En noviembre de 2018, el mundo conoció a He Jiankui porque, a través de YouTube, el apodado “Frankenstein chino” comentaba los detalles de un experimento revolucionario. A través de las tijeras genéticas (Crispr Cas-9), había conseguido modificar los genes de embriones humanos y evitar que gemelas nacieran con VIH. A pesar de que la noticia, en primera instancia, parecía transformar por completo el campo de la medicina y abría las puertas de una nueva era, al poco tiempo se supo que el equipo de la Southern University of Science and Technology of China había infringido todas las reglas bioéticas habidas y por haber. Tras ser denunciado, en 2019 fue declarado culpable por un tribunal de Shenzhen y debió cumplir tres años de prisión. En abril de 2022 fue excarcelado y lo primero que hizo fue montar una empresa de base tecnológica para curar la distrofia muscular de Duchenne. En redes, vuelve a mover el avispero y solicita fondos para el objetivo que planea conseguir en tan solo tres años.
A pesar de que el encierro y la sanción moral de la sociedad parecen no haber doblegado su voluntad, en una entrevista reciente con El País (España), confiesa: “Hice las cosas demasiado rápido. Mis próximas investigaciones serán transparentes y abiertas a todo el mundo”. Lo cierto es que su caso fue tan rimbombante que en diciembre del año pasado se estrenó Make people better, un documental que profundiza en su trabajo, y en las luces y las sombras de este campo del conocimiento en plena ebullición.
A la fecha, no se supo más nada de las gemelas editadas genéticamente. Mientras que algunos colegas lo señalan como un pionero, otros apuntan a He Jiankui y lo comparan con los médicos nazis. Controversias y muchas preguntas en torno a un problema bioético que tendrá lugar en los próximos años: ¿Por qué no es posible propiciar mejoras en humanos si se evitan problemas de salud? ¿Qué conflictos envuelven estos avances tecnológicos? Si las científicas que desarrollaron las tijeras genéticas fueron reconocidos con el Nobel de Química en 2020, ¿por qué este investigador chino fue encarcelado por ponerlas en práctica? Pensar que su accionar fue adecuado es tan erróneo como tildar a este científico como un lobo solitario: el sistema capitalista engendra --como no podía ser de otra manera-- una ciencia capitalista.
¿Héroe o villano?
Emborrachado de emoción, en noviembre de 2018, He adelantó la noticia por YouTube y luego presentó “su logro” en una cumbre de expertos celebrada en Hong Kong. Estaba exultante, se creía el protagonista de una hazaña científica, que lo volvería una pieza fundamental de la historia del Siglo XXI. Por aquella época nacieron Lulu y Nana, las gemelas modificadas genéticamente por el grupo de la Southern University of Science and Technology of China. El objetivo era claro y, a primera vista beneficioso, en la medida en que los científicos buscaban que las hermanas desarrollasen inmunidad frente al virus del VIH que tenían sus padres. Tras su experimento, como ambas estaban en perfecto estado de salud, creía que el propósito se había cumplido.
La noticia recorrió el mundo porque se trataba, al menos en la esfera pública, del primer caso de bebés de diseño, moldeados a la medida del escultor de turno. Para cumplir con el desafío, el equipo de investigación recurrió a las famosas “tijeras genéticas”, técnica reconocida en el mundillo del conocimiento como Crispr/Cas9: una herramienta que permite editar genes a gusto y piacere de quien lo ejecute. Quitar el que sobra, sumar el que falta, corregir el que se necesite; todo con precisión de relojero.
En tal sentido, a pesar de que las tijeras prometen transformar para siempre el campo de la biomedicina (de hecho, sus descubridoras, Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna, recibieron el Nobel de Química en 2020), sus potencialidades están por verse. Como toda herramienta novedosa, aún es necesario calibrarla: en el procedimiento, sin quererlo, se podría modificar sitios del genoma en una región no deseable. Esto es: podría haber generado problemas donde antes no los había. Por aquella época, el reconocido científico del Conicet Alberto Kornblihtt sentenciaba a Página 12: “Lo que menos necesita el mundo es editar el genoma de los que están por nacer, ya que hay mucho que hacer con los que ya nacieron”.
El problema fue que el Frankenstein chino fue demasiado lejos. Sus ansias de reconocimiento lo condujeron a ignorar todos los manuales de ética. El científico fue acusado de falsificar documentos y engañar a parejas que se sometieron al ensayo (violando así el consentimiento informado); al tiempo que su trabajo no fue evaluado por ningún par (al no ser publicado en ninguna revista académica del rubro). El debate fue tal que una centena de colegas difundieron una declaración que describía la irresponsabilidad del acto, que se sintetizaba como “una locura”. Para colmo, durante el proceso, también se supo que había una tercera niña que había atravesado un suceso similar.
En diciembre de 2019, el genetista y su equipo fueron declarados culpables por un tribunal de Shenzhen y, como castigo, debieron abonar tres millones de yuanes (430 mil dólares) y cumplir tres años de cárcel. Tras la pena, en abril de 2022, salió de la cárcel y lejos de alejarse del campo científico reunió fondos para crear el Instituto de Investigación de Enfermedades Raras. Desde la capital china, en una nota publicada de manera reciente en El País (España) asegura que su laboratorio se enfocará en tratar “a niños y adultos, pero no embriones” para curar enfermedades de origen genético, en especial, la distrofia muscular de Duchenne. Esta vez, sin embargo, por lo menos exhibe cautela: “Todos los avances serán publicados en redes sociales y habrá un equipo internacional de científicos que revisará nuestro trabajo”.
Conflictos, preguntas e incertidumbres
La postura de He Jiankui alimenta los fantasmas del determinismo genético y propone la subversión del proceso evolutivo. En concreto, ¿qué pasaría si las enfermedades, las afecciones y cualquier problema que afectase la salud, desapareciesen de la faz de la Tierra? Está claro que la ciencia camina hacia esa meta de manera desesperada y se invierten miles de millones de dólares al año. La solución hipotética resulta positiva.
Ahora bien, se abren algunas preguntas: ¿para qué incrementar la esperanza de vida? ¿Toda la humanidad podrá acceder a esos beneficios que brindará la ciencia? ¿El próximo paso es la inmortalidad, tal y como postulan algunos historiadores y pensadores (entre los que se destaca el best seller Yuval Harari)? ¿Y si en realidad dejar de morir es el último escalafón para que los humanos derriben el último resquicio de humanidad que les quedaba? Aunque solo parezca un sueño (o una pesadilla), cada vez está más a mano el paisaje posapocalíptico en que la ciencia provee soluciones que parecen sobrenaturales. Soluciones que, sin embargo, solo estarán al alcance de algunos; precisamente, de los mismos de siempre: de las familias millonarias, miembros de la aristocracia e individuos que reposan en los círculos de poder. La ventaja genética solo en manos de quienes tienen dinero.
A los ojos de la historia, fenómenos que en el pasado fueron censurados, en el futuro podrían aceptarse con total naturalidad. Ello, por supuesto, no implica que estén bien o que estén mal, pero funcionan como termómetro del escándalo. Los que están favor de este tipo de acciones, a pesar de la cautela, advierten que aquello por lo que He Jiankui fue encarcelado podría resultar verdaderamente revolucionario. ¿O acaso cuando en 2020 se entregó el Nobel a las creadoras de Crispr Cas-9 no se celebraban las potencialidades de estas tijeras genéticas en el campo de la salud? En definitiva, el mismo consenso científico que entregó el galardón a unos, encarceló a otros.
Por el momento, las terapias génicas para tratar enfermedades poco frecuentes tienen precios exorbitantes. Los avances en esta línea son deseables. Pero no a cualquier costo. Para eso existe la bioética: para que alguna vez los fines dejen de justificar los medios.