El cuento por su autor
¿Cuándo estamos listos para poder contar una historia de esa única manera que debe ser contada? ¿Cómo hacer crecer los hilos que conectan con lo profundo, con lo que no se dice? Porque si no hay revelación el lector se paspa, como diría Mario Levrero, el mismo que escribió una novela luminosa haciendo magia. Quinientas páginas donde lo cotidiano se hace extraordinario: el comportamiento de una familia de palomas en la azotea, el lidiar con los mosquitos por la noche o con una ex que se empecina en llevarle kilos de lentejas. A cada nimia situación Levrero la exprime hasta que sin darnos cuenta, lo banal de lo que está hecho el día a día de alguien, se convierte en la lucha del ser humano contra su naturaleza autodestructiva.
Después de escribir un poema, Pizarnik recortaba las palabras y las ponía sobre la cama o sobre su mesa verde. Pasaba días moviéndolas de lugar, buscando su resonancia, lo vivo que había en ellas para que “una mirada desde la alcantarilla pueda ser una visión del mundo”, como decía. Porque para escribir hay que desacralizar la literatura, perderle ese respeto bobo – citando al poeta Messi – pero a la vez, no olvidar que disponer las palabras es un arte que hay que tomar en serio.
Cuando encontré este material, tenía solo la anécdota del novio que deja plantada a la novia para meterse a cura, y para colmo de males, olía a naftalina. Fue una lucha cuerpo a cuerpo. Espero haya salido más o menos airosa.
El llamado
Mi novio quiso ser cura una víspera de Navidad. Ese año yo estudiaba en Buenos Aires así que nos vimos poco y nos escribimos largas cartas hasta que en las vacaciones de verano, volví a casa.
No hacía dos horas que había llegado de la terminal, cuando sonó el teléfono. Sabía que era él, así que dejé de armar el arbolito y salté los dos escalones del desnivel del living para atender. Ya lo noté distante: Vení que tenemos que hablar. Vivíamos cerca, al otro lado del arroyo separados por una plaza que se podía cruzar en diagonal. Cuando le dije a mamá que me iba, torció la cara. No llegás que ya te andás yendo. Además sólo por mi condición de mujer, mientras mi hermano andaba por ahí con los amigos, yo tenía que ayudar a preparar la mesa con caballetes en el jardín, que debía estar lista desde las cinco de la tarde. A esa altura la comida ocupaba las dos heladeras de la casa, en la cocina y en el garaje. El año en la capital me había dado una seguridad inusitada, promedio brillante, un trabajo de secretaria que cubría el alquiler del monoambiente en edificio con pileta (una verdadera rareza para esa época) en cambio del lúgubre pensionado que pretendían en casa y donde iban a parar las del interior, como decían los porteños; con la Guía Filcar y mi sed de libertad, me movía por la ciudad como pez en el agua, había hecho amigas que no se metían conmigo y me aceptaban como era. Así que como si estuviese todavía allá, me cambié y salí sin saludar.
En la calle, no parecía la siesta: las casas abiertas, algunos sentados en la vereda, otros llevando fuentes cubiertas con repasadores, el quiosco con sus juguetes de plástico colgando al sol. Apuré el paso y crucé la plaza rodeando el monumento donde nos encontrábamos con Marcos durante tardes como esa bajo el bamboleo de los árboles, y el arrullo del bichofeo. Pero esa tarde tenía las piernas pegoteadas por la transpiración, la boca seca y los latidos acelerados. Eso es lo que tiene la calma de los pueblos, como si vos fueras una caja que alguien golpea desde adentro, podés oir tu corazón mientras caminás.
Cuando toqué timbre la madre se asomó por la ventana, pero no sonrió y aunque quiso disimular, vi ese gesto que cruzó su cara como un rayo. Después vino desde el porche, por el jardincito delantero hasta la puerta baja de la vereda moviendo su cabellera champán recién teñida. Hola preciosa, dijo sin mirarme y sin el brillo habitual en su voz. Pasá que Marcos te espera en su habitación. ¿En su habitación? Algo más que no encajaba, porque por más que la madre me quisiera como la hija que no tenía, jamás nos permitía encerrarnos en la habitación, excepto esos días en que él estaba con asma y dormía sentado. Entonces lo encontraba así, incorporado en la cama con varias almohadas, pálido con sus ojeras metidas dentro de la mascarilla que le tiraba corticoides. Había que ingeniárselas para estar solos, inventar excusas para quedarnos cuando sus padres salían a misa o al supermercado. Aprovechábamos para tocarnos, atentos a la entrada del auto en el garaje. Teníamos el cálculo de lo que ellos demoraban en bajar, cargar algún paquete y subir la escalerita de atrás que llevaba hasta la casa. A los manotazos nos arreglábamos la ropa – nunca la quitamos del todo -, tratábamos de normalizar la respiración y sentarnos en el comedor como si nada. Me costaba volver de esos estados, mi cuerpo liviano, sin contorno y después respondiendo como autómata a las preguntas de la madre, tu familia, la facultad, te arreglás con la cocina.
Ese día ella no hizo preguntas, cruzamos el living en silencio. Alcancé a ver el centro de mesa con piñas del arroyo enhebradas por cintas rojas y verdes, la estrella fugaz en papel maché sobre la puerta corrediza que dividía el comedor y la cocina. Ella era muy de las manualidades, una mujer de su casa. En la mesada la cena navideña a medio hacer, envases, latas y fuentes. Un pollo con los menudos afuera, sobre una tabla ajo picado y la cuchilla abandonada, como muerta. Algo cocinándose, un olor dulzón y picante concentrado en los vapores; el turbo al máximo para contrarrestar el calor que emanaba de las paredes. Pasá querida, dijo ella y me empujó levemente a la altura de los omóplatos hacia el corredor.
Marcos estaba de pie en medio de la habitación en penumbras, el sol se colaba por las hendijas de la persiana y hacía dibujos sobre la pared de su cama. La misma donde nos tocábamos, sobre el acolchado de aviones. Los dejo solos, dijo la madre con un tono afectado, y después el chasquido de la puerta asegurándose que cierre. Quise abrazarlo, tuve el impulso. Pero algo me frenó, una fuerza invisible que nos dejó a una distancia artificial. Quieto entre las sombras, en una postura de planta mustia dijo me voy, recibí el llamado. Entendí lo que decía y por eso mi cuerpo tuvo una reacción rara, una parte quedó con los pies en la tierra y otra flotó, sentí un revoltijo en el estómago. Hacíamos retiros en una agrupación católica donde hablaban del llamado, pero entre nosotros nos reíamos de eso, las misas y los retiros eran para el levante; sin ir más lejos Marcos y yo nos habíamos enganchado ahí, en los fogones entre Popotitos y Bienvenidos al tren. Las chicas también teníamos que estar atentas a la voz, a la consagración de los votos de pobreza, castidad y obediencia que ofrecían como un producto, podías tomar alguno o el paquete entero. Así que cuando Luisa, capitana del equipo de vóley del colegio, se fue al convento de las Carmelitas Descalzas, los curas dijeron: los caminos del señor son misteriosos, y le sacaron el jugo a la situación. Una vez, con mamá nos cruzamos en la panadería con la madre de Luisa, y ella sacó una foto de la cartera del día de los votos: su hija pálida, los ojos sin vida como dos botones cosidos a la cara, el pelo largo y rubio que se zarandeaba con cada remate en la red, ahora atrapado en una cofia gris. La madre nos contó que las visitas eran en una cripta, detrás de las rejas, de lejos y en silencio. Como ella no creía en nada y buscaba revancha, le hablaba igual: hija te amo, volvé, no tengas miedo, a propósito, para demostrar la ridiculez. Porque ella como madre sabía que lo de Luisa era por Brenda, su mejor amiga, que había muerto aplastada al volcar el buggy que Luisa conducía esa noche por la Circunvalación. Y estos curas se aprovechan de la culpa y la necesidad de castigo que tenemos los humanos, dijo la madre. Curiosamente, esa frase textual reflotó en mi mente dos años más tarde cuando Marcos se fue. Después la madre de Luisa dijo que encima era inaudito que le hicieran lavar las sábanas a esas criaturas, pleno invierno en los piletones del convento y que muditas las monjas son cuando pinta. Mutismo selectivo tienen, dijo y después terminó de hacer el pedido; cuando dijo bolas de fraile, nos guiñó el ojo.
Por fin Marcos se acercó y la Old Spice de su padre nos envolvió. Me voy al seminario, dijo y me agarró las manos. No como él hacía, me agarró como un desconocido que encuentra a otro en un aprieto en la calle y quiere colaborar. Yo largué una carcajada, mezcla de duda y desconcierto. No creerás en esas gansadas. Como no se movió ni dijo nada, me abalancé sobre él como una mascota que espera a los dueños, pero Marcos me sacó de encima de un empujón y caí sobre la cama. No puedo tocarte, ya me confesé, dijo, estoy limpio. Después la madre abrió la puerta, - había estado ahí, guardiana-, y entre los dos me sacaron hasta la calle igual que en una película hacen con los pacientes de riesgo.
En casa Marcos pasó a ser persona no grata. La causa de mi insomnio y el bajo peso. Puertas adentro me consentían, pero afuera mamá andaba ventilando: El novio la dejó, como si pobrecita yo, rebajándome con los extraños. Papá tampoco descollaba, con frases autoayuda que aplicaba en cualquier circunstancia Un tropezón no es caída, no hay mal que por bien no venga, que lejos de hacer efecto contención, resbalaban por mi cuerpo como si estuviera encerado. Lo bueno de alejarse de la familia es comprobar que no se los necesita para nada, y yo lo había comprobado en carne propia ese año, tenía ese poder, potenciado además en el hecho de que nadie parecía intuirlo.
Ese verano no falté a ninguna misa de domingo en la capilla del Convento. Ponía el despertador, iba en la bici hasta la estación de servicio de la ruta, la ataba y de ahí en colectivo hasta la tranquera. El Convento era una atracción turística por su parque sereno, los quesos y tés especiados a la venta, pero además por la leyenda del piloto que después de tirar la bomba sobre Hiroshima había estado ahí para sosegar su arrepentimiento. Señor visitante no profane el estado de oración de este lugar; el cartel estaba a la entrada de la doble puerta con vitrales de la capilla. En la misa me mantenía a una distancia prudencial de los seminaristas que tenían su reservado al costado del altar, en unos sillones con respaldar alto de madera. Por debajo de sus túnicas blancas asomaban los vaqueros y las zapatillas deportivas, mientras sus borlas caían descuidadas hasta el piso. Desde ahí enfocaba bien a Marcos porque era el primero empezando del lado del público. Yo sabía que él sabía, pero nunca me miró.
Los Urlézaga eran herederos de los terratenientes fundadores y tenían dos de los siete varones en el seminario, el último había entrado con Marcos, y eso los enorgullecía. Se ve que de mucho no les sirve tanto chupacirio, dijo mamá años más tarde cuando la más chiquita se ahogó en el tanque australiano del campo y el más grande quedó en silla de ruedas al caer feo del caballo. Al contrario de lo que el común pudiera pensar, a los Urlézaga la desgracia los ponía exultantes. Eran los que leían el salmo responsorial, con la cadencia y el ritmo adecuado del es palabra de dios. Los primeros en salir del banco a recibir la comunión, en bloque, como una pequeña jauría –alabaré, alabaré, alaaabaree a mi señor – a voz en cuello, para que sus voces resalten. Durante el verano, los Urlézaga ponían a disposición del cura jefe del movimiento, para que confesara, el playroom de la casa. Un lugar amplio y luminoso con los lujos de un hotel de categoría: frigobar, aire acondicionado y home theatre que en esa época eran novedad. Una especie de confesionario vip para las familias pudientes que contribuían al movimiento. Cuando toqué timbre y dije que necesitaba confesarme, Marina Urlézaga, me miró como a un pichón caído del nido, dijo claro querida pasá, y me ofreció algo fresco. Me senté en uno de los tres juegos de sillones y la coca vino con galletitas importadas que jamás veíamos en casa. Como no las toqué por el estómago cerrado, ella dijo que podía llevármelas y así hice.
Cuando entré, el playroom olía a flores y el cura miraba televisión reclinado en el sillón tomando mate en una calabaza con patas de alambre; en la mesa de apoyo, fiambres, pan tostado y masas finas. Sentate mi querida, dijo sin sacar la vista del programa de preguntas y respuestas. ¿A medida que envejecen los monos se ponen más peludos o menos peludos?, desafiaba el zócalo. Bajó el volumen y todavía masticando, se levantó, fue hasta el perchero y se puso la estola sobre la chomba Pengüin. Así que vos eras la noviecita de Marcos. Amortigüé el uso del pasado y el diminutivo metiéndome una pepa de membrillo en la boca. Sus lentes gruesos reflejaban la luz de la ventana dándole un efecto antiparras. Unió sus manos debajo de la barbilla: qué orgullo servir a los propósitos del señor, dijo y se sentó. Te escucho hija. El fuego que venía teniendo esos días en el estómago de repente subió a mis ojos y se volvió una pared caliente detrás de las órbitas, un alud de ira, acuoso e hirviente. Una pátina deformó todas las cosas, también la cara del cura. Empecé y no paré, las palabras fluyeron ordenadas y compuestas: Al fin de la misa del domingo, cuando los seminaristas salen de franco, nos encontramos con Marcos en el yuyal de la estación para hacer lo que esperábamos hacer una vez casados, como eso no va a suceder, (hice puntos suspensivos a fin de que fuera él quien recibiera los golpes). Voy sin bombacha debajo de la pollera y en vez de tomar el colectivo como el resto, Marcos cruza los sembrados hasta la vía. Detallé partes del cuerpo y posiciones – para que la confesión sea válida, padre – dije. Hice una pausa y mi cuerpo pareció rearmarse como esos dibujos animados donde el tren les pasa por encima y salen como si nada. Y después sí, dije lo cierto, eso que Marcos me había contado en una carta que le había encomendado a su madre para mí. Cómo el cura obligaba a los seminaristas a cortarle las uñas y a masajear sus pies con talco, y que prefería los chicos nuevos sin las manos curtidas todavía por el trabajo en la quinta. También que por las noches, borracho, se metía en las habitaciones.
La que llamó a casa fue su madre y se lo dijo a mamá. Que a Marcos lo habían trasladado a un asentamiento en el Chaco y que el pueblo más cercano a sesenta kilómetros, tenía un solo teléfono en la oficina de correos, y con tormenta quedaban incomunicados. Mamá dijo, esa mujer no tiene consuelo. Y Después habló como si todo fuera cosa del pasado. Así solía hacer, como si por ignorarlas, las penas no existieran. Y yo un poco salía a ella. Subí a mi habitación a ponerme la bikini para ir al club. Estaba indispuesta pero ya no importaba, porque en Buenos Aires había aprendido a usar tampones.