Mi abuela era del 10 y bajo la parra me contaba historias de la nevada de 1918, y de la santa trinidad de Carlos Gardel, Ignacio Corsini y Agustín Magaldi. Me decía que Gardel fue el más popular de los tres recién después de Medellín, que el más querido era Magaldi y que a ella le gustaba Corsini. También me hablaba del tranvía cargado de obreros caído en el Riachuelo.
A mediados de los años 80 compré en el Puente Saavedra un casete celeste cuya tapa era la foto de Corsini: mirada ensoñada, biaba de gomina y rostro regordete. El casete no tenía mayor información que un título insípido –Grandes éxitos– y la lista de temas. Era con guitarras y traía bellezas como “Griseta”, “Tristeza criolla”, “Sentimiento gaucho”, “Alma en pena”, “Palomita blanca” y el super hit de Corsini: “La pulpera de Santa Lucía”.
El casete está inhallable pero su música anda por ahí: en algunos CDs, en la red. Vuelvo a escuchar. ¿Cómo fue que este cantor extraordinario quedó reducido a un secreto de paladar negro de la música argentina? Ya casi no quedan ecos de su genio, de su obra de más de 700 tangos, valses y milongas. Uno de sus más tenaces exégetas, Enzo Valentino –un fino cantor, que lo calcaba–, murió hace dos años. Tampoco está Luis Cardei: en vivo Luisito podía convocar el recuerdo de Corsini, con su voz pequeña y bien colocada, en sus estupendas versiones de “Charlemos”, “Temblando” y “Ventanita de arrabal”.
Nació en Italia, en un pueblo siciliano, el 13 de febrero de 1891 como Andrea Ignacio Corsini. Hijo único, no conoció a su padre. Cuando cumplió cinco años su madre se embarcó hacia América. Ancló en el barrio de Almagro, y fueron estos iniciales datos biográficos los que tomaron los historiadores para trazar el primer paralelismo con Gardel. Mientras su mamá atendía una fonda, él se radicó unos años en campos de Carlos Tejedor donde se empleó de boyero. Mientras conducía bueyes de arar, tomó contacto con las milongas, las vidalas, las cifras y los estilos de la peonada. Según contó, su estadía rural templó su carácter. “También aprendí a diferenciar y estudiar el canto de los pájaros”, dijo, como justificando en esa observación la delicadeza y la entonación perfecta de su propio canto.
De regreso a la ciudad se empleó en 1909 en la compañía de Pepe Podestá. Trabajó como actor, cantor y bailarín en las obras Juan Moreira, Martín Fierro, Juan Cuello y Santos Vega. Luego salió en otros circos criollos y actuó en salas de todo el país. En el medio de ese vértigo laboral conoció durante los festejos del Centenario a la mujer de su vida, Victoria Pacheco. Era su compañera de baile en el Pericón en la muestra gauchesca brindada para la Infanta Isabel de Borbón, y cayó rendido ante sus encantos. El tenía 20, ella 17: fue un amor total. Victoria murió en 1948 y Corsini se hundió en tal depresión que abandonó todo. Borró los rastros de cualquier manifestación artística. Quedó preso de una melancolía letal y apenas dio a conocer un tango propio en 1954 –que él nunca pudo cantar; fue, sí, grabado por Edmundo Rivero y Alberto Marino–, que tituló “Aquel cantor de mi pueblo”. Era un lamento por la ausencia de su esposa. Comenzaba: “Sólo la desesperanza /anida en mi alma doliente / Ella se fue de mi vida / Yo voy con rumbo a la muerte”.
Entre los años ‘20 y los ‘40 desplegó una obra maravillosa. Tenía una competencia sorda con Carlos Gardel, pero eran amigos. Se cruzaron por primera vez en 1913 en Bahía Blanca. Corsini andaba de gira con el Circo Casano y en una taberna coincidió con el Zorzal. Conversaron sobre los payadores de Almagro. Los grandes reconocen a sus pares: se respetaban y prodigaron elogios mutuos. Una pequeña historia oculta bajo la alfombra del tango cuenta que Gardel había grabado “Caminito” y que, curiosamente, no fue un éxito ni mucho menos. Uno día escuchó cantar el tango de Filiberto –hasta entonces, un tango más de los tantos que circulaban por Buenos Aires– a Corsini y le pareció una versión excelente. “Dale Tano, grabalo que te sale muy bien”, lo autorizó Carlitos. Era usual que los intérpretes pidieran permiso cuando un tema ya había sido grabado por otro. En la voz de Corsini, “Caminito” fue un suceso.
Pero el caballito de batalla fue “La pulpera de Santa Lucía”. El cantor le había presentado a uno de sus guitarristas, el Negro Enrique Maciel, al historiador y escritor Héctor Pedro Blomberg. Nunca sospechó Corsini que iban a consolidar una de las duplas creativas más perfectas de la historia del género. Blomberg y Maciel compusieron una serie inspiradísima que fue bautizada como “los valses federales”. Eran valsesitos–y también tangos y canciones– con temática rosista: además de “La pulpera…”, “La mazorca de Monserrat”, “La canción de Amalia”, “Los jazmines de San Ignacio” y otros. Todos fueron embellecidos por la voz de Corsini.
La muerte de su esposa clausuró su carrera y, de algún modo, su vida. En mayo de 1949 cantó por última vez. Se encerró en su casa y no salió más. Apenas tuvo un par de apariciones fantasmales. Una de ellas fue en la televisión, en 1959, para el programa Volver a vivir que conducían Blackie y Carlos D’Agostino. Fue una entrevista evocativa. Sobre el final, Blackie se sentó al piano y tocó “La pulpera de Santa Lucía”. Corsini entonó las primeras estrofas y luego se detuvo: no pudo con su emoción.
Lo llamaban El caballero cantor. Murió hace 50 años, el 26 de julio. Hacía un frío de perros. En su casa de Otamendi y Díaz Vélez, frente a la bicisenda, una placa mínima combate, en inferioridad de condiciones, al olvido.