El cuento por su autor
Hace unos 15 años, quise entrevistar a un playboy de la escena local. Lo fui a buscar a un teatro de la calle Corrientes y le propuse conversar. Aceptó, pero me pidió que volviera al día siguiente.
Al otro día, se sorprendió al verme: me confesó que se había olvidado de la cita. Le pregunté si de todos modos podríamos hacer la nota. Dijo que sí, con la condición de que lo acompañara a cenar.
Cruzamos a una clásica pizzería. Allí, de pie frente a la barra, mirándome a los ojos, me contó una historia. Mientras me la contaba masticaba y, sin darse cuenta, también escupía. Sin embargo, era tal el interés que ponía en la narración, lo intrigante del relato, que avisarle me pareció una picardía. Di un pequeño paso atrás y, estoico, lo seguí escuchando.
Hablamos un rato. Luego, me dijo que tenía que irse.
Nunca publiqué la entrevista. De aquella conversación salieron algunos de los diálogos de este cuento.
Pedro
En la puerta del circo no había nadie.
—¿A quién busca? —escuché.
Vi al albino, de mameluco azul, subido a una escalera. Arreglaba unas luces.
Le dije que había ido a ver a Pedro. Mentí que era periodista.
Sin decir nada, señaló al hombre que fumaba al lado de una tarima.
Me costó reconocerlo. Estaba encorvado. Ya no sacaba pecho como antes, cuando salía en los afiches de las películas junto a alguna vedette con poca ropa.
—Pedro —dije.
Levantó la vista, le dio una pitada larga al cigarrillo y, recién después, extendió la mano, para que yo se la estrechara.
De cerca, descubrí las manchas en el cuello, el pelo mal teñido, los dientes picados.
—Soy periodista —dije.
Al darle la mano sentí la piel tibia.
Tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó suave, como si tuviera miedo de que quedara mal apagado.
Se quedó en silencio, mirando hacia delante.
—¿Por qué no venís mañana, a las seis?
Me puso la mano sobre el hombro.
Volví caminando por la playa, con una sensación extraña, como si me sintiera más solo que antes. Al llegar, cené en el bar del hotel y me fui a dormir temprano.
Al día siguiente, en la entrada del circo encontré una larga fila: señores de camisa y cinturón. Señoras con tacos que se clavaban en el suelo arenoso. A un costado de la puerta de la carpa, con los brazos cruzados sobre el pecho, el albino de mameluco azul cuidaba que nadie entrara.
Le pregunté por Pedro. Como respuesta, señaló el auto que se acercaba lento por la calle de tierra.
—¡Ahí viene! —gritó un nene.
El conductor estacionó a unos metros de donde nosotros estábamos. Luego se bajó e intentó abrir la puerta de atrás. Forcejeó, parecía rota. Después de tratar varias veces, por fin pudo. Pedro bajó con paso ágil. Lo noté distinto. Pensé en lo que había cambiado hasta que descubrí el pelo negro bien oscuro. Parecía contento. Llevaba una camisa de jean abierta hasta el pecho, pantalón de la misma tela y zapatos y cinturón marrones.
Una vieja le pidió sacarse una foto. Le dijo que seguía siendo muy buen mozo y que ella se acordaba de todos sus éxitos en la televisión. Él le dio un beso en la mejilla y le apretó las manos.
Al verme, simuló agarrarse la cabeza.
—¡Me olvidé de vos!
—Por eso vine —dije.
La vieja me miró sorprendida.
—Acompañame...
Se acercó a la puerta y le habló al albino.
—Dejalo pasar, está conmigo —dijo.
El albino me guiñó el ojo.
—La adrenalina de la función te hace olvidar de todo. ¿Vos de qué medio sos?
Le dije que estaba sin trabajo, pero que solía publicar notas en distintos diarios como colaborador.
—Te voy a contar un par de cosas que te van a servir, entonces. Pero vamos a tener que hacer un trato.
El piso de la carpa era de lona y debajo había raíces o piedras, que hacían que en ciertos lugares uno tuviera que caminar con cuidado para no tropezarse.
—Vení. Vamos atrás.
A pesar de que faltaba poco para la función, la carpa estaba vacía.
—Yo persigo el polvo número cincuenta con la misma mina. Nunca pude llegar pero creo que debe tener más sabor que el primero —me dijo, como si yo le hubiera preguntado.
Atravesamos el escenario. Detrás de la carpa, había una casa rodante.
—Estuve con muchas. No me pidas el número porque me matás: setecientas, setenta, da igual.
—¿Te acordás de todas? —pregunté.
Sonrió y me guiñó el ojo.
Golpeó la puerta de la casa rodante.
—¿Se puede?
Abrió y vi una chica morocha con un corpiño dorado.
—Setenta y una con vos, hermosa.
—¿Cómo estás, Pedro?
La morocha se sorprendió al verme.
—¡Viniste con un amigo! ¡Qué ojitos!
Por un segundo, hizo como si se tapara las tetas, luego corrió las manos y se rio.
—¿Qué va a pensar de mí?
Lo saludó a Pedro con un beso en la mejilla.
—Se le pueden ocurrir muchas cosas y en todas tendría razón —dijo él.
Ella volvió a reírse y me tiró un beso con la mano. Después, nos cerró la puerta en la cara.
—Estas pibas son terribles, pero yo ya no cuento.
Negó con la cabeza.
—Pensá que hay treinta años de diferencia.
Volvió a golpear la puerta.
—Soy como un tío para ellas.
Trató de abrir, pero parecía cerrada con llave.
—Hija de puta.
Me agarró del hombro para que lo siguiera.
—Vení, vamos a mi camarín.
Caminamos hasta una especie de container alejado y entramos a un pequeño cuarto.
Cuando prendió la luz, una lamparita que colgaba de unos cables desnudos, vi los recortes. Las paredes estaban cubiertas de fotos, fragmentos de diarios, notas que le habían hecho hacía veinte o treinta años. Algunas, ya un poco amarillentas por el paso del tiempo. Pude leer dos títulos: “Un galán que enamora la pantalla” y “El hombre del verano”.
—Sentate.
Y señaló un banquito.
Se sentó en una silla, frente al espejo. Sin mirarme, se acomodó el pelo. En el escritorio, había veinte o treinta figuras de ángeles: de madera, de metal y cerámica. Uno tocando una guitarra, otro con un corazón, uno rezando, dos abrazados y uno, plateado, más grande que los demás.
—Vamos a hacer un pacto que nos puede servir a los dos. ¿Te parece bien?
Asentí.
—Te voy a contar muchas cosas y vos podés publicarlas donde quieras. —dijo—Con una condición: yo después salgo en la televisión o en algún programa de radio y digo que todo fue sacado de contexto. Así armamos un poco de ruido.
Le dije que me parecía bien.
—Si querés, podés grabar.
—No tengo grabador.
—Da igual —dijo y empezó a contar el viaje a la playa francesa en donde había conocido a un director de cine famoso.
—Me dio la mano pero no me invitó a sentarme —siguió—. Ahí le dije que yo era tan fanático de él que le había puesto su nombre a mi hijo.
—¿Tenés un hijo?
—No. Era todo mentira, pero sirvió porque después pasé una semana en su yate, lleno de minas desnudas.
Me sonrió.
—¿Comiste?
Negué con la cabeza.
Se puso de pie y agarró una caja que estaba en el suelo. La abrió: había una mitad de pizza, dura, que parecía de hacía varios días.
—¿Una porción de muzzarella?
—No.
Se quedó en silencio, masticando la pizza que le costaba tragar. Comía nervioso, como si alguien lo estuviera apurando.
—¿Qué sabés de mí? —preguntó.
Sin esperar mi respuesta dijo que de él se decían demasiadas cosas.
—Te voy a contar una verdad que nunca dije.
Se acomodó el pelo y con la mano derecha tocó la cabeza del angelito plateado, que era más grande que los demás.
—Equilibrio, equilibrio —repitió en voz baja.
—¿Qué?
—Nada.
Me miró a los ojos y sonrió. Me sorprendió el azul intenso.
—Cuando la policía hizo el allanamiento en mi casa, descubrieron la balanza. Estaba todo el día duro: qué mierda me iba a importar una balanza.
Se rió fuerte.
—Los medios me acusaron de dealer, pero ¿cómo iba a vender droga si era lo que yo más amaba en el mundo?
Al hablar, escupía pedacitos de orégano. Sin embargo, no me corrí ni le dije nada.
—Igual hay algo que admito: Si alguien me hizo una cama, yo le puse el colchón.
Con las manos, se peinó mirándose al espejo.
—¿Me quedó bien el carmelazo? Estaba lleno de canas.
No le respondí, pero en ese momento la bronca empezó a transformarse en otra cosa.
—¿Qué edad tenés vos? —dijo—. Cuando fue el operativo yerba blanca no habías nacido.
Golpearon la puerta.
—¿Pedro? ¿Están ahí?
Abrió. La chica del corpiño dorado nos sonreía.
—¿Tenés un segundo? Te quería pedir algo.
—Ya te dije que no, Clara.
—¿Y tu amiguito? ¿No tendrá?
—Basta.
Le cerró la puerta en la cara.
—¡Viejo puto! —gritó ella desde afuera.
Él se levantó, acarició la cabeza del angelito plateado y salió. Me pareció que con actitud violenta, pero me asomé y vi cómo la abrazaba. La chica le decía algo al oído.
Después, ella se fue y él volvió a sentarse frente al espejo.
—A veces, lo que necesitan las minas es que las escuches —dijo—. Acá uno se siente muy solo.
—¿Y qué hacés en el circo? —pregunté—. ¿Actuás?
—Ya no. Me muestro con las chicas y hago algunos chistes.
Agarró el angelito plateado.
—Soy como un león viejo: inofensivo.
—Pero comiste bien...
—No me puedo quejar —se rió.
Tuve ganas de pegarle.
—Igual, no todas son rosas. Vencer la adicción cuesta.
Dejó el angelito en el escritorio.
—Pensá que yo vivía de ella.
Cambió la voz. Empezó a hablar en un tono más serio, casi preocupado. Dijo que hacía rato había dejado la noche. Al principio, apostaba a la quiniela la cantidad de días que llevaba sin consumir: después, se dio cuenta de que hacer eso era seguir en el problema. Ahora, no apostaba más. Se acostaba a las doce, se dormía a la una. No le gustaba ir a cumpleaños, fiestas ni whiskerías. Si iba un rato, se aburría y volvía temprano.
— Me falta el vaso, el faso, la motivación.
—Y a cambio, ¿qué ganaste?
— Recuperé a mi hija: al menos, ahora me atiende el teléfono.
Le hizo una mueca al espejo.
—¿No te hablaba?
—Se había enojado: viste cómo son las minas. Pero ahora aprendí a quererme.
—Entiendo.
—Aunque, a veces, si me siento solo salgo a dar una vuelta por el barrio y camino hasta que alguien desde un auto me grita: “¡Pedro!”. O voy a algún negocio a comprar algo: la gente me reconoce.
Levantó la mano e hizo un ademán como si saludara a alguien que estaba muy lejos.
—Y le presto atención a cosas que antes se me pasaban. Colecciono angelitos: mirá.
Volvió a agarrar la figura que era más grande que las demás.
—Ésta es de plata. Está bendecida por el Papa.
—Padre santo —dije yo.
—Sí. No creo mucho en esas cosas.
—¿En la paternidad?
—En la religión no creo mucho. Me lo regalaron.
Me la acercó, pero no lo suficiente como para que la agarrara.
—Un amuleto. Me sirve mucho para sobrellevar la abstinencia. Cuando estoy mal, le hablo y me equilibra.
Le dio un beso y la dejó en el lugar de donde la había sacado.
Asentí.
—Y también leo mucho en internet.
— ¿Qué leés?
— Cosas que la gente no busca.
—¿Como qué?
—Por ejemplo… —se le iluminaron los ojos y levantó la voz— podría desafiar a alguien a que encuentre una palabra del castellano que rime con indio. Porque sé que no existe…
—Mirá.
—O le diría rápidamente que en las cartas de póker, uno de los reyes tiene bigotes. Me tienen que decir de qué palo es.
—No sé.
—Yo tampoco sabía.
—¿Y cuál?
—Ahora no estoy muy seguro: el de picas o el de trébol —dudó—. El de corazones no es.
—Vos no te acordás de Mirta Lopetoso, ¿no? —dije.
El golpe en la puerta me asustó.
—¡Pedro!
—¿Qué pasa?
Abrió. El albino dijo que en quince minutos arrancaría la función y que le quería preguntar algo. Pedro salió y me dejó solo en el camarín.
—¿No querés la última porción? —dijo al volver.
Me acercó la caja de la pizza.
Le agradecí.
—¿Que me preguntabas?
—Ya está. No importa.
—Disculpame. A pesar de los años, sigo sintiendo la adrenalina de la función. ¿Por qué no te quedás? Te invito la entrada.
—Bueno.
—Asì después charlamos tranquilos.
Me acompañó hasta la carpa. Me senté en una de las sillas de la primera fila, al lado de una pareja de viejos. La mayoría de las butacas estaban vacías.
Esperé que se fuera a su camarín y busqué a la chica. La encontré fumando afuera. Le pregunté si estaba bien.
—Me dijo Pedro que estás con problemas de drogas. Cuidate. Tratá de no consumir tanto...
—¿Eso te dijo este sorete?
Tiró el cigarrillo al piso y entró. El ruido áspero de los tacos sobre la lona.
Volví caminando por la playa. Me acerqué al mar y dejé que el agua me mojara las zapatillas. El sol se estaba poniendo detrás de unas nubes. Teñía el cielo de un naranja intenso y luminoso. Metí la mano en el bolsillo del pantalón y agarré el angelito. Pensé en mamá y en lo que ella le hubiera dicho: tomé carrera y lo revoleé lo más lejos que pude. Un reflejo lo hizo brillar, justo antes de que se hundiera entre la espuma.