Atrapar lo lejano, colorear la foto, entrar a una habitación a oscuras con sólo una lámpara roja encendida, poner papel en ácido y que de pronto se imprima un ser, un hijo, o un vecino. Las fotos se cuelgan en una soga con broches en las puntas, el tiempo se detiene. No hay intrigas: hay una revelación. Disparar, activar el flash de las viejas máquinas de fotos, una Voigtlander marrón que “rebobina con un pequeño ruido que proviene de la infancia”. El personaje sin nombre escribe y saca fotos para periódicos y sólo nombra a su Negrita, a los jefes que lo envían a las instituciones bancarias con persianas bajas, es un protocolo de caza mayor, las rejas no ocultan tesoros, esconden vampiros, murciélagos, aves de poca monta y rapiña. La noche en la city porteña es un callejón que se despabila en el Bajo, caballero al fin nombra también a sus fotógrafas admiradas: Esmeralda del Mar, Siena del Bosque y Lavanda Rubor. El hombre transita los cumpleaños de quince, fogonazos de una posesión de los cuerpos de los otros, furtiva apropiación de los gestos y el rictus que lo dice todo en el acto de celebrar.
Si alguien como Ezequiel Sirlin se atreve al estilo barroco a punto de quebrarse por tanto pudor al contar, el lector tropieza en apariencia, con un tono solemne, pero es la punta del iceberg de un gran homenaje a los primeros daguerrotipos, a los fotógrafos sociales que tomaban con seriedad su oficio sin incluirse nunca; quizás éste sea el motivo y la inspiración secreta de esta gran novela escrita con el trasfondo de una época donde las máquinas de fotos no eran moneda frecuente y los fotógrafos golpeaban las puertas de las casas para retratar bebés, armar cuadros de tamaño rectangular y utilizar un toque de rubor en los rostros para alegría de los padres primerizos. Cuando su jefe lo despacha hacia notas de política nacional, el relato parece extrañar lo antedicho; los ministros, diputados y otros funcionarios circulan en la zona de lo que hoy se conoce como la Legislatura, la Manzana de las Luces y una parada para hacer un descanso en el mítico bar Querandí. Pero el hombre en ciernes es un náufrago en el cemento, su imagen es líquida, su oficio perpetúa la piel de los oficinistas que hacen tiempo en un bar donde se escucha el sonido leve de la página del diario apoyándose en la mesa.
Cuando se habla de novela “de época” se puede nombrar sin riesgo a equivocarse el gesto teatral en la vida pública (“¿quién salía sin maquillaje a la escena de la historia”?) desde los festejos del Primer Centenario hasta el renunciamiento de Evita donde hay un hilo conductor que el narrador encuentra para que lo que se nombre, brille. Siempre están los patios del barrio con canarios enjaulados, una planta de naranjas o un gomero. Nuestro hombre se ubica en el pasado de afectos, irá a la vieja Cinemateca Hebraica a ver cine soviético, caminará con Fanny hasta el bar Pernambuco y será amigo y confidente de los actores de un nuevo teatro, de nuevas relaciones sociales, se empapará de los años 60 con su máquina a buen resguardo, la vida siempre lo espera, le da un nuevo motivo para calzarse el morral y prender la batería.
Es notable cómo el registro de la lengua no se altera, como si fuera un gran angular donde disecar modos de producción, relaciones de época, y una cortesía en el decir que roza la solemnidad en los diálogos;la trama es una excusa para el humor frente al cliente difunto, retazos de distintos materiales que arman un relato en apariencia tímido como si estuviera pidiendo permiso para lanzarse al ruedo de las anécdotas, un modo de contar que ya no se usa. Como esos fotógrafos que iban por las plazas, seres que el tiempo devoró y a los que El fogonazo les rinde tributo en una extraordinaria novela de sensaciones.