Entrar a la plaza Mitre, de Zárate, con una cámara colgada en el cuello, es una pruebita sin ninguna fantasía: sos extranjero, sos el desconocido en un pueblo donde todos se conocen. Mirás con expresión de amable, o de boludo y te hacen notar que no, que con ellos no. Te devuelven la mirada con la cabeza hacia atrás y el mentón huidizo. Acá se desafía al que venga a joder la calma.

Sentados en las mesas de la vereda del bar Plaza, a una mesa de distancia de los viejos habitués de siempre, tratamos de escuchar sin que se note. Nada más inútil: nos prestamos atención y lo sabemos. Hay un pacto silencioso entre nuestras curiosidades. Así que dejarán por hoy su narcicismo rural de whisky y hectáreas y hablarán de la necesidad de una justicia en la que no creen. Lo dicen en voz alta para que nos quede claro.

Cayeron unas gotas que anuncian lluvia, pero nadie se mueve de estas dos mesas.

El prejuicio amable y pueblerino de siempre se alimentó y creció con el nuevo complejo que ni crearon ni pidieron y las miradas de los de afuera los interpela sin derecho y los pone a la defensiva.

Una mujer que viste un luto por alguien que vivía a cien kilómetros y que no conoció, camina por la esquina frente al bar, pasa por la placa de honor al Che Guevara, sigue frente al busto del socialista Palacios, se persigna a la altura de la iglesia que está vacía y atraviesa en diagonal la plaza poblada solo por un silencio cargado de premoniciones oscuras: de golpe es habitante del pueblo de los victimarios. Y pesa. No importa que siendo las siete y veinte de la tarde el reloj de la iglesia marque las doce y media para siempre. Este nuevo tiempo bajo la lupa de medio país, pesa y hace que el tiempo se arrastre más lento todavía.

Por la ferocidad atroz de unos muchachos del pueblo que asesinaron a golpes a un joven a la salida de un boliche, hoy todo el mundo habla de Zárate, de los zaratéños y ellos quieren hablar también, y con derecho. Saben que desde el asesinato de Fernando, pasaron tres años y que las flores de esa tumba precoz tuvieron tiempo de pudrirse, secarse, ser en un manojo seco del que solo quedó una cinta morada sobre el polvo en que el ramo tuvo también tiempo de convertirse mientras algunas lágrimas no se secaron jamás. Y en toda esa eternidad de dolor nadie pidió perdón, ni disculpas, ni nada. Solo un silencio provocador y cocorito que dejaba clara la obscenidad de la costumbre de ser inmune, impune.

En la plaza donde conviven cuatro palmeras reales asimétricas con una fuente de agua que cambia de color, las banderas están a media asta, y no hay un solo cartel de “justicia por Fernando” entre tantísimos carteles que piden justicia por otras causas.

A las siete y media comenzó a juntarse gente. Y ahora sí, quieren hablar. Lucia se transforma en la posibilidad de ser el altavoz de esto que pasa. Ahí hay puteadas, aclaraciones, mezcla de temas varios hasta que arranca la marcha pidiendo justicia.

Una mujer joven con un niño en brazos y un cartel me mira y entiendo que quiere que la fotografíe. Click. Y sigue andando. Un nene de unos nueve años que sostiene un cartel no aguanta las lágrimas.

A media marcha una mujer muy viejita se sienta, se pasa la mano por la frente, mira pasar a la gente a la que no le puede seguir el ritmo. La miro. La apunto con la cámara. Pone su mano para evitar la foto y me llama con un gesto de cansancio y apuro. Está muy agitada y le veo en la cara ajada por el tiempo que es otra zarateña que carga con una culpa que no le pertenece, y sentada como está, levanta la mirada hacia mí y se apura a hablar como si de eso dependiera su vida: “Señor, usted que es periodista de Buenos Aires, vaya y dígales que esos jóvenes son una vergüenza, son pandilleros con plata, pero vaya rápido y dígales a todos que nosotros no. Que nosotros no somos eso. Por favor señor, dígales así, dígales que nosotros no somos eso”.