Me doy cuenta de que estamos pendientes del juicio a los rugbiers por el crimen de Fernando Baez Sosa casi como estuvimos pendientes del juicio a los generales de la Dictadura.
Cada día del juicio confirma la sospecha de que no hubo una pelea sino una cacería mortal ensañada con una persona, y por alguna razón, o por varias, confieso que me transporta a aquel juicio a las Juntas.
Desde luego que sería demencial atribuir a estos jóvenes la escala de maldad y perversiones de los dictadores, que han ejecutado un genocidio.
Estamos en otra época, y estos jóvenes no pertenecen a una corporación armada ni se plantean salvar a Occidente en una cruzada sangrienta en la que se arrogan la potestad de someter a toda clase de vejaciones a sus víctimas y quedarse con sus bienes en “defensa de los valores de la Patria”.
No hay punto de comparación.
Pero no es antojadizo ver en muchos rasgos de este caso, incluso en el comportamiento de los acusados, soberbio y calcado entre ellos, cierto molde como inspirado en generales del Proceso que, sentados en el banquillo de acusados, no abandonaban su soberbia, como si hubieran dejado un legado de ciertas actitudes ante el crimen.
Empezando por el pacto de silencio que reina entre los rugbiers y siguiendo con la ausencia de arrepentimiento.
Todavía como sociedad estamos padeciendo el pacto de silencio consumado y mantenido por 40 años por los que pretenden que hubo una guerra, cuando lo que hicieron fue torturar, violar y ejecutar de las peores formas a personas que tenìan secuestradas e indefensas.
Los jóvenes rugbiers insisten con que hubo una pelea cuando es evidente que atacaron por la espalda a un Fernando que creía superado el encontronazo en “Le Brique”, y, entre ellos, ocho contra uno, literalmente lo molieron a golpes.
No hay en los gestos de los rugbiers el previsible dolor de quien nunca había causado una muerte y asume que ha cometido un acto terrible. No lo hubo desde un principio, cuando sabiendo que habían matado se fueron a comer hamburguesas y obedecieron a la consigna de “Esto no se cuenta”.
Antes aún, su líder, levantando del cuello a la víctima agonizante, dijo “Me lo llevo de trofeo”. Es decir que se sintió el triunfador en una cacería.
Hasta suena como una maldad aprendida en una película “clase B”.
Si los generales del Proceso y sus equipos transpiraron antisemitismo castigando doblemente a los secuestrados judíos, estos rugbiers se sintieron actuando contra un “negro de mierda”.
Tambièn se reclamó desde algunos sectores en los días del Juicio a las Juntas un gesto de pacificación hacia los generales como una “reconciliación” con quienes nunca se arrepintieron de sus crímenes, pedida en aras de pacificar el país y asegurar el futuro de la democracia naciente.
Se escuchan por estos días voces de quienes argumentan que aplicar duras condenas contra estos jóvenes terminaría por sumar más vidas arruinadas a la de Fernando Baez Sosa cuando les queda tanto por vivir.
Semejante criterio refuerza la idea equívoca de que lo sucedido fue un accidente, un lamentable exceso de jóvenes alcoholizados en plena riña y no un ataque planificado como cacería y ejecutado por un grupo ya templado en el ejercicio de la violencia.
La verdad es que no hubo excesos, sino un plan ejecutado hasta el final.