Antes de recibir la maqueta del libro, nos preguntamos qué había llevado a nombrar esta nueva serie fotográfica con el título Japón. Las imágenes más difundidas de Facundo de Zuviría son urbanas y arquitectónicas -no hay flores de cerezo ni agua ondulante, y sus verdes más famosos son grises-negros recortados por la topiaria-; la simetría biaxial suele regir los encuadres, desligando los motivos barriales de su habitual tratamiento pintoresco al elegir una manera clasicista. Muros, persianas o asfaltos adquieren un peso, un reposo, una persistencia, deteniendo en el registro el movimiento de la gran ciudad.
¿Cómo podría relacionarse este "estilo" -es decir, esta forma de inscripción de lo real- con lo que en la Argentina entendemos por Japón, y más precisamente, por "arte japonés"?
Pedirnos una introducción parecía aventurado: nuestro conocimiento del arte japonés se reducía a lo que habíamos aprendido, como herencia, del auge de las japonaiseries en las artes visuales, con algunos insertos new age. Conocíamos los diversos caminos de las recreaciones de Whistler, de Monet y de Van Gogh, deudoras del impacto de la cultura japonesa desde la Exposición Universal de 1862, y la consiguiente inundación de estampas, de las cuales las de Hiroshige y Hokusai fueron las más copiadas; sabíamos de la confesada devoción por el zen de muchos vanguardistas de la segunda posguerra - los silencios de John Cage, las performances de Allan Kaprow o el jardín de piedras de Gropius en Cambridge. Nuestros juicios estaban adornados con interpretaciones occidentales: la pureza, la elegancia, la sobriedad del arte japonés, su estrecha vinculación con la tradición, su silencio -su "vacío"-, su filosofía opuesta al individualismo y a los propósitos utilitarios -temas que Eugene Herrigel había difundido en la década de 1940 en Zen en el arte del tiro con arco-.
En este punto recordamos dos modos peculiares de pensar/imaginar Japón que podían ayudarnos: los muy conocidos libros de Roland Barthes y Claude Lévi-Strauss. Barthes, por su modo de afirmarse en la libertad de llamar Japón a un sistema formado deliberadamente por él a partir de una serie de rasgos ("palabra gráfica y lingüística") que no pretendían "en absoluto representar o analizar la menor realidad (he aquí los gestos mayores del discurso occidental)".
Lévi-Strauss, enamorado del arte de la isla desde pequeño, por reflexionar sobre la pluralidad de miradas posibles de modo de regresar a nuestros ámbitos con ojos nuevos. En este caso se trata de una serie de conferencias que, si bien tratan sobre Japón, su autor nos advierte desde el comienzo de lo superfluo de su conocimiento, que no podría haber sido saldado aun si hubiera consagrado la vida al estudio de esa cultura. Lévi-Strauss suponía a las culturas inconmensurables y, por cierto, alguien que no se ha educado en las formas japonesas, tan contrastantes con las europeas, se mantiene inevitablemente distante; pero sabía que esta distancia con lo que consideramos la forma lógica y obvia de representar el mundo, impuesta globalmente por siglos de dominación occidental, no quita la fascinación por Japón, que no fue en un único sentido.
Con "la otra cara de la luna", el etnólogo oponía lo que estimaba dos mundos de similar importancia: el de lengua francesa -cuya capital, París, fue hasta poco tiempo atrás epítome de "la Cultura"-, y el oriental, que había arrebatado la imaginación de sus padres y abuelos. Trazaba distinciones, pero también paralelos (como el de Sengaï, pintor y poeta de la época Edo, con uno de sus pensadores favoritos, Montaigne), indicando de paso las regularidades que relacionan a los humanos entre sí. En esta productiva oposición podía caber América del Norte (el Japón, subrayaba, se enfrenta y reúne con el "vacío" del Pacífico y el continente tardíamente habitado), pero apenas nuestra deriva rioplatense, atlántica, de breve y ocasional fortuna. ¿Qué quedaba para nosotros, los habitantes de este "extremo Occidente", cuya cultura -según muchos hasta hoy, a pesar de las críticas- dependería de malas copias del "centro"? ¿En qué parte de la luna nos hallábamos?
Nada más alejado de esta versión binaria que las fotografías urbanas, de sutiles tonos, presentadas en este libro de Paula Serrat y Facundo de Zuviría. El Japón de los autores es un Japón en Buenos Aires, y podría bien leerse como un Buenos Aires desde Japón. Porque en la mezclada Buenos Aires, las culturas no parecen inconmensurables, sino entretejidas por sutiles hilos como los que teje, en una de sus imágenes, una araña de larguísimas patas.
Japón no es, pues, producto de una labor sistemática de investigación, ni una demostración de hipótesis, ni el resultado de una educación viajera. Son imágenes que se abren a la complicidad de quien las mira y se dispone al juego de encontrar Japón en esos fragmentos urbanos.
* Graciela Silvestri es arquitecta, doctora en historia de la arquitectura y docente. Adrián Gorelik es arquitecto e historiador urbano. Fragmento del ensayo incluido en el libro Japón, de Facundo de Zuviría, que acaba de ser publicado por Ediciones Lariviere.
Una idea poética y a la vez profunda
Por Facundo de Zuviría *
Las fotos que integran este álbum fueron tomadas en los años previos a la pandemia, la mayoria de ellas en Buenos Aires, aunque hay algunas de lugares tan disímiles como Egipto, Bélgica, Tierra del Fuego, París, Rio de Janeiro o Rosario. De todos modos, no tiene importancia el lugar de la toma, porque no describen tal o cual ciudad sino que hablan de un mundo que hoy, después de estos dos años de incertidumbre y restricciones, parece pertenecer al pasado.
Estas fotos son parte de mi propio imaginario, y sus motivos son recurrentes: maniquíes, vidrieras, palabras y una larga serie de detalles que conforman la gráfica urbana dialogan entre sí y establecen una suerte de relato, que fue adquiriendo otro significado durante la pandemia como reflejo de un mundo que ya había cambiado.
El relato, entonces, es la idea que desarrolló Paula Serrat sobre imágenes que no ofrecían una articulación evidente y que ella supo hilvanar sobre una idea tan inasible como real, poética y a la vez profunda: Japón. Porque el nombre alude a un mundo lejano, acaso exótico, ubicado en nuestras antípodas y que siempre funcionó, para nosotros, como una ilusión.
Sobre esta idea, difícil de precisar pero no por ello menos precisa, Paula fue editando las imágenes que yo sometía a su mirada, diciendo en cada caso y sin dudar si pertenecían o no a ese Japón utópico. Al mismo tiempo, fue asentando un orden que comienza, justamente, con la palabra Japón, y que forma una especie de narración donde las imágenes se van articulando como dípticos sucesivos, que son unidades de sentido en sí mismos y constituyen las expresiones de ese mundo flotante, como el ukiyo-e de las antiguas estampas japonesas.
Mis fotografías siempre se refirieron a la superficie de la ciudad, a sus pequeños paisajes, a la geometría de sus detalles o a las meras conjunciones de luces y sombras. Estas imágenes, tomadas por mí con la espontaneidad que permite el formato digital y cuya selección hizo Paula, componen un relato sobre nuestro tiempo, y representan también un diálogo que nos permitió encontrar nuevos significados debajo de la superficie de lo cotidiano y su realidad aparente.
* Fragmento del prólogo de Japón.