La transparencia personal absoluta solo sirve para deteriorar relaciones, para alimentar la desconfianza o el morbo: tiene que haber zonas veladas, lugares donde existir sin la mirada o juicio de nadie. Pero aún teniendo en cuenta esa pequeña fortaleza impenetrable, a Sergio le contaba cosas que no sabía nadie más. Por eso me resultó natural hablarle del sueño: me hubiera parecido una traición no hacerlo.
A su esposa la conocía desde hacía 20 años, mucho antes de que se casaran, una mujer atractiva e inteligente por la cual jamás había sentido la menor atracción a pesar de que Sergio me contaba, cuando la ocasión lo ameritaba, detalles sexuales que ayudaban a explicar una etapa que estaban atravesando. En el sueño tenía un acercamiento físico con Viviana frustrado por una salida escolar, por chicos y familias que nos estaban esperando para empezar la excursión mientras a nosotros nos abrumaba el deseo en una esquina deshabitada, yo detrás de ella, ella a un costado, los dos extasiados con una casa que nos estaba aguardando a unos pasos con los brazos abiertos si conseguíamos eludir la barrera de niños y padres.
Era una barrera que se alzaba cada vez que parecía despejarse el camino. En un momento, nos metíamos en un coche abandonado, pero tampoco allí era posible, una horda de transeúntes nos miraba cada vez que la cosa se ponía interesante, así que, de alguna manera, terminábamos por llegar a la casa que tampoco resolvía nada: estaba lleno de chicos que se tiraban juguetes por la cabeza. A los padres les pedíamos ayuda para evacuarlos, que nos dieran una mano mientras arreglábamos unos trámites pendientes, pero no había caso, cuanto más ganas, más obstáculos, uno de los padres hacía un planteo entreverado, un chico se subía a un sofá o rompía un florero y había que empezar todo de nuevo.
No le conté todo esto en detalle. A pesar de la confianza que nos teníamos, me concentré en lo más cómico, ni una palabra de la deliciosa tactilidad del cuello, la espalda o las nalgas, mucha risa y descalificación, esto no lo vas a creer, Sergio, las cosas que uno sueña, ¡qué absurdo! Aun así fui notando una creciente rigidez en su cara a medida que zigzagueaba con mi historia, una tensión facial de odio y repugnancia. A mí tampoco me resultaba fácil, me sentía cada vez más incómodo, luchando entre seguir aguando el sueño y ser fiel a la transparencia, estandarte de nuestra amistad.
Cuando penosamente acabé, hubo un largo silencio y un gesto reflexivo suyo que evitaba mis ojos. Finalmente, me preguntó si en algún momento habíamos pensado en él. No me lo preguntó en singular: me lo preguntó en plural. Como si Viviana hubiera soñado lo mismo, como si hubiera tenido alguna participación en ese erotismo desaforado.
Protesté un poco escandalizado, era un sueño, se lo contaba por lealtad. Como seguía impertérrito, insistí: “jamás se me cruzó por la cabeza”. Apelé a explicaciones abstractas, hablé de Freud y su teoría del desplazamiento: Viviana era un disfraz de otra mujer. Arrinconado, le mencioné a Florencia. Algo ya le había contado.
Florencia era la madre de uno de los compañeros de mi hijo, todo el año habíamos intercambiado sonrisas y miradas en la puerta de la escuela. Hacía poco, en un acto, habíamos roto esa distancia con un beso en la mejilla y un roce de las manos. Sergio sabía que ese contacto fugaz había disparado un exceso de fantasías, con un par de copas encima le había dicho que quizás me había confundido al casarme y ahora la única manera de arreglar el entuerto era divorciarme o tener un affaire ilícito que, como se sabe, raramente terminan bien. Con ese antecedente, era fácil argumentar que la Viviana del sueño era una Florencia simulada, la perfecta representación del tabú y lo prohibido.
Sergio se puso de pie, alegó unos temas urgentes y me acompañó hasta la puerta. Esperé una larga semana antes de empezar a mandarle mensajes de texto, grabaciones y mails en los que le proponía salidas y, ante su falta de respuesta, volvía a jurarle que no había pasado nada. A la desesperada le inventé que la historia con Florencia se había acelerado en un café con un intercambio de whatsApp y una promesa de nuevos encuentros: era urgente que nos viéramos, necesitaba su consejo.
El silencio se volvió insoportable. Decidido a romper el muro y salvar la amistad, agregué un nuevo encuentro con Florencia, nuestras rodillas se habían tocado debajo de la mesa, se habían frotado un poco, los dos con una excitación adolescente que volábamos, teníamos que hablar cuanto antes, las cosas se me estaban escapando de las manos.
Debí saber que nunca hay que dejar testimonios escritos: el mail resultó el último clavo del ataúd. Mi mujer apareció una mañana a los gritos preguntándome quién era la tal Florencia, reprochándome los mensajes, los cafés y las rodillas. Según ella todo el mundo estaba enterado, hasta Viviana la había llamado para ver cómo andaba. La escuché con la mente en blanco. No podía decirle que era un puro invento porque las miradas y sonrisas habían existido pero, sobre todo, porque los mensajes a Sergio eran una prueba incuestionable. El problema era que tampoco me servía la pura verdad. Si le contaba que lo de Florencia era un invento para tapar el sueño con Viviana abría otra puerta más peligrosa. Viviana era una de sus mejores amigas, la traición me convertía en un infiel serial por más que, a nivel hipotético y hasta erótico, hubiéramos hablado de fantasías con otras personas, naturales después de tanto tiempo de pareja.
Estaba por comenzar el año escolar. Una manera de probar que Florencia no me interesaba fue cambiar al chico de escuela. Los regalos y salidas especiales fueron otro paso, pero necesité algo especial para superar el riguroso celibato que me había tocado de castigo. No podría asegurar con quién fue el sueño, si con ella, Viviana, Florencia o una desconocida, pero existió y no me iba a andar con vueltas: ella era la protagonista. La esquina deshabitada y la casa a un paso le dieron intensa verosimilitud: no era un invento. Esa noche volvimos a hacer el amor.
Las aguas se fueron calmando, nos enteramos que el nene había sufrido “bullying” y que estaba mucho mejor en el nuevo cole, el clavo en el ataúd se convirtió en una providencial liberación. Lo que no tuvo arreglo fue lo de Sergio. Me cansé de llamarlo y mandarle mensajes, pensé en abordarlo en el trabajo o la casa. A través de otro sueño me di cuenta que no había más remedio. El lugar era parecido. El auto abandonado, la horda de transeúntes mirones, la casa a un paso. Esta vez era Sergio el que se arrimaba a la oreja de mi mujer para contarle mi secreto. La de la esquina deshabitada no era ella: era Viviana. Corté todo contacto. Ninguna amistad valía el riesgo de otra revelación.