Babylon
(EE.UU., 2022)
Dirección y guion: Damien Chazelle.
Música: Justin Hurwitz.
Fotografía: Linus Sandgren.
Montaje: Tom Cross.
Intérpretes: Brad Pitt, Margot Robbie, Diego Calva, Jovan Adepo, Jean Smart, Olivia Wilde, Tobey Maguire.
Duración: 189 minutos.
Distribuidora: UIP.
8 (ocho) puntos
Revisar la historia de Hollywood es un lugar de interés más o menos persistente, y cada tanto asoma en las propias producciones estadounidenses. Desde las tempranas remakes sonoras de películas mudas, a la consciencia que de sí mismo ese cine tuvo pronto, con Cantando bajo la lluvia (1952) como película emblema; allí, la crisis desatada por el sonido hacía desaparecer de un plumazo al cine silente. Otros films trazaron una mirada similar, sea desde esta misma crisis, como Sunset Boulevard (1950) de Billy Wilder, más la autocrítica que ya sobresalía en títulos como Cautivos del mal (1952) de Vincente Minnelli y The Big Knife (1955) de Robert Aldrich.
La mención de algunas películas permite enmarcar la tradición en la que se inscribe el desborde que es Babylon, de Damien Chazelle, músico frustrado y cinéfilo melancólico. Ambas consideraciones son ciertas. La primera corresponde a su vocación como baterista; la segunda se entrevé en sus películas. De paso, no equivocar melancolía con nostalgia, que es otra cosa. Lo de Chazelle es síntoma de alguien que siente al tiempo en la piel, que alude a la historia del cine como testimonio, para entender que esa misma fugacidad está presente, ahora. Y para arrojar una especie de piedra amable a la memoria del cine consigo mismo: La La Land no es otra cosa, quien haya visto allí homenajes se equivocó de película; antes bien, es una nota dolida sobre el recuerdo frágil que acompaña al tiempo ido, que convierte salas de cine en supermercados y nombres de artistas en marcas de perfume. Como su título indica, Babylon tiene en su ADN al film maldito de David W. Griffith: Intolerancia (1916), en donde el padre del cine norteamericano reconstruía el imperio de Babilonia.
Desde esas coordenadas, Babylon pone en escena otra vez mismos malestares, a los que disfraza de argumento, a partir de cuatro personajes que confluyen en la fiesta con la que la película abre. Es 1926 y Hollywood es un descontrol. La secuencia del comienzo es maníaca, explota en los ojos y oídos: todo es exceso, música, alcohol, droga, sexo, en la mansión de la colina. Allí recalan Manny (Diego Calva), el joven mexicano que debe hacer llegar al lugar un elefante; Nellie (Margot Robbie), la prostituta que al igual que Manny sueña con trabajar en el cine; Jack Conrad (Brad Pitt), un afamado actor que colecciona tantas botellas como mujeres; y Sidney (Jovan Adepo), el trompetista negro que integra la banda que anima la noche. La fiesta oficia como un big bang que despedirá sus esquirlas hacia el resto del film, durante el cual sus personajes se reunirán y desunirán, acunados por el manto del Hollywood naciente.
De modo simétrico, la secuencia nocturna tendrá correlato en la secuencia diurna, la del cine. Toda ella igual de demente, con varios rodajes simultáneos, al amparo de la luz desértica del sol, entre decorados contiguos y músicos que acompañan anímicamente las escenas. Un mundo donde conviven muchos otros, con acciones frenéticas, protestas sindicales, alguna desgracia imprevista. Como sea, todo debe continuar. Son muchas las referencias entrecruzadas aquí, tanto como en la secuencia de la fiesta (quien esté al tanto de personajes y anécdotas sabrá entrever alusiones a Fatty Arbuckle, Erich von Stroheim, Dorothy Arzner, Irving Thalberg, Hedda Hopper, sin olvidar un ejemplar del Hollywood Babilonia de Kenneth Anger en la mano).
Habrá que ver y entender lo que Babylon ofrece como la traslación alocada y meditada de un clima de época, comprendida entre 1926-1930. Chazelle pone en escena el desprejuicio que imperaba, previo al sonido (cuando a Chaplin, al cine, lo entendía todo el mundo; la aparición del sonido, supo señalar Walter Benjamin, coincidió con el ascenso de los fascismos), anterior al Código Hays –el manual de censura que Hollywood adopta–, y en el umbral de la Gran Depresión. En este sentido, la Babylon de Chazelle está próxima a El Gran Gatsby de Baz Luhrmann en sus momentos de efusión pirotécnica y caída. A su manera, por qué no, lo mismo hicieron Peter Bogdanovich en Nickelodeon y los hermanos Taviani en Good Morning, Babilonia; dos aproximaciones que son, cada una, una declaración de amor al cine. Estas notas de cariño, como corresponde, no están exentas de contradicciones.
Para el caso de Babylon, aparecen en el detenimiento que hace en los engranajes que cimentaron a este gran continente, cuya desmemoria consigo mismo –parece decir Chazelle, así como en La La Land– lo hace peligrar. La actriz alcohólica, el chico de los mandados, el músico negro, el actor del cine mudo; todos usados y descartados, pero tampoco ingenuos. Hay un parlamento de Brad Pitt a su esposa (altiva y teatral, que denigra al cine como género menor) que es formidable en su defensa del arte popular y su público; habrá que recordar estas palabras en virtud del destino del personaje. Otro momento similar, en tanto efusión de cariño al cine, ocurre cuando Manny explica a Nellie porqué quiere trabajar en el cine; palabras más o menos, porque es más grande que la vida.
Bien podría pensarse en Babylon como en la alucinación de quien vio Cantando bajo la lluvia en estado de éxtasis, y sintetizar al film todo en ese único momento, el del espectador (que Babylon ponga el acento aquí es todo un mérito, y da coherencia al parlamento esgrimido por Pitt), que la película pone en consideración al apartarse de las reglas formales del relato y desconectarse de la lógica causal de los hechos. Al permitirse este paréntesis (que también tiene La La Land, así como el cine de Minnelli), Chazelle logra una película dentro de otra, y alcanza una suerte de abstracción que arroja todo el desborde a un grado cero, a un barajar y dar de nuevo.