptos para introducir esos proyectos de ley regresivos que han reclamado los organismos financieros internacionales y las corporaciones económicas. Esto mismo sucedió en Brasil, donde acaban de ser aprobadas leyes truculentas en detrimento de los trabajadores tras el derrocamiento de Dilma Rousseff y la encerrona judicial a Lula.
Empezar con el programa de Canal 13 dedicado al Polaquito, pasar por las víctimas del gatillo fácil, después por la represión por despidos y desalojos para culminar en los proyectos de ley que se barajan desde ahora en el oficialismo parece traído de los pelos. Son hechos que ocurrieron en la semana, pero además hay una coherencia en esa especie de relato cronológico. Nunca es gratuito el trabajo de zapa de los medios que expresan a las grandes corporaciones y a la reacción de derecha, como es el programa insignia de Canal 13 que difundió la entrevista con el Polaquito. Estigmatizar a los pibes pobres, naturalizar el deseo de represión violenta a esos menores presentados como chorros violentos y asesinos, está en los cromosomas de una sociedad que cierra fuentes de trabajo y expulsa ciudadanos. Las nuevas sociedades que ha generado la globalización neoliberal envía afuera del sistema a grandes sectores de la población a sobrevivir de las sobras y migajas en poblados primarios y villas de emergencia. Y la fuerte resistencia que genera ese proceso de expulsión abrupta de calidad de vida, de los trabajos, de la vivienda y de derechos, solamente puede ser controlado a través de la fragmentación y enfrentamiento entre los sectores populares y con represión.
La presentación de la historia que le sacaron al Polaquito entre amenazas, promesas y engaños busca la baja de la edad de imputabilidad pero además convoca a una reacción violenta así como la justificación de esa reacción. No inquiere esa complicidad en las clases altas donde ya la tiene sino que apunta a los vecinos que están cerca de la villa y que se sentirán más amenazados por esa cercanía; apunta al comerciante que ya ha sido asaltado y que en su justa bronca no acierta a visualizar a quienes más lo van a empobrecer, que justamente son los que señalan al Polaquito y que en definitiva serán los que lo lleven a vivir a la villa cuando destruyan su pequeña economía. Así es en todos los planos. Esta semana, cuando los diputados del oficialismo plantearon la expulsión de la Cámara del ex ministro Julio De Vido por “inhabilitación moral”, el diputado Rodolfo Thailade, les recordó al diputado del PRO por Salta, Guillermo Durand Cornejo, que estaba procesado en una causa y que tenía dos denuncias por abuso sexual. Al diputado del PRO por Santa Cruz, Eduardo Costa, dueño de una importante cadena de supermercados, le recordó que estaba imputado por lavado de dinero. Parece una digresión, pero la mayoría de las escandalosas denuncias de corrupción sin pruebas y con mucho teatro contra el gobierno kirchnerista salieron del mismo programa que armó la forzada entrevista con el Polaquito.
La inteligencia marquetinera de la propaganda oficialista no reside tanto en mostrar espejismos de terror, como el falso caso del Polaquito, sino también en ocultar sus propios monstruos como la violencia y la corrupción policial. No sólo el gatillo fácil y la violencia institucional. Todos saben en la villa que no puede haber narco ni transa sin la complicidad de miembros de las fuerzas de seguridad. Es el monstruo que quieren habilitar usando el cuco del supuesto delincuente de once años.
La madre del pibe hizo una denuncia y seguramente habrá un juicio legal a los responsables de esa historia. Pero más doloroso y desgarrador es el juicio moral que se desprende de su relato, del esfuerzo heroico de una madre para criar en la pobreza a un pibe disfuncional y a tres hermanitos más chicos, y dice que hasta la acusaron de drogadicta para endurecer la historia de su hijo. “Nunca mató a nadie –dijo desesperada–, cualquiera se da cuenta que es un chico con problemas”.