Una de la varias fuentes de las que Miguel Rothschild (Buenos Aires, 1963) se abastece para la construcción de su obra es la religión católica. Allí, en esa caja inagotable de imágenes, dogmas y creencias, el artista va a buscar aquello que ya está sobrecargado de sentidos. Extrae algún elemento de su lugar y lo pone a funcionar en un nuevo contexto, con nuevos sentidos, que agregan reflexiones, encuentros, poesía y humor. La religión y sus infinitos relatos, así como las iglesias, templos y catedrales, entre otros locales donde se pone en práctica. Parte del proceso y de los procedimientos del artista consiste en la puesta entre paréntesis de la razón, casi siempre agotadora.
Si bien en sus comienzos, a fines de los años ochenta, Rothschild era pintor, podríamos comenzar arbitrariamente a abordar su obra por la fotonovela (hecha con diapositivas subtituladas) que realizó en 1992, cuando hacía poco se había ido para radicarse en Berlín. En su nuevo destino fabricó, con la estética de serie “B” propia del género, un mito de origen que partía de la pretensión y el deseo de ser un vástago perdido de la familia de banqueros Rothschild, cuya fortuna hizo (literalmente) historia en Europa.
En aquella obra que mostró aquí en el Malba en el año 2004, narraba en clave paródica la desesperación por la construcción de un nombre de artista, la búsqueda del éxito y la fabricación de una imagen. La historia pasaba por varios tópicos tragicómicos: el ascenso social por vía de la magia; la obtención de dinero y poder; la traición, el incesto y demás aventuras, hasta terminar como retratista por encargo en las calles de Berlín.
Podríamos seguir, también bajo la guía del capricho, por su muestra “Celestial" (galería Ruth Benzacar, 2005), en la cual el cielo prometido por la religión convergía con la promesa “feliz” del consumo. Allí, Rothschild presentaba varias versiones del cielo, especialmente el religioso, y las combinaba con el mundo del mercado y el consumo compulsivo. En aquella exposición el artista establecía una primera versión del cielo, la bíblica, según la cual la esfera celeste es el premio post mortem de los bienaventurados, el lugar donde residirán para siempre junto con los ángeles y los santos, gozando de la presencia divina.
En la segunda versión, la científica, el cielo es la esfera aparente que rodea la Tierra y en donde parecen moverse los astros.
Por contraposición al cielo y con la intención de establecer un sistema de premios y castigos (drásticos -por permanentes-), la creencia religiosa establece un lugar de tormento eterno, el infierno, para quienes no se hayan portado bien durante su vida terrenal. Finalmente, la exposición presentaba un capítulo meteorológico, donde el cielo es el espacio de los fenómenos climáticos.
Rothschild tomaba aquellas versiones y las evocaba, al mismo tiempo que ironizaba sobre ellas, combinándolas con el mundo del consumo, la publicidad y la cultura de masas. A través de backlights -fotografías sobre duratrans, cartulina y tubos de neón– como si se tratara de vitraux posmodernos, en lugar de evocar los relatos de la Biblia en imágenes, reproducía un collage de marcas, objetos culturales y productos de supermercado. Contra el origen religioso de los vitraux, el artista armaba un popurrí de publicidades y marcas que al mismo tiempo funcionaba como crítica del consumismo. De algún modo, el efecto era el de una vuelta de tuerca sobre el sentido del collage publicitario, que echa mano de todo tipo de imágenes, como una máquina de procesar, usar, producir, digerir y neutralizar estéticas para el consumo. Aquella serie de backlights detentaba títulos explícitos: “Paraíso” e “Infierno”. El consumo, en Rothschild, estaba asociado a la compulsión y a la serialidad. La publicidad, inherente al consumo, busca crear nuevas necesidades asociadas con la promesa de felicidad, sucedánea del cielo. Aquellos cielos que el artista presentó en la exposición estaban tapizados de estrellas, en cuyo interior se leían precios: “99.95”, “3.99”, “1.-”: un firmamento de ofertas estrelladas, precios fugaces, descuentos rutilantes, rebajas irresistibles, paraísos en oferta. Imposible no caer en la tentación.
En la exposición “La eternidad de la noche”, que Rothschild presenta en estos días en dos salas oscuras, hay tres tipos de obra: una serie de pequeñas piezas de pared (una suerte de cuadros/ventana), donde fotografías del cielo nocturno se ven a través de vidrios de seguridad en los que a fuerza de golpes se cincelan dibujos de cúpulas de iglesias. Vidrios y cielos estrellados en un juego que va de la poesía a la violencia, síntesis muy propia de la religión, que ha ejercido con gran despliegue tanto una como la otra.
La segunda secuencia de obras se compone de dos esculturas que evocan formas sacras, realizadas con placas triangulares de vidrio (divino triángulo, podría agregarse), tachonado de martillazos. Los impactos en el vidrio se reflejan como estrellas y nuevamente se cruzan la espiritualidad con la violencia, matrimonio que tantos frutos ha dado a lo largo de la historia.
La tercera pieza es una tela con destellos, en la que se evoca un cielo nocturno en negativo: cielo blanco con estrellas negras. Visión poética, o quizás una inversión diabólica, un infierno módico. Todo es posible cuando el hombre del martillo abre el arcón religioso.
* En la galería Ruth Benzacar, Juan Ramírez de Velasco 1287, hasta el 3 de marzo.