Ser el precursor de algo en una ex colonia te pone en un lugar peliagudo. ¿Te recuerdan por ser el primero o porque hiciste bien las cosas? ¿Por inaugurar la actividad o por calidad? ¿El primer arquitecto de Ghana era un buen arquitecto? ¿Y al primer pediatra de Samoa lo querían los chicos? Esto tiene sus matices, como los que aportan Sor Juana o el Inca Garcilaso, parados sobre culturas inmensas y potentes, pero la pregunta afecta a muchos. Como a nuestro primer pintor, Prilidiano Pueyrredón.

Prilidiano fue el hijo tardío y único de Juan Martín de Pueyrredón, el ex Director Supremo de las Provincias Unidas, en la Gran Aldea de 1823, y la política marcó su vida de un modo que hoy cuesta entender. Por ejemplo, su padre había hecho fusilar, entre otros miembros de la Conspiración de Alzaga, a Francisco Tellechea, pero diez años después se casó con una de sus hijas, María Calixta. El ya tenía 45, ella figura en el acta como "mayor de trece años". La pequeña familia tiene dos casas, una de ciudad en Reconquista y Piedad, hoy Bartolomé Mitre, y otra en la quinta de San Isidrio, Bosque Alegre.

El niño, a la manera de la época, es educado más en casa que otra cosa y sólo entre 1833 y 1834 aparece registrado en el Colegio de la Independencia, con buenas notas en inglés, castellano, latín y matemáticas. Al año siguiente, la familia se exilia: Rosas acababa de recibir la suma del poder y arrancaba su período estalinista, de divisa punzó obligatoria y arrestos sumarios. Al ex Director Suprema no lo van a buscar porque todo el mundo estaba en la duda: ¿era una víctima de Rivadavia, que lo desplazó de un codazo? ¿O era el que nos encajó al socio fundador de los unitarios? Por si acaso, los Pueyrredón se van a Francia, donde Prilidiano retoma los estudios y pasa los veranos en Cádiz, pagos de las familia materna.

En 1841, se trasladan a Río, punto de concentración de exiliados de la época. Como los Pueyrredón eran prácticamente franceses, Rosas les había confiscado los bienes como castigo a los bloqueos navales. Las primeras obras que se conservan del joven artista son acuarelas de esta estadía, nada notables pero de mano entrenada. Los trámites y apelos al gobierno argentino resultan en nada, y la familia se vuelve a París donde Prilidiano empieza a estudiar arquitectura e ingeniería, por entonces alegres ramas de las artes plásticas.

Recién en 1849 vuelven a Buenos Aires y, sorpresa, no sólo les devuelven todo sino que se enteran que sus propiedades fueron bien administradas y hay dinero en el banco. Pueyrredón padre muere, es discretamente enterrado -nada de funerales de Estado- y el hijo queda al frente de la pequeña familia. Y en 1851 hace su primera obra como arquitecto, encargo de su amigo Miguel Azcuénaga y preservada como la Quinta Presidencial de Olivos. El otro hito es el famoso retrato de cuerpo entero de Manuelita, la hija de Rosas, una chupada de medias de un comité ciudadano que nos dejó un cuadrazo, todo punzó y mirada penetrante.

Prilidiano empieza a pintar retratos de excelente hondura psicológica. Uno se convence que mejor no cruzarla a Manuelita, la de nariz rosadita y sonrisa falsa. Pero uno le prestaría dinero Santiago Calzadilla y no quisiera tenerla de madre a Cecilia Robles de Peralta Ramos, que posa con su hijo como si tuviera la escritura y no el amor. Rosa Anchorena Ibáñez odia al mundo, que le ha hecho mal, Miguel Azcuénaga es de los que les gusta gritar y, si cabe, echar algún empleado, y a Manuel Ocampo nada ni nadie puede tocarlo.

Son, claro, retratos de levita y corbatines negros, vestidos victorianos de los que no dejan respirar, pero perfectamente contemporáneos en su perceptividad. Son gente, que seguía otras modas y pensaba diferente, pero gente, y esto es la marca de un artista que trasciende sus problemas con el escorzo -esos brazos medio tubulares- y las proporciones algo cabezonas. 

Pero donde Prilidiano nos deja un tesoro realmente de "primer artista" es en sus pinturas camperas, que recogen un universo bonarense tan extraño, tan de antes, que hasta nos cuesta darnos cuenta de la diferencia. En 1861, el todavía muchacho se va a ver un rodeo en alguna parte al oeste de la ciudad, lo que termina en una tela de raras proporciones, 76 por 166, cosa que no se le vaya todo en cielo, que se llama simplemente El rodeo. 

Lo que se ve es engañosamente simple: a la derecha, algunos cientos de cabezas de ganado, ordenados por una docena de paisanos y con uno que casi se escapa del marco persiguiendo una vaca. A la izquierda, atrás, más ganado que va llegando y en primer plano tres figuras, el patrón, de levita y buen sombrero, y dos gauchos de chiripá, uno en pie y cinchando a su petiso. Al conjunto lo unifica un cielo dramático de nubes y un horizonte fuerte. A mano derecha, para darle un poco de ritmo y profundidad, se ve un arroyito muy bien logrado, con sus yuyos y barriales.

La cosa está en lo que no se ve, en lo que no está y para nuestros ojos contemporáneos debería estar. El horizonte campero de Prilidiano es una línea horizontal y nada más. No hay árboles, es un mar de pasto donde lo único que se destaca es el jinete. Como para dar una pista y una escala, muy a la derecha se adivina más que se ve una pequeña arboleda de algún asentamiento.

El mismo año, el artista hace una suerte de pendant o primer plano de la misma situación con Un alto en el camino, el más famoso cuadro de postas de nuestra historia. Nuevamente la medida es rara, elongada, aunque aquí cabe más cielo todavía que en El rodeo. La mitad izquierda es casi abigarrada, con un ombú de protagonista, una jovencita con vestido amarillo tomando mate, un rancherío muy prolijo con dos viejos de pie, y varios jinetes llegando, desensillando o yéndose. El juego de luz destaca a un paisano impecable, todo de marrón con sombrero, camisa y botamangas de vainilla blanca, que se acerca a saludar a la jovencita.

A la derecha hay menos gente, pero el conjunto se balancea con la dura y fuerte forma de una carreta de bueyes, de pajón trenzado y techo de lona, de la que baja una familia a la que se le ve el cansancio en las poses y las caras. El conjunto tiene dinámica por la fuerte diagonal del camino, que apunta al centro exacto de la tela y se repite, como un eco, en la jovencita y su pollerona al pie del ombú. Y nuevamente, todo está atado por el rotundo horizonte pelado. A la izquierda hay un ombú, a la derecha un asomo de un montecito alto, por el medio alguno que otro árbol puntuando la línea, tan pocos que se los podría contar.

Lo que nos retrata Prilidiano es nuestro campo como fue antes de ciertas novedades. ¿Por qué hay una posta justo ahí? Porque hay agua, como sugiere la rueda de molino del ranchito. ¿Por qué hay alguno que otro árbol en el horizonte? Para saber dónde hay aguadas, que te marcaban las etapas a caballo. Es el campo antes de las bellas barreras contra el viento de casuarinas y eucaliptos, antes de la chacras con accesos enfilados de cipreses, antes de los parques alrededor de las casas para tener menos calor. Antes del almbrado y antes del molino de agua, que puso el agua donde la quería el paisano.

Seguro que Prilidiano ni se dió cuenta de lo que estaba fijando, más interesado en que le salgan bien los caballos y en retratar al gauchaje, que en hacer futurología. Se murió a los 42 años, diabético, solterito y con fama de mujeriego porque pintaba desnudas a chicas blanquísimas y demasiado sonrientes.