Primo Levi, el genial italiano sobreviviente del centro de exterminio de Auschwitz, dedicó mucha prosa testimonial para reingresar al mundo de los humanos a los asesinos nazis que él y tantos millones habían padecido.
No lo animaba ninguna compasión frente a los genocidas ni alguna intención solapada de habilitar impunidades: le molestaba cómo las sociedades --en la demonización de determinadas personas y en la expulsión del mundo de los “normales y buenos” de determinadas prácticas-- hacían un camino, en general inconsciente, de eliminar cualquier reflexión acerca de sus propias responsabilidades, dedicando toda la energía a extirpar de la humanidad y de la modernidad a los que ahora eran calificados como demonios, expulsados de la especie humana.
Esa intención, y no la difícil de meterse a entender por qué el horror había sido posible en Europa, el mismo corazón de la civilización, parecería ser el móvil de esa indignación tan desesperada por acotar al máximo a los culpables, poniendo toda la virulencia en un grupo determinado y en un contexto excepcional, limpiando de toda responsabilidad a cualquiera por fuera de esos bordes bien marcados.
Esa operación cultural y también geopolítica tenía un norte: la culpabilización absoluta de la generación alemana del nazismo, su demonización y su expulsión del mundo civilizado. Por otro lado, la contracara necesaria: el perdón al resto de la humanidad, sobre todo a las potencias vencedoras. Las responsabilidades del horror y la furia se descargarían bien delimitadamente en determinados cuerpos, naciones y momentos.
Mario Villani, sobreviviente de cinco centros clandestinos de detención entre 1977 y 1981 y fallecido hace muy pocos años, fue nuestro "primolevista". En su intento por humanizar a sus captores, algunos vieron equivocadamente indulgencia. Sin embargo, su denuncia y relato hacían mucho más potente la confrontación con los genocidas que la de quienes intentaban construir demonios no humanos donde había personas nacidas y criadas en la misma sociedad que sus víctimas.
Mario hablaba del Turco Julián, uno de los más tremendos torturadores --que gracias a nuestros juicios terminó sus días en prisión-- y contaba las peores aberraciones de él a la vez que nos relataba sus raptos de humanidad. Jamás salió de su boca que el Turco Julián no tenía que ir a prisión ni pagar por sus crímenes. Su intención era otra: entender de qué manera se produce un “Turco Julián”, como única herramienta para que la sociedad deje de producir asesinos como produce mercancías.
La cadena nacional a la que estamos asistiendo estas semanas en torno al juicio por el asesinato de Fernando Báez Sosa, su integración a la lógica del espectáculo y su ingreso a la lucha por el rating entre los canales nos conecta algo con todo esto.
De repente pareciera ser que toda la sociedad argentina en su conjunto tiene tolerancia cero con cualquier crimen, que los umbrales de tolerancia al horror son mucho más bajos de los que realmente son, por más que la acumulación de tantas luchas contra la impunidad por décadas nos hayan construido pisos de tolerancia que en otras sociedades son, seguramente, más bajos.
Los jóvenes que mataron a Fernando, los que miraron y avalaron el espectáculo de su martirio, los que lo filmaron y festejaron, deben ser condenados sin duda con todo lo que la ley contemple para cada una de estas acciones, ni menos ni más. Ni ejemplaridad ni agravantes que no existan.
La demonización siempre es funcional a la pereza intelectual y a la moral que no desea ser interpelada, a los que quieren evitar preguntas comprometedoras. Ellos ocho, con la misma lógica de concentrar la furia y aplicar el castigo lo más preciso posible, pueden ser no todos sino sólo los que ocasionaron en forma directa la muerte. Lo que no aparece, más allá de la condena, es la cadena de responsabilidades, el entorno en el que esos pibes crecieron y se formaron. Esa furia asesina no nació en el verano del 2020.
Una buena parte de nuestra sociedad, que contempla y se indigna conducida por sus medios de comunicación, también produce esa misma operación de acotar responsabilidades y preguntas, poniendo en ellos ocho toda la criminalidad y la furia existentes en este país.
La defensa de los ocho chicos que se convirtieron un día en asesinos intenta inscribir su acción en la excepcionalidad: ahí aparecen las ideas de “tragedia”, “pelea”, “exceso de alcohol”. En cuanto a “la pelea”, en donde se intenta mostrar a la víctima también como responsable, si bien la estrategia penal sólo apunta a obtener una condena menor por homicidio en riña, tiene una funcionalidad más profunda. Haciendo un uso improvisado, pero bien incorporado socialmente producto de una pedagogía de décadas de nuestra teoría de los dos demonios, la víctima se vuelve corresponsable de su martirio.
Algo similar sucede con los femicidios, cuando algunos intentan demonizar al victimario como “enfermo”. Las mujeres alertan, en términos de Primo Levi, que es "un hijo sano del patriarcado”, no para indultar al que asesinó y diluirlo en responsabilidades colectivas, sino para interpelar a toda nuestra estructura social, que produce y acompaña al femicida hasta el momento del crimen.
¿Ahora qué decimos? ¿Es el rugby? Queda un poco chico, trasladamos la demonización a un deporte, es poco serio.
Por lo menos formulemos preguntas acerca de las familias de esos chicos, acerca de las escuelas a las que fueron, acerca de los códigos, valores y límites con los que se criaron; preguntemos por el clasismo y el racismo que subyace en la elección de la víctima, por la lógica de espectáculo con la que filmaron la paliza mortal, pero que miramos indignados todos los días en la TV.
Nuestras emociones así conducidas van para muchos lados distintos: punitivistas en este caso, indulgentes cuando aceptamos que se muestre a una piba violada y asesinada como provocadora de su violación y/o crimen o dejamos arrastrar nuestra bronca con el horrible crimen de un niño para ir contra las parejas del mismo sexo, como si en el asesinato de un niño por su padre (tantos más y en general junto con su madre) provocara que alguien cuestionara a las parejas heterosexuales como productoras de asesinatos.
Esa indignación así concebida no nos hace necesariamente mejores, ni nos aleja de la criminalidad que anida en toda sociedad. No nos inmuniza contra la estigmatización, el clasismo y el racismo.
Las condenas justas son fundamentales para prevenir. La impunidad consolida y amplifica injusticias.
Sin duda la justicia bien dictada es un paso que ordena y limita. Sienta jurisprudencia en términos sociales, o sea, precedentes. Precedentes que no impiden reiteraciones pero que van marcando los pisos y límites en los que nos movemos.
El salto como sociedad no se produce por una indignación televisada, sino por animarse a ver cuánto de nosotros hay en esos hoy victimarios y empezar a construir los anticuerpos necesarios.
Guillermo Levy es sociólogo. Profesor UBA/UNDAV.