El cuento por su autor

Una vez Antonio Dal Masetto me regaló una moneda de oro. Era un escritor generoso que se preocupaba no sólo por su propia escritura. Había nacido en el norte de Italia, muy cerca del Ticino, el cantón italiano de Suiza. A los 12 años emigró a la Argentina con su familia y aprendió la nueva lengua leyendo los libros que sacaba de la biblioteca. Antonio solía llamar por teléfono para preguntar:

-¿Ángela, estás escribiendo?

Si le decía que sí, se sentía aliviado y la conversación seguía en una atmósfera tranquila. Pero si le decía que no, se mostraba preocupado y hablábamos sobre esos tramos del camino difíciles de andar. Una mañana me llamó desde Mallorca, pasaba unos meses en casa de su hija y eso lo hacía muy feliz. Me contó que había encontrado un bar al que le gustaba ir por las mañanas con un libro y una libreta para tomar notas. Conversamos sobre lo que estábamos leyendo, pero enseguida Antonio fue al punto, al verdadero motivo del llamado.

-¿Estás escribiendo?

Le contesté que no, pero que hacía poco tiempo había terminado un cuento, que ya iba a bajar algo.

-Atendeme –me dijo. Hizo un silencio corto antes de seguir-. Cuando no tengas nada que escribir, raspá el fondo de la olla.

-¿Y qué hay en el fondo de la olla? -le pregunté.

-La infancia -me dijo-, siempre está ahí.

El mediodía que lo llamé desde Luino se sorprendió. Luino es una ciudad alpina frente al Lago Maggiore, sólo hay que cruzarlo para llegar a Intra, el pueblo en el que él nació.

-¿Qué hacés ahí? -me preguntó.

-Estoy escribiendo -le dije, y nos reímos.

Hicimos comentarios sobre la luz en las tardes de sol según fuera otoño o primavera; Argentina o Italia. Unas horas después me mandó un mensaje: “Tengo que volver al Maggiore, me gustaría sentarme en la orilla, dejar que anochezca y que las horas pasen y no pensar”.

Como decía, una vez Antonio me regaló una moneda de oro, ahora te la paso, lettore, la dejo en la palma de tu mano, quiero que la tengas para que, sobre todo algunos días más que otros, raspes también vos el fondo de la olla.


Entre lenguas

Todos los años viajábamos a Río Negro para pasar los veranos en Villa Regina, que por entonces era una pequeña Italia. El italiano era la lengua que se oía en las chacras y en las calles, en las panaderías, en las conversaciones de las sobremesas que se alargaban en las noches de verano bajo los parrales cargados de uva chinche. La gente se peleaba y se contaba sus secretos en italiano. Allá nos esperaba una familia grande y horas interminables de juegos y paseos que sólo hacíamos en el Alto Valle.

Los domingos íbamos al río con mi abuela. Mi abuelo nunca quería ir y sólo algunos días, aunque recién cuando la tarde estaba por terminar y el sol ya casi se había puesto detrás de las sierras, él bajaba a buscarnos. Ni bien llegaba, se sentaba sobre el tronco de algún árbol pero no aguantaba mucho ahí quieto y enseguida quería que volviéramos todos juntos a la casa. En cambio mi abuela siempre quería quedarse en el río un poco más. Le gustaba estar ahí y escuchar el rumor que el viento formaba en el agua o entre las ramas más altas de los álamos. Apenas llegábamos, mi abuela se descalzaba, anudaba el ruedo del vestido por encima de las rodillas y se metía en el río. Tenía la piel muy blanca y a mí me gustaba acariciarle la humedad de los brazos desnudos. Cada tanto, formando un cuenco con las manos, juntaba agua y se mojaba la cabeza. Las gotas de agua dulce se deslizaban por la piel blanca y lisa de la cara y se perdían en el cuello. Se quedaba casi toda la tarde metida en el río, con el agua por encima de la rodilla y no le importaba volverse a casa con el vestido tan mojado que se le pegaba a las piernas.

Mi abuela, que no era una mujer de ir a misa los domingos, rezaba el rosario sin embargo con una devoción que no he visto ni siquiera entre los integrantes de congregaciones religiosas. Rezaba siempre por las noches, en su cuarto, en una penumbra que apenas disipaba la luz tenue del velador sobre su mesa. Se sentaba sobre la cama, y rezaba en voz muy baja, con una rapidez tan concentrada que las palabras se pegaban unas a otras y era imposible reconocerles un principio y un final. Puedo oírla todavía. Los labios gruesos de mi abuela se movían rápido en movimientos cortos que iban regulando el aire dentro de su boca. Sé que la oiré siempre. En cada cuenta del rosario ella ponía un fervor que sólo tienen las personas que profesan una fe enorme en la palabra. Me recuerdo a su lado, oyendo el murmullo que cobraba vida en ese cuarto caluroso. El susurro de las oraciones religiosas que crecía y crecía. El rumor apagado de aquellos rezos secos que no admitía interrupciones. Mi abuela cerraba los párpados mientras musitaba sus rezos y sólo a veces, pero sin interrumpirse en sus oraciones, clavaba sus ojos claros en los míos. Aunque siempre rezaba por las noches, algunas veces ella suspendía las actividades de la cocina en mitad de la mañana y se encerraba a rezar. Puedo oírla todavía. El aire salía de su boca convertido en palabras que me zumbaban alrededor. La voz de mi abuela balanceándose en una textura susurrante que apretaba los hilos a medida que avanzaba. Siempre estaré oyendo ese sonido. Tengo el espesor de ese zumbido suyo anidado en mi oreja desde aquellos días y lo tendré para siempre. Las oraciones de mi abuela llenaban todo el cuarto y las palabras cobraban un cuerpo y se desplazaban en sus sonidos propios. Palabras que no siempre se entendían con claridad pero que tenían una música que era inconfundible. Era en esas palabras en las que mi abuela tenía puesta una enorme confianza y recobraba cierta serenidad. Aunque yo era una nena, podía ver que en cada cuenta del rosario mi abuela entregaba el alma y la recuperaba en la siguiente. Pegaba las palabras unas con otras sin fin ni comienzo y les daba una música tan precisa que me dejó ese murmullo por siempre en mis oídos. La ebullición de esas palabras tenía la urgencia de quien escapa, de quien huye de algún lugar oscuro del alma. Aquella lengua, que era la intimidad más pura, era también el diálogo que se elevaba más alto. Aquella abuela que rezaba en la urgencia, en el ritmo y en la soledad, me enseñó desde temprano que la lengua recorre una doble vía. Se adentra en el ser interior de nuestra humanidad mientras transita su recorrido hacia fuera para encontrarse con los otros, para buscar en su desosiego más hondo, a un Dios que la escuche. Eso aprendí aquellos veranos oyendo rezar a mi abuela. Pronunciar para ella era internarse en sus propias honduras y, al mismo tiempo, elevar las palabras al cielo más alto porque siempre hay alguien que escucha.

En aquellas noches calurosas hubo veces en que, las dos encerradas en su cuarto, yo confundía el rezo de mi abuela con su propia respiración. Eran momentos de incertidumbre en que yo no podía reconocer, en la pesadez de aquella atmósfera penumbrosa de la habitación, si eso que yo oía y que quedaba flotando y nos rodeaba los cuerpos eran sus oraciones o era el aire que entraba y salía de su boca. ¿Era un jadeo o una letra?, ¿una sílaba o una exhalación? Instantes en los que se fundían la palabra y el aire y era imposible separarlos. ¿O eran uno?, ¿O fueron uno desde entonces?

Vuelvo muchas veces a esa escena de mi abuela rezando. Y cada vez que vuelvo entro en el susurro de una lengua que es también la mía aunque aun así no entiendo del todo. Una lengua que sin embargo calma en parte una angustia. No pude verlo entonces, lo veo hoy, había angustia en esa mujer que había dejado a sus padres en un país en guerra, a sus amigos, su pueblo. Una angustia que se ahondaría por la certeza de que no volvería a verlos nunca más. La voz de aquellos rezos no tiene sin embargo la letanía de los oficios religiosos. Es una voz que busca la salvación, sí, pero está muy cerca de la agitación de los deseos. Una voz que está empeñada en avanzar y dejar atrás el dolor. Pero ¿por qué mi abuela italiana no rezaba en su idioma natal? ¿Por qué eligió una lengua nueva para sus plegarias y por lo tanto una voz también diferente? Ella, que volvía siempre a su lengua madre para las cosas más importantes de sus días, sin embargo nunca rezaba en italiano. ¿Por qué mi abuela, a la que oía yo enunciar en italiano, en su lengua, los discursos de los momentos más trascendentes de cada uno de sus días, rezaba sin embargo en la lengua de este país en la que ella era una inmigrante? Mi abuela se enojaba en su lengua natal, y el italiano era también la lengua que usaba para pelearse, insultar, divertirse, contar secretos. Esa fue la lengua para decir sus angustias y las tristezas. Pero rezar, ese diálogo que se establece con un Dios, ¿no concreta lo más importante de las palabras que pronunciamos? Los miedos y los deseos. El futuro, y rezar es casi siempre hablar de nuestro futuro, no existe sino en el lenguaje. Sólo en las palabras tiene vida lo que nunca ocurrió aún. El futuro, el mañana, el porvenir no habitan sino en las palabras. Hay una red que traman las hebras del lenguaje y el tiempo. Pero ¿por qué mi abuela cambiaba su lengua natal por el spagnolo para rezar?; ¿por qué necesitó una lengua nueva para hablar del futuro y enunciar en sus plegarias los días inciertos por venir en una tierra desconocida? Esa mujer italiana que rezaba pedía por su propio futuro en una lengua que no era la suya. ¿Era el mismo Dios en una lengua y en la otra? Las maldiciones eran en italiano y las plegarias en español. Tal vez en los nuevos enunciados ella buscaba también nuevos discursos y quizás se alejaba así de las palabras que habían redactado un pasado de ausencias y de pérdidas. ¿Nuevos acentos para una vida que mi abuela desearía mejor? ¿Buscaba que al estrenar ella una gramática la nueva sintaxis desplegara el umbral de otros horizontes? Tal vez creyera que una semántica diferente le traería por fin los signos de la felicidad. Quizás mi abuela sintió que rezar en español era existir en la lengua del otro y por lo tanto ser reconocida por los demás. Tal vez fuera el camino para ser menos extranjera, para olvidar en parte, al menos en aquellos discursos tan sentidos, la extraterritorialidad a la que estaba confinada.

Algunas tardes de verano, cuando hacía demasiado calor para quedarse dentro del cuarto, mi abuela me llevaba a la acequia. Bajábamos después del mediodía por una calle de tierra caminando por debajo de la sombra de los árboles que bordeaban el camino. No era sólo por la frescura del agua por lo que me gustaba ir a la acequia. Es que en aquellas tardes en el canal, el rumor que el viento formaba en el agua o entre las ramas más altas de los álamos sonaba igual, exactamente igual, que el susurro de las palabras que respiraban en la boca de mi abuela.

Mi abuela no era escritora, sin embargo como rezadora construyó sus oraciones con palabras nuevas, con una música propia y una voz única que buscaba el énfasis en la enunciación pero se alejaba de la estridencia. Sin saberlo, me inició en esa música y me la dejó para siempre. Por ella, la palabra fue para mí un rito de liturgias domésticas. Por ella, entendí que lo sagrado de la palabra estaba en la intimidad de los cuartos de la casa. La fe más sacra de aquella mujer estaba puesta en el lenguaje.

Como mi abuela, algunos días todos libramos una batalla contra nosotros mismos. Son días en que, huyendo de algún pasado, arribamos a una tierra que nos resulta tan extraña que somos allí inmigrantes que imploran algo que no tiene nombre porque aún no existe. Nuestras vidas, condicionadas por los sonidos de la lengua y por la letra, cuelgan de esos hilos del lenguaje. Sé que mi abuela también intuía que nuestra existencia depende de la posibilidad de reconocer la energía que tienen las palabras y por eso algunas veces ella ponía tanto empeño en enseñarme a rezar, era su modo de pronunciar el mundo. Fue ella la primera en creer que las palabras iban a salvarme. En esa transmisión me legó también el misterio que se oculta en el lenguaje y el silencio. ¿Es fraseo o una inhalación? ¿Cadencia, o la aspiración del aire más pesado?

Casi siempre por las noches, cuando ya todos dormían, yo cruzaba el pasillo ancho que llevaba a los cuartos y entraba a la habitación de mi abuela. El pasillo estaba oscuro pero yo caminaba segura, guiada por la luz que se filtraba por debajo de la puerta de su cuarto. Mi abuela dormía tan poco que a veces cuando amanecía, ella estaba todavía despierta, aunque nunca la oí quejarse por eso. En verano dejaba la ventana abierta toda la noche y a veces, cuando entraba a su cuarto, la encontraba con los brazos apoyados sobre el marco oscuro de madera barnizada. Usaba una enagua de breteles finitos que, en las noches calurosas, a causa de la transpiración, se le adhería a los pechos y al vientre.

-¿Qué pasa? –me preguntaba cuando yo abría la puerta.

Otras veces la encontraba sentada sobre la cama. Era una cama tan alta que las piernas le quedaban colgando y ella hacía un balanceo casi imperceptible con los pies. Mi abuelo dormía de espaldas, abrazado a la almohada, mientras ella revolvía una caja de zapatos llena de papeles, escritos casi todos en italiano. Cartas que ella desdoblaba y me leía en ese susurro espeso en el que hablábamos para no despertar a mi abuelo. Tarjetas. Fotos que tenían una dedicatoria al dorso. Estampitas de comunión de sus parientes en Italia. Ella me leía y hacía crecer un murmullo en ese calor pesado del cuarto. Después volvía a guardar todo en la caja y la escondía abajo del ropero.

-El abuelo no sabe, eh –me decía.

Y aunque nunca terminé de conocer del todo esos secretos, yo los guardé para siempre. Y a veces cuando escribo me parece que es eso lo que vuelve. El susurro de un idioma que entiendo a medias dentro de un cuarto caluroso; apenas un puñado de palabras para contar lo que está oculto. Voces de gente que no conozco, y que hablan ahí, encerrados en una caja de zapatos escondida debajo del ropero. Y una luz que algunas noches se filtra por debajo de la puerta y alcanza para alumbrar la oscuridad mientras camino.