Un día Marina se despierta y es otra. Su cara presenta un cambio lo suficientemente contundente como para no reconocerse. No devino en monstruo fantástico, tampoco existen en ella deformidades que puedan generar la sospecha de una enfermedad. Sigue siendo una bella joven cerca de los treinta años pero hay ángulos, tamaños, proporciones que hacen que la morfología de su rostro la vuelva irreconocible.
Lo primero que hace es refugiarse en la casa de sus xadres y desaparecer del mundo cotidiano, de las clases en la facultad, de su novio que quiere verla más allá de estar advertido de sus cambios. En la secuencia de decisiones que Marina toma sin necesidad de valerse de grandes discursos (un tesoro que el cine permite en su narrativa) El rostro de la medusa construye una delicada trama filosófica.
Emamnuel Levinas consideraba que el rostro del otro era lo que establecía el sentido, la racionalidad y la inteligibilidad. El rostro es significancia de sentido pero no es representación. Para el filósofo lituano el rostro es lo único que no se puede matar porque es una trascendencia que nunca se vuelve inmanencia. En este film de Melisa Liebenthal el rostro de la protagonista se convierte en el rostro de otra. Su primer desconcierto se sitúa en el plano del sentido justamente por esa capacidad de significación que tiene el rostro. En la película ese afuera del que Marina formaba parte se vuelve inhabitable, en un comienzo porque su cambio altera el lugar y la correspondencia entre las cosas. Cuando vuelve a la facultad lo hace como alumna y no como docente, meterse como una extraña en su espacio de trabajo le permite vincularse de un modo más impune, dándose permisos que seguramente antes hubieran implicado cierta culpa. Lo interesante del guión que Liebenthal escribe junto con Augustín Godoy es que la mayoría de los conflictos surgen de las suposiciones de Marina, de la sospecha que tiene la protagonista de que los demás no van convencerse de su identidad.
La directora se vale de algunos procedimientos que acercan a esta película al género documental. No solo porque la familia de Melisa (sus xpadres y su abuela) actúan como la familia de Marina en un desplazamiento que le otorga una carga de verdad a un film que es claramente una ficción, sino porque hay una pregunta permanente ligada a la duda o curiosidad por saber si esta historia realmente ocurrió, si forma parte de la imaginación de Liebenthal o si la directora está reconstruyendo un suceso que es factible desde el punto de vista biológico. Este dato que no tiene una importancia para la valoración de una obra de arte, aquí se integra al análisis porque establece otra línea narrativa en relación a lxs espectadorxs, porque se convierte en un recurso que amplía las posibilidades dramáticas.
El montaje a cargo de Florencia Gomez García trabaja con material de archivo de diferentes zoológicos del mundo. Marina es bióloga pero la película no ahonda en la temática cientificista sino que se dedica a pensar los parecidos como marca de identidad. En los animales, a veces, las diferencias suelen ser imperceptibles. Si nuestra cara es el origen de un sentido, Liebenhtal articula esta idea con el abismo de la mutación, tan propia de nuestro tiempo, con las herramientas para transformarnos que surgen tanto de nuestra decisión como de la biología.
¿Hasta dónde Marina sigue siendo la misma cuando su rostro es otro y hasta qué punto ella no termina eligiendo o aprovechando este cambio? Rocío Stellato sostiene una actuación que no deja de ser bastante introspectiva, entiende que el conflicto de Marina es ante todo interno, que la comprensión del mundo ya no puede ser la misma pero aquí no hay estridencias, lo que vemos se parece más a una comedia, a un humor que oculta la inminencia de ese rostro que habla por primera vez.
El rostro de la medusa se
presenta los viernes a las 20 en el MALBA.