Un bolso cuyo color oscila entre un marrón despellejado y un rojo sangre. En él, solamente dos cosas: un libro y una trompeta. Roger carga todo en un hermoso auto antiguo y se dirige hacia un cementerio. Ya había dicho que no iría a un hotel sino a casa, tras uno de sus conciertos. Su hogar parece ser una considerable mansión revestida de madera, pero eso a lo que él llama “casa” también puede ser un viejo ritual: el de ir a tocar la introducción de “In The Flesh?” en trompeta a un cementerio que la película no nombra. Tampoco hace falta; unos cuadros atrás se pudo ver la única foto que un Roger Waters bebé tenía junto a su padre y su madre, y el certificado de defunción que fríamente comunica que Eric Fletcher Waters es un “desaparecido en combate, se lo presume muerto”.
The Wall es la casa de todos los fantasmas de Roger Waters, y como tal merecía una película, y no un documental sobre el concierto. De eso se trata Roger Waters: The Wall, el filme de 2014 que el músico co-dirigió con Sean Evans, y que ahora se encuentra disponible en el menú de Netflix. Es una experiencia muy diferente a la de asistir al concierto, e incluso puede que mejor. El espectador puede tomarse su tiempo para absorber todo, e incluso reparar en una bandera argentina que dice “Malvinas” durante el transcurso de “Mother”. Son varios los fragmentos registrados en la cancha de River.
Con excelente sonido y fotografía, Roger Waters: The Wall se convierte en algo más con esos rituales mortuorios. Ahí se desnuda el drama de su autor: su padre muerto en guerra, al igual que su abuelo. Visita la tumba de ambos, en una ocasión con sus hijos, y toca su trompeta, elaborando un duelo sin pudores aunque protegido por el espectáculo de su propio show, cuya majestuosidad arrasa con cualquier congoja que Waters pudiera contagiar. Al fin, como él mismo dice, la empatía lo es todo.