La apuesta puede parecer sencilla, pero en los términos económicos de una producción a gran escala, la complejidad y los riesgos resultan mayúsculos: presentar un relato en el cual prácticamente no hay desarrollo de personajes –o historias previas que los reconfiguren en el presente narrativo– sino simplemente acciones y reacciones encadenadas, llevando hasta cierto límite la posibilidad de la abstracción visual y sonora sin abandonar en ningún momento el gran espectáculo o la claridad conceptual de causas y consecuencias, tanto las individuales como las grupales. Ni experimental en un sentido estricto ni conservadora según la fórmula al uso hollywoodense, Dunkerque reúne varias de las mejores ideas cinematográficas en la carrera de su autor (y también alguna de sus tendencias menos inspiradas), en un relato de aliento épico que no se parece a la típica película oscarizable, pero tampoco a la superproducción teledirigida a la audiencia más amplia y universal posible. No tanto una película bélica tradicional –al menos, hasta sus recatadamente patrióticos tramos finales– como un relato inmersivo de supervivencia en condiciones extremadamente peligrosas, Dunkerque recrea un famoso, pero algo olvidado hecho en los inicios de la Segunda Guerra Mundial, más de un año antes del ataque a Pearl Harbor y el ingreso a todo vapor de los Estados Unidos en la contienda. En realidad, el último largometraje escrito y dirigido por Christopher Nolan deja de lado la batalla de Dunkerque en sí misma y concentra toda su atención en la retirada de los soldados británicos (también franceses, belgas e incluso polacos) atrapados en esa ciudad costera del norte de Francia, mientras recibían una intensa lluvia de fuego terrestre y aéreo de las fuerzas alemanas, desde todas las direcciones imaginables. “Como director de cine, siempre estoy buscando vacíos en la cultura popular, alguna historia que no haya sido contada en el lenguaje corriente del cine moderno”, declaró Nolan en una reciente entrevista con la revista inglesa Sight & Sound. “La de Dunkerque es una historia extraordinaria que no ha sido abordada desde la película de Leslie Norman de 1958, Dunkirk. Como la mayoría de los británicos, crecí con esa historia más o menos metida en mis huesos”.
Los datos históricos duros: casi 400.000 soldados fueron evacuados de la playa de Dunkerque a bordo de casi un millar de embarcaciones, muchas de ellas de pequeña escala y timoneadas por sus propios dueños, civiles que se hicieron a la mar conociendo los peligros que los acechaban (aviones cazas y bombarderos alemanes sobrevolando intensamente la zona, submarinos con torpedos listos para ser disparados), con la esperanza de salvar las vidas de la mayor cantidad posible de compatriotas. Podría tratarse del sueño húmero de un guionista de películas de guerra de no estar estrictamente basado en hechos reales, un auténtico mito con cualidades fácticas. El famoso discurso del primer ministro Winston Churchill luego de la Operación Dínamo (el nombre en clave de la extensiva evacuación) se escucha sobre los últimos planos del film, mientras un contingente de soldados, sanos y salvos, viaja a bordo de un tren camino a casa, hacia alguna ciudad del territorio inglés. “Defenderemos nuestra isla sea cual sea el costo. Pelearemos en las playas, pelearemos en tierra firme, pelearemos en los campos y en las calles, pelearemos en las colinas; no nos rendiremos nunca”. Pero también, en un rapto de lógica sinceridad antes los hechos: “Debemos de ser cuidadosos de no darles a estos sucesos los atributos de una victoria. Las guerras no se han ganado con evacuaciones”. Más allá de los discursos y guarismos, la escala del film de Nolan es casi siempre humana. Ya la primera secuencia, en la cual un joven soldado llamado Tommy (el debutante Fionn Whitehead, dueño de un ligero parecido físico al joven Tom Courtenay) corre con algunos compañeros esquivando las balas alemanas, la cámara de Nolan se sumerge en la acción e intenta adoptar, de alguna manera, la forma y ubicación de un par, como si fuera uno más entre ellos. El único sobreviviente del tiroteo –en realidad, una práctica de tiro al blanco sin demasiadas dificultades– será Tommy. El arribo a una playa infestada de hombres esperando el turno de ser evacuados resulta, visual y conceptualmente, la cara opuesta de la famosa escena del desembarco en Normandía de Rescatando al soldado Ryan: filas y filas de ordenados soldados que, como en una coreografía ensayada infinidad de veces, se echan al suelo cada vez que un avión enemigo comienza a vislumbrarse en el horizonte, a la espera de que ninguna explosión o esquirla tenga la fortuna de impactar con sus cuerpos. Nolan: “Nunca peleé en una guerra y sería mi peor pesadilla el hecho de tener que hacerlo. A los 46 años me doy cuenta de que difícilmente me pidan eso y creo que hay algo obsceno y muchas veces ignorado respecto del hecho de que enviamos chicos de 18 o 19 años a pelear nuestras guerras. No estoy seguro de cuál es la justificación para ello, pero es algo que las sociedades siempre han hecho. Quise evitar la convención de Hollywood de dirigir actores de treinta años como si fueran soldados recién reclutados”.
Por aire, tierra y mar, en fílmico o digital
Como si se tratara de una versión mainstream y ficcional del premiado documental Leviathan, de los realizadores Lucien Castaing-Taylor y Verena Paravel –un viaje inmersivo a la pesca industrial en los mares del Atlántico Norte–, Dunkerque trepa a bordo de tres aviones, se oculta debajo de la cubierta de un barco torpedeado, intenta respirar dentro de la asfixiante bodega de un paquebote acribillado a balazos y aguarda sobre la superficie de un muelle constantemente atacado, entre otros ámbitos cercanos a la playa que da nombre al film. El concepto de espacio —sea este abierto o cerrado— y la sensación de tensión y peligro constantes son dos de las marcas narrativas esenciales que Nolan construye meticulosamente desde el primer minuto hasta casi el final de la proyección. En sus propias palabras, “sentía que era muy importante enraizar la película en una experiencia visceral, de manera de contar la historia utilizando el suspenso, de una forma subjetiva. Tratamos de poner a la audiencia en las botas de los soldados en esa playa o dentro de la cabina del avión Spitfire que vuela sobre ella, ponerlos a bordo de un barco que llega para asistir con la evacuación. Ese tipo de cosas tiene un potencial universal”. La tercera particularidad de Dunkerque, que comienza a hacerse evidente con el correr de los minutos, no tiene que ver con el espacio sino con el tiempo. Ninguna novedad para un cineasta que comenzó a ser reconocido, hace ya casi dos décadas, con un título que hacía de los juegos temporales la evidencia más transparente de su originalidad: Memento. Aquí, como un D. W. Griffith redivivo –anticipando el truco de montaje con una serie de sendas placas al comienzo de la película–, Nolan alterna tres situaciones que ocurren en tiempos cercanos y en el mismo lugar o sus cercanías: las peripecias de Tommy y otro soldado, con el que entabla una relación no tanto de amistad como de mutuo apoyo en circunstancias difíciles, la de un trío de aviadores de la R.A.F. encargados de perseguir y detener a los aviones alemanes que intentan sabotear el rescate y, finalmente, el viaje del dueño de un pequeño velero, que se embarca junto a su hijo y un amigo de la familia como apoyo civil de la operación de salvataje (este último personaje está interpretado con usual prestancia y potencia contenida por Mark Rylance). Desde el muelle, un comandante de apellido Bolton (Kenneth Branagh) dirige los operativos de embarque masivo, no siempre exitosos. El paralelismo y alternancia entre el trío de relatos irá adquiriendo forma y sentido a lo largo de los 107 minutos de metraje, en una apuesta conceptual que resulta más ingeniosa que genuinamente pertinente, un juego temporal que desarma aquello que podría presentarse de manera lineal sin que por ello se vieran afectadas sus cualidades.
Para bien o para mal, Christopher “Inception” Nolan no puede con su genio. Difícil aseverarlo fehacientemente, pero no sería extraño que, en el seno de la industria de Hollywood, en voz baja o en reuniones de inversores secretas, a Christopher Nolan lo llamen, algo despectivamente, “uno de esos loquitos del fílmico”. Como Quentin Tarantino y algunos otros (pocos) grandes nombres, al director de Memento y El origen no le alcanza con rodar en el centenario formato analógico, que fue amo y señor de las salas de cine hasta la llegada arrasadora de los discos rígidos y proyectores digitales. Además, insiste en lanzar algunas pocas copias de su última película en las viejas y pesadas latas de celuloide. Y como si eso no bastara, no se contenta con la posibilidad de hacerlo en 35mm, el estándar mundial durante casi un siglo, sino que insiste en hacerlo en formatos de gran tamaño, como el Ultra Panavision 70 (ese fue el caso de Los ocho más odiados) o su primo hermano no anamórfico, el Panavision Super 70, uno de los elegidos por Nolan para su último largometraje. Lo cierto es que, más allá del posible mote de nerds del fílmico, de la elección de tecnologías en desuso para rodar sus películas –que a los ojos de muchos puede sonar incluso a capricho de millonarios–, Tarantino y Nolan han planteado y erigido la estructura visual de sus últimas creaciones pensando exclusivamente en esos formatos y no en otros. La cualidad inmersiva y atención al detalle de las texturas de Dunkerque resultan, por momentos, apabullantes, y parecen imaginadas en parte como homenaje indirecto a las bondades de los procesos fotoquímicos y la enorme definición de los negativos de 65mm, ya sea en su versión horizontal IMAX o en el más tradicional de cinco perforaciones verticales. “Por primera vez, hemos podido realizar un acabado fotoquímico en cada una de las tomas”, confirma orgulloso Nolan en pleno reinado de la manipulación digital de imágenes. La mala noticia es que existen muy pocas salas de cine en el mundo con los proyectores adecuados y sólo algunos espectadores privilegiados podrán acceder a la exhibición de la versión analógica, pensada por Nolan como la ideal. En el mercado argentino, por caso, no existe ninguno en funcionamiento, por lo que todas las copias del lanzamiento este próximo jueves estarán estrictamente basadas en unos y ceros, más allá del tamaño de la pantalla en la cual se proyecten.
El sonido y la furia
Quizás la apuesta más interesante e intensa de Dunkerque a nivel formal sea la textura audiovisual que logra en varios de sus mejores momentos. Se ha destacado mucho en las primeras reseñas escritas sobre el film que las líneas de diálogo son más bien escasas, lo cual resulta absolutamente cierto si se compara su cantidad con la media del cine contemporáneo industrial. La banda de sonido del compositor alemán Hans Zimmer (en lo que resulta la séptima colaboración consecutiva con Nolan desde Batman inicia) recorre y recubre prácticamente la totalidad de la película y, por momentos, el espectador más cinéfilo seguramente relacionará esa coalición de imágenes en movimiento y música con la confianza de los directores de fines del período mudo en la narración visual, acompañada siempre por la melodía adecuada. En la mencionada entrevista con Sight & Sound, Nolan confirma esa intuición: “La era del cine mudo es para mí una fuente de gran inspiración, porque se trata de regresar a los fundamentos del cine y del relato cinemático. Tiene que ver con lo que una película puede hacer y un libro no, tampoco una radionovela o un programa de televisión. Hay títulos particulares a los que se regresa una y otra vez para encontrar cosas nuevas. Codicia, de Erich von Stroheim es uno de ellos, una obra extraordinaria. O Amanecer, de F. W. Murnau, una maravillosamente elemental pieza narrativa. La manera en la cual esos cineastas del periodo silente usaban el espectáculo para lograr efectos emocionales y generar entretenimiento resulta extremadamente inspiradora”. Quizás en esa declaración de amor al pasado del arte cinematográfico esté la clave de las intenciones fundamentales de Nolan en su más reciente película: emocionar y entretener.