Había escampado. Un auto pasó lento y rompió el espejo de agua que, desde hacía un buen rato, me aturdía con la luna; se oyó un chasquido pesado al golpear la rueda, luego otro más. El reflejo quedó turbio, marchito. Donde hay agua, hay pozo, me decía siempre mi viejo cuando de chico me enseñaba a manejar.
No había sido consciente del momento en que mi cabeza se había sumergido en aquel ruido blanco que por fin había acallado la obsesiva persistencia del portazo, de la espalda de Leticia clausurándose una y otra vez, y que ahora se esfumaba como se había esfumado ella. Preferiría pensar sólo en su vida; en la existencia que la contuvo, en lo esencial de su estar en el mundo que buscó hasta el último segundo el sentido que no le dieron ni las formas, ni los actos, ni los mitos, ni la moral, ni la fe religiosa, ni las relaciones, ni nada. Pero mi mente me decía una y otra vez que una vida no podía tener sentido si no lo tiene al otro extremo de la cuerda. Y era yo el sinsentido último; era mi estar inútil, ausente, culpable el que indefinía el suyo. Sólo pensaba su ausencia y era tan pesada que se extendía hasta los límites de mi propia existencia.
¿Qué sentido hubo en su muerte? Si es que murió en aquel accidente cuando trastabilló al meter el pie en el pozo de la calle, si es que fue un accidente caer bajo las ruedas del auto que la arrolló, si es que Leticia alguna vez existió. Pero si no ella, alguien me dijo aquel último día que le pesaba el mundo desde siempre, que no aguantaba más la vida, que no había podido ganarle a la tristeza ni siquiera el día que más nos quisimos. Y a alguien le grité, mientras le daba un puñetazo a la puerta, que ya me estaba hartando de ese papel de víctima, que me iba a mandar a mudar. Lo hice y me arrepentí en el momento. Y cuando quise arreglarlo no pude, cuando quise acariciarla hasta poder encontrar las palabras, abrió la puerta y salió corriendo.
¿Adónde ibas así, ciega? ¿Cómo saber nunca lo que pasaba por su cabeza? Era tan reservada. A veces la veía perderse en sus ensueños, abstraerse y desaparecer del mundo que la incomodaba. Le costaba horrores participar de una reunión, de una fiesta, aún cuando fuera la de su propio cumpleaños. No podía soportar más de media hora una conversación plagada de lugares y recuerdos comunes, como suelen ser las conversaciones livianas entre amigos. No servía para esas charlas, y entonces reía, claro, y metía alguna que otra palabra, miraba a los otros como si estuviese allí, escuchándolos, o al menos oyéndolos; pero ella se iba, encontraba un hueco nuevo dentro de ese gran laberinto que era su mente, y allí se metía, y allí husmeaba, y allí se quedaba hasta que una alarma le indicaba que era el momento de regresar. Y lo hacía, y decía su parte, su porción de lugar común, y todos contentos, todos como siempre, todos creyendo que Leticia había estado allí, con ellos.
Puedo describir los viajes de Leticia porque eran idénticos a los míos, para qué negarlo. Y en honor a la verdad, si teníamos los amigos que teníamos, en parte se debió a que no los escuchábamos durante mucho tiempo; no más de media hora. Pero qué injusto que soy con ellos. Siempre estuvieron, ellos sí. Esa es la verdad. Por eso los queríamos. Leticia los quería. Sobre todo a Laura, con quien había cursado toda la escuela, desde el preescolar hasta los primeros años de la facultad. Laura continuó los estudios, se recibió de abogada. Pero Leticia no los resistió. Se asfixiaba, continuamente debía recurrir a sus escapes mentales. Cursó dos años y un día no aguantó y se fue a mitad de una clase. Ese fue el día que la conocí. Me senté a su lado cuando la vi llorando en un banco de la plaza San Martín. Nada ni nadie que te haga llorar así vale ni un minuto de tu vida, le dije. Y ella me sonrió. Y se quedó.
Caminamos toda la tarde y muchas veces repetimos la deriva de aquél primer día hasta la casa derruida a mitad del pasaje Santa Cruz. Cuántas tardes habíamos pasado por ahí, y nos quedamos mirando la casa, imaginando no sé qué historias de sus antiguos habitantes. Recuerdo especialmente una de esas tardes: el sol ya había caído, el alumbrado comenzaba a encenderse con ese tono apenas amarillo, tres o cuatro gatos se habían animado a dejar su guarida y, curiosos, se habían acercado hasta nosotros. Leticia se agachó para acariciar al más atrevido, uno negro que se restregaba ronroneando entre sus piernas con el rabo erecto y la respiración entrecortada. Alguien cerró una puerta con estrépito y los gatos huyeron espantados. Leticia se irguió y me miró a los ojos. Se fueron, me dijo, y no fui capaz consolarla, de evitar esa lágrima que censuró pero que estuvo allí tanto como nosotros y los gatos y la puerta que los espantó. Se fueron, me dijo, y no alcancé a dimensionar el dolor que encerraba la frase. Pero igual la abracé y nos besamos. Nunca te vayas, nunca me dejes. Yo sonreí, le juré que jamás la dejaría. Ella también sonrió. Apoyó su cabeza sobre mi pecho, y así, abrazados, caminando lento, sin rumbo fijo, sin relojes apresurándonos, volvimos a casa.
Ese beso, en esa calle, a esa hora, hace dos años: ese fue el día que más nos quisimos. Sí, ese fue el día y ya la había perdido. La miraba sospechando, ahora sé que la miraba todo el tiempo porque intuía además una tristeza de belleza constante, la belleza de los espejos de agua al ras del suelo muerto de los desiertos. Ojo que donde hay agua, hay pozo, me hubiera dicho mi viejo. Pero yo la miraba y no me daba cuenta de nada. Corrían nuestras vidas y no me daba cuenta de nada. Estaba ahí pero se iba hundiendo, abstrayéndose del mundo que la incomodaba, alejándose de todo lo que la asustaba, como los gatos del pasaje Santa Cruz.