Algunos productos están indisociablemente vinculados con un lugar, como bien saben los protectores de la “denominación de origen”: el jamón crudo con Parma o Jabugo, los quesos con Roquefort, Camembert o Cheddar, el champagne con…Champagne y muchos otros en Europa y el resto del mundo. Exactamente de la misma manera, en Francia Montélimar está asociada desde siempre con el turrón y no se puede pensar en una sin el otro. Hace décadas, esta pequeña ciudad era una parada obligada sobre la Ruta Nacional 7 que va de París al Mediterráneo, uno de los principales ejes europeos entre el sur y el norte del continente. Para millones de automovilistas, Montélimar es la “puerta de la Provenza”, el lugar donde verdaderamente empiezan las vacaciones, el sol, un adelanto de la dolce vita mediterránea. Hoy día, con las autopistas y el tren de alta velocidad, el grueso del tránsito ya no pasa por su centro de calles estrechas. La ciudad ganó en quietud y en personalidad, y se concentra en lo que mejor sabe hacer: dulces y turrones.
RUMBO AL SUR En los años 60, la Ruta del Sol era un viaje que había que emprender con mucha preparación y buena logística. Se podía tardar más de una jornada entera desde París hasta las primeras colinas plantadas de olivares y lavandas de la Provenza. La cantidad de autos, el estado de la ruta y el calor del verano lograban vencer motores y ánimos. Ni hablar de los famosos recambios cuando se formaba embotellamientos más largos, verano tras verano. Y Montélimar era uno de los puntos estratégicos donde la suerte del viaje estaba en juego: la ruta se transformaba en calles que no estaban preparadas para tal movimiento de autos y se formaban congestiones de antología. Algunos elegían pasar unas horas para descansar, otros una noche. Pero todos aprovechaban la parada para catar turrones.
A orillas del Ródano, con carteles que anuncian que Avignon está a solo 80 kilómetros, Montélimar abre la puerta de una región que muchos aprendieron a conocer a través de las obras de Frédéric Mistral, Alphonse Daudet, Jean Giono o Marcel Pagnol, los grandes autores provenzales. El paisaje empieza a asemejarse a las telas de Van Gogh, con colores intensos y mucha luz. Falta poco para ver la silueta de los Alpilles (los Pequeños Alpes) en el horizonte, mientras al borde del camino se hace omnipresente el concierto de las cigarras.
Las autopistas solucionaron en gran parte el problema de los embotellamiento y devolvieron la paz a las ciudades. Pero quienes conocieron la Ruta 7 y eran niños en los años 60 la recuerdan con cariño: no son pocos aquellos que, desafiando a la nostalgia, deciden abandonar las carreteras más modernas para dar un giro de volante y seguir los carteles de salida, por rutas más pequeñas, hasta el centro de Montélimar.
PROMOCIÓN PRESIDENCIAL El centro de la ciudad luce prolijamente cuidado con murales, fuentes y viejas casas renovadas. Techadas por el follaje de los plátanos, las veredas están parquizadas y se conservaron varios monumentos que recuerdan una historia a lo largo de la cual se forjaron varios Papas, cuando eran “vecinos” (en Avignon) y algunos Grimaldi (la familia de los príncipes de Mónaco). El castillo medieval fue levantado por los Adhémar, señores medievales que tuvieron cierta trascendencia a principios del segundo milenio y dejaron la huella de su apellido en el nombre de la ciudad (Montélimar deriva del latín Montilium Adhemarii).
Pero lo que más llama la atención, por supuesto, es la gran cantidad de casas de turrones y de dulces. Algunos muestran también sus talleres, como Suprem’Nougat y la firma Arnaud Soubeyran, la más antigua todavía en actividad. Fue creada en 1837, pero la producción de turrón es muy anterior; de hecho hay testimonios en el siglo XVII, cuando Montélimar proveía las mesas navideñas de toda la Provenza, donde los trece postres son desde siempre uno de los elementos primordiales de la celebración.
La receta es muy simple y usa solo productos locales: miel, azúcar, almendras. Pasó del ámbito regional al internacional gracias a un presidente de Francia nativo de la ciudad: se llamaba Emile Loubet y entró en funciones en 1899. Tenía la costumbre de regalar turrón a sus interlocutores y a los dignatarios presentes durante las visitas oficiales. Gracias a él –y también a las bromas de la prensa satírica de la época acerca de esta insólita costumbre- Montélimar quedó asociada a los dulces en la cabeza de la gente. Y finalmente, cuando llegó la era del turismo masivo, solo tuvo que explotar esa fama. El flujo continuo de viajeros entre París, Bélgica, Holanda, Inglaterra y la Costa Azul es un maná que comparten una quincena de casas, algunas transformadas en minicentro de atracción como el Palacio de la Golosina y del Turrón.
GENDARME A LA VISTA Imposible pasarla de alto. Su inmensa fachada fue pintada de rosado y otros colores tan intensos como un paquete de caramelos. Es una especie de casa de cuentos de hadas pero, a la diferencia de la que cautivó a Hansel y Gretel, no está en una oscura selva ni regenteada por una maléfica bruja. Sus paredes relucen bajo el sol provenzal y sus piezas prometen un verdadero viaje a la infancia con todos los sentidos.
Ojos, nariz, paladar, oídos y manos: todos contribuyen durante la visita, que empieza por el evidente sector “dulce” dedicado a las golosinas y el chocolate. Detrás de los vidrios se ve el taller de producción en actividad. La estrella del museo es una colosal pieza de nougat (así llaman los franceses a sus turrones) de 1,20 metros de altura. Pesa una tonelada y fue oficializado por el Guiness de los Récords como el más grande del mundo.
La visita sigue luego por salas alborotadas de colecciones de juegos, juguetes y muñecas de todas las épocas. Es un viaje a la infancia de varias generaciones seguidas. Luego hay una pieza con una gran maqueta que pone en escena los santones provenzales. Se trata de figuritas que representan los oficios y los personajes de un pueblo tradicional de la región y se instala a modo de pesebre cada Navidad. Con el paso de los siglos esta costumbre se transformó en un verdadero arte, como se puede apreciar frente a ese conjunto que suma 450 piezas y es uno de los más grandes de la Provenza. Mirando con atención se reconocen algunos personajes de la obra de Marcel Pagnol, como Jean de Florette y Manon del Manantial. También está el Molino de Fontvieille, que inspiró a Daudet una de las obras maestras de la literatura provenzal: Las Cartas de mi Molino.
La visita termina con una muestra más, también llena de nostalgia y recuerdos. Está dedicada a la mítica Ruta 7 tal como se la recorría en los años 60, momento de su apogeo, antes de la inauguración de la autopista. La exhibición traza con vehículos, documentos y objetos cómo se viajaba sobre la Ruta de las Vacaciones, desde la Torre Eiffel en París hasta Menton en la frontera con Italia. Los cinéfilos tienen la sorpresa de encontrarse con la efigie del policía más famoso de aquella ruta y del cine francés: el inolvidable Gendarme de Saint Tropez, personificado por el gran Louis de Funès.
Luego de esta burbuja nostálgica se cruza el infaltable salón de ventas, un supermercado del turrón y de gomitas (de la marca europea más famosa, fabricadas en Marsella y la ciudad cercana de Uzes).
Desde 1968 el flujo de autos pasa esencialmente por la autopista, pero incluso quienes no tienen tiempo de desviarse aprovechan una o dos horas para detenerse en el área de servicios. Es la más grande de Europa: unas 50 hectáreas de estacionamientos y parques con restaurantes, zonas de diversión y relax. En verano pasan más de 80.000 personas por día y se venden 300 toneladas de turrones al año en sus negocios. Lo que muestra que, sea como sea y cuando sea, es imposible pasar por Montélimar sin caer en la tentación.