La aceitada maquinaria de marketing político de la Alianza PRO, el aparato sofisticado que le permitió a una tropa disciplinada de empresarios conseguir el apoyo popular para hacerse del control del aparato de Estado, comienza a mostrar signos de resquebrajamiento. El reino del revés discursivo, apoyado en el machacar mediático sobre la subjetividad ciudadana, encontró su límite interno en la explosiva combinación de resultados económicos negativos y paso del tiempo. Para las mayorías populares se volvió más preocupante el presente de privaciones que la pesada herencia. La respuesta gubernamental fue primero la construcción de discursos falsos sobre el devenir de la economía y luego, frente al peso de la evidencia, al viraje hacia “no hablar de economía”, el nuevo credo de la campaña oficialista. La paradoja es que el cambio de eje significa no hablar de las preocupaciones del votante, amenazado por un futuro de más ajuste, flexibilización laboral y destrucción previsional. Semejante sincericidio aparece nítido en las encuestas electorales: la única oposición real al neoliberalismo reinante le saca varios cuerpos al oficialismo, relegado a competir cómodo con su segunda marca.
El terremoto político golpea la puerta y provoca desesperación. Las formalidades republicanas se degradan. El poder judicial recurre a la privación ilegal de la libertad de potenciales “arrepentidos” para forzar “confesiones” y el poder legislativo intenta arrogarse facultades judiciales para expulsar miembros. La sombra de Brasil. La prensa hegemónica redobla esfuerzos para hacer realidad su deseo más húmedo: el encarcelamiento de la principal figura de la oposición. Nadie parece advertir el riego democrático de tanta anomia, del todo vale si las relaciones de poder momentáneamente lo permiten.
El sustrato del revuelo es material. Está en marcha una crisis económica, probablemente de magnitud. Su proceso ya es irreversible. A simple vista el volcán luce inmóvil, pero en su interior acumula presión. Una muestra la brindó el precio del dólar, que subió 9 por ciento en los últimos dos meses. En medio de una política monetaria ultra restrictiva, en la que debió subirse nuevamente la tasa de referencia, para julio se prevé una inflación en torno a los dos puntos, la que, en un improbable escenario de estabilidad hasta diciembre, rondará el 25 por ciento anual, bien lejos de la meta de 17 que se propuso el BCRA. La teoría oficial para explicar la inflación falló otra vez. El “éxito” para regresar a niveles de 2015, en el mejor de los casos y luego de los 40 puntos de 2016, se basó en el comportamiento de dos variables: mantener la baja de salarios del año pasado a raya y el dólar planchado. El segundo componente desapareció en los últimos dos meses y julio mostrará un nítido traslado del valor de la divisa estadounidense a precios, lo que se sumará al aumento de otro precio relativo, el de los combustibles.
Al margen del amplio grado de autonomía que tiene el Banco Central para promover la entrada de divisas, lo cierto es que se sigue alimentando una gigantesca masa de deuda en pesos –en Lebacs– que frente a un cambio de escenario, puede salir de su posición e ir a dólares presionando sobre la cotización. Esta amenaza latente es la trampa y el gran riesgo de sostener elevados rendimientos financieros que, al mismo tiempo, frisan la economía real. En paralelo, el fuerte endeudamiento externo comenzó a generar, apenas pasado un año, una bola de nieve de intereses que, bajo el actual esquema de “dominancia de deuda externa”, mal llamada “monetaria”, retroalimenta el déficit fiscal y la necesidad de nueva deuda en divisas. El citado esquema es una decisión de política y no un imperativo económico.
La gran acechanza, la que antes o después hará estallar el volcán, es que todo el esquema depende de continuar endeudándose en divisas. Ni siquiera en el mediano plazo existe una proyección que reduzca esta dependencia. Como lo refleja el déficit estructural de la Cuenta Corriente del Balance de Pagos, la economía necesita muchos más dólares de los que genera, situación que antes o después, repercutirá en la cotización del billete verde, es decir en la estabilidad macroeconómica. El ciclo que se desatará es tan conocido como inevitable: devaluación, inflación, baja de salarios, retracción del consumo y caída del PIB, con cuenta a la estabilidad política. Seguir bajo el esquema de tomar deuda que no se destina a la creación de condiciones para su repago sólo patea la pelota hacia adelante recreando la dependencia con el capital financiero, imposible una política peor.
Pero la política económica es apenas una sumatoria de instrumentos. Lo que está por detrás de estos procesos son las relaciones de poder: la lucha por la apropiación del excedente, la distribución del ingreso generado en el momento de la producción. Y estas relaciones presentan menos matices que los instrumentos empleados: un gobierno de grandes empresarios ligados al poder financiero beneficia las ganancias del gran capital y del poder financiero global y desplaza el poder adquisitivo del salario. Este es el saldo evidente de la lucha de clases desde diciembre de 2015.
En el transcurso del mes 20 del gobierno neoliberal las pruebas están en los números, aunque como destaca el último informe de la consultora PxQ, hasta octubre se vivirá una leve impasse de “populismo electoral” vía instrumentos como los descuentos de 1500 pesos sobre gastos de 3000 en supermercados, con cargo al Banco Provincia y ganancia de los supermercados, y con los créditos sobre la AUH, que significarán contracción del consumo post electoral, maquillajes al paso con gusto a poco y alcance parcial. Los temblores reales comenzarán a sentirse después de octubre. El terremoto no tiene fecha precisa. Como suele suceder en el campo de la geología, solo se sabe que ocurrirá.