¿Qué es lo que nos atrae de las ballenas? ¿Por qué cada año cientos de miles de turistas viajan especialmente hasta aquí, a Puerto Madryn, para verlas? ¿Cuál es el secreto encanto que tienen estos mamíferos colosales, que despiertan todo tipo de onomatopeyas -gritos de júbilo, llantos, suspiros, ternura, sorpresa y emoción- en los pasajeros que se aventuran en lanchas, catamaranes y semirrígidos, muchos de ellos especialmente diseñados para el avistaje?
Claudio Nicolini es el capitán de la embarcación Islas Malvinas, de la operadora Southern Spirit, una de las seis empresas que realizan esta actividad en la Península Valdés, a cien kilómetros de Puerto Madryn. La península, declarada Patrimonio Mundial por la Unesco desde el año 1999, es una lengua de tierra de cuatro mil kilómetros cuadrados, conectada al continente por el istmo Ameghino. Concentra su población en el pequeño pueblo de Puerto Pirámides, que tiene unos 700 habitantes y recibe anualmente unos 350.000visitantes, atraídos por el fenómeno que provocan las ballenas. Desde aquí zarpan las excursiones, que duran aproximadamente una hora y media.
Nicolini trabaja hace más de quince años comandando estas naves que día a día -siempre entre los meses de junio y diciembre, que es la época de avistaje- surcan las aguas color azul intenso del Golfo Nuevo, rodeadas de formaciones rocosas que semejan pirámides, de donde deriva el nombre del pueblo
“Lo más lindo de esta actividad es lo sorprendente que es. Todos los días se ven cosas diferentes. No hay una sola excursión en la que veas lo mismo. A veces hay mucha actividad, mucha sorpresa, como nos pasó hoy -dice al finalizar el paseo-. Y a veces solo ves a las ballenas navegando, que es lo normal en esta especie. Pero hoy tuvimos mucha suerte con los comportamientos que vimos”.
Y sí, es cierto: el avistaje matutino, amenizado bajo un sol generoso que ayudó a templar el frío patagónico, las aguas medianamente calmas y un viento que sopló leve, fue rico en saltos y coletazos, un show a pocos metros de la embarcación. Varias ballenas se acercaron, muchas de ellas ya con sus crías. La salida fue, literalmente, una fiesta. Turistas, fotógrafos, guías, capitanes y marineros, todos contentos.
REGRESO Poco después, al volver a tierra firme, comenzaría a entrar el viento norte. El plan era almorzar y volver embarcarse un par de horas después pero, advertidos de que soplaría con fuerza, embarcamos inmediatamente. El avistaje, en este caso, ya no fue igual. Con viento intenso y el agite de las aguas, las ballenas modificaron su comportamiento: y si bien se acercarían en buena cantidad a curiosear al lado de la embarcación, el festival de salto y exhibición de colas ya no sería el mismo. De todas maneras, siempre es gratificante ver esta criaturas tan cerca. Se trata, simplemente, de una cuestión de suerte.
“Este es su hábitat natural, no es un zoólogico, siempre hay que tener en cuenta eso”, resalta la guía de turismo Graciela Briozzo, de la agencia Cuyun Co.
“Yo le explico a la gente que siempre es distinto, hasta cuando están descansando o durmiendo, porque de esa manera te permiten tenerlas a su lado -me había dicho en otra oportunidad el capitán Pablo Martin, que comandaba el bote Pinino VI-. Un día podés ver algo maravilloso y al otro día, también. Si no te mostró la cola, pegó un salto, te encontrás con un grupo de cópula, o un cachorro se rascó el lomo con la embarcación. Un simple roce es como una caricia”.
Muchos de sus comportamientos son un misterio, o conjeturas de capitanes, guías de turismo y hasta científicos, que comenzaron a investigar este cetáceo que puede llegar a medir diecisiete metros de largo y pesar unas cuarenta toneladas recién en la década del ‘70. Se sabe, por ejemplo, que se alimentan de krill durante su estadía en la Antártida, lo que les permite crear una gran capa de grasa que conservarán durante su estadía en estas aguas, donde no se alimentan. Se sabe, también, que existe esta especie de ballenas, la franca, tanto en el hemisferio norte como en el hemisferio sur, pero no cruzan la línea del Ecuador. En el norte, según precisa Graciela, la guía que nos acompaña, hay pocos ejemplares: son alrededor de trescientos y su población no aumenta. En el sur, se dice que hay entre trece mil y diecisiete mil, que se reparten entre Madryn, Sudáfrica, Nueva Zelanda y las costas del sur de Brasil principalmente.
Y Madryn es, sin dudas, uno de los mejores sitios del mundo para contemplarlas. “La diferencia que tenemos acá con respecto a otros lugares, por ejemplo en Chile, donde viajé a ver ballenas azules, es que esta especie pasa mucho tiempo en la superficie, mientras que otras pasan más en el fondo. Un avistaje te da garantías de ver ballenas y observarlas mucho tiempo”, precisa Nicolini.
Y es por esa misma razón que a la especie se la conoce como franca austral, tal cual explica el mismo capitán: “El nombre responde a la ballena ‘correcta’ en inglés, porque para los arponeros eran simples de cazar, flotan con facilidad y podían matar varias y faenarlas ahí mismo, enseguida”. Además, como suelen nadar muy lentamente -aunque también pueden hacerlo a gran velocidad- amén de que son curiosas, resultaron por mucho tiempo un blanco predilecto.
Es por eso que antes de ser protegidas estuvieron en serio peligro de extinción, pero la amenaza continúa: aún existen balleneros japoneses que andan tras ellas, ya que su carne es muy preciada en la tierra del sol naciente.
“Las ballenas generan una conexión muy fuerte. La gente aplaude, y algunos hasta lloran de la emoción. Debe ser el tamaño o lo sociables que son. Cuando uno llega a interpretarlas, se da cuenta de que hay una especie de sentimiento que no sabría cómo describir. El bicho es curioso, vienen a verte, a saludarte, eso es lo que me atrae”, me dijo años atrás el capitán Pablo Martín.
“Los grandes cetáceos emocionan. Encontrar ejemplares más grandes que la embarcación, tenerlas tan cerca...Yo me sorprendo todo el tiempo con su comportamiento. A veces no comprendo por qué un animal tan grande y con tantos años millones de años de evolución se puede tener tan cerca, que se comporte tan bien con nosotros, que comparta, se acerque, intercambie. A veces siento que el avistaje lo están haciendo ellos, no nosotros”.
NADAR CON LOBOS Dos de las cosas que un viajero debe hacer al menos una vez en la vida están por aquí, en Puerto Madryn. Una es el ya mencionado avistaje de ballenas, la otra es lo que vemos hacer esta mañana: snorkeling con lobos marinos. Y Madryn es uno de los pocos lugares en el mundo en donde se hacen estas excursiones.
Son la ocho de la mañana y recién está clareando. Caminamos ahora hacia la playa de la ciudad. La luna, llenísima, se oculta de espaldas al mar, sobre el horizonte de asfalto de una calle comercial donde los negocios, aún, permanecen cerrados.
En la oficina de Aquatours nos reciben Helga, la dueña de la operadora, Julia y Christian, los guías que nos acompañarán a nadar lobos, una excursión que despierta muchas expectativas, más allá de las dudas que generan el frío y la idea de sumergirse en las gélidas aguas patagónicas que rondan los doce grados.
La novedad para paliar el frío es el traje seco, que al parecer no deja pasar absolutamente nada, a diferencia del neoprene, por donde a veces se cuelan hilitos de agua helada. El traje seco, además, se puede calzar sobre la ropa, con pantalón y hasta buzo polar debajo. La razón es que hay que estar abrigados como para una temperatura de doce grados, según indica Christian.
Si bien el snorkeling y el buceo con lobos se puede hacer durante todo el año, el invierno es la época en que los lobos aún son cachorros y suelen acercarse a jugar con la gente, que según Helga “se fascina” porque los puede tocar. “Pero no los alimentamos –aclara–. Ellos se acercan porque les interesa”. Y advierte entonces que no hay que gritar a lo desaforado ni tratar de agarrarlos. La clave, dice, es estar tranquilos. “Es un área protegida, hay colonias de aves, cormoranes gaviotas, cocineras, albatros. Está muy bueno aunque no te metas al agua”.
Julia dice que son como perros. “Se acercan de a poquito, son muy curiosos, y cuando toman confianza, se despliega un juego entre lobos y humanos muy muy lindo”.
Y así entonces, vestidos cual Teletubbies, vamos hacia la costa, en el mismo momento que el sol se eleva sobre el horizonte. Caminamos unos metros en el agua, con medio cuerpo adentro -el frío no se siente- y embarcamos. Veinte minutos después llegamos al apostadero de lobos marinos en la reserva de Punta Loma, donde también se puede llegar en veinte minutos de auto para observar los lobos desde el mirador hacia el acantilado, donde viven alrededor de quinientos ejemplares de una población que crece permanentemente.
Un par de lanchas más ya están aquí y se ve que los pasajeros que nos preceden están disfrutando, así que ya nadie duda en ponerse la máscara, el snorkel, las aletas y lanzarse al agua. La actividad está restringida a tres lanchas, para preservar los animales y su hábitat, y desde la costa, largavistas en mano, un guardafauna controla que no se acerquen a menos de cincuenta metros de la costa.
El traje seco surte efecto, cero frío. Nadamos hasta la restinga, a distancia prudencial de la costa. Los lobos se acercan en banda, nadan entre nosotros, mordisquean cual cachorros de perro, miran fijo, y algunos hasta osan montarse sobre el lomo de un buzo desprevenido. La actividad se extiende por unos cuarenta y cinco minutos, que pasan volando. La experiencia es intensa.
LA CEREMONIA DEL TÉ Los galeses fueron pioneros en Puerto Madryn. En 1865, un centenar de ciudadanos de la colonia británica, a bordo de la embarcación la Mimosa, en su mayoría mineros, desembarcaron en Punta Cuevas. Al no tener agua dulce, rumbearon hacia la zona del valle inferior, fundando las hoy ciudades de Trelew y Rawson y pueblos como Gaiman y Dolavon, lugares remotos de su Gales natal, que aún conservan en sus calle, construcciones típicas -iglesias, escuelas, casa particulares- con impronta galesa, algunas de sus costumbres y la enseñanza del idioma.
Y en Gales, como en todo el Reino Unido todo, el té de las cinco de la tarde es una antigua tradición que se cumple a rajatabla. Tradición que, con los años, fue extrapolada hasta aquí, transformándose en el principal recurso turístico del pueblo.
Ty Gwyn es una de las casa de té más tradicionales de Gaiman. Y en la cocina de esta acogedora casa se mantiene, estoica, desde que emprendió esta aventura con su marido en junio de 1974, María Elena Naso, la mano detrás del banquete galés. “Siempre cociné, siempre me gustó la cocina. Aprendí de mi mamá y de mi suegra”, relata la mujer, que, coqueta, no quiere revelar su edad, aunque su vitalidad desmienta al calendario que puede uno intuir. María Elena viene de familia italiana, pero su marido era descendiente de galeses, y fue de su suegra de quien aprendió muchas de las recetas. El terreno donde está emplazada la casa de té fue tiempo atrás una quinta de frutales de su padre. “Cuando empezó el turismo había dos casas familiares que se habían adaptado para ser casas de té, era donde íbamos a tomar un tecito, hacer las despedidas de solteros -recuerda María Elena, apoyada en el mostrador junto a una antigua caja registradora, que ya es una pieza de museo-. Cuando empezó a venir el turismo teníamos otro negocio. Hubo un día de mucho calor, y no se esperaba gente. No teníamos los productos para servir, y fue ahí, entre comillas, que nació la idea de la casa de té”, cuenta la mujer que en aquella época era docente de escuela primaria, y su marido comerciante.
Hoy María Elena es una eximia cocinera que deleita a los visitantes con unas meriendas suculentas. “El plato principal del galés era pan con manteca. La torta negra, que es la torta galesa, acá se la adaptó como algo tradicional, pero en Gales es una torta de casamiento y Navidad. Lo que pasa es que acá, al no tener elementos y frutas para hacer otra cosa, se adaptaron a la torta local. Entre los manjares servidos hay torta de manzana, torta de ricota con dulce de leche y nuez, bizcochos con distintos rellenos de crema, banana, frambuesa, durazno, sándwiches de miga, pan blanco, pan negro y, por supuesto, una buena taza de té. Tan abundante, que a la vuelta ya no hace falta cenar.