El cuento por su autor

En 2021 se publicó mi libro de cuentos Así los trata la muerte (Alfaguara), cuyos protagonistas son personajes históricos. Los cuentos remiten a su pasado en la Tierra, pero se narran desde sus “posvidas” o “posmuertes”. Proponen, así, una poética fantástico-sobrenatural, cruzada por fantasmas que hablan entre sí, o que dialogan con seres humanos aún vivos.

Escribir ese libro fue para mí un punto de llegada y de síntesis; implicó revisitar épocas y espacios, invocar (entre otras) a figuras que estuvieron en el centro de mis investigaciones y de mis novelas, como Victoria Ocampo (Las libres del Sur), Lucio V. Mansilla (La pasión de los nómades) y Eduarda Mansilla (Una mujer de fin de siglo).

Eduarda, la brillante hermana de Lucio Victorio, escritora y periodista, compositora e intérprete, había viajado a los Estados Unidos de Norteamérica en su juventud. Fruto de sus dos estadías como “diplomática consorte” en ese país son sus Recuerdos de viaje (1882), una crónica compleja donde se mezclan la curiosidad, la admiración y la punzante crítica. En “Otros recuerdos de viaje”, retorna a Washington, una ciudad que conoció bien. Busca algo valioso y perdido: un baúl que menciona Daniel, su cuarto hijo, en su libro de memorias (Visto, oído y recordado). Allí se habrían guardado desde cartas a obras inéditas, no solo de ella sino de su marido, el jurista Manuel Rafael García. En mi ficción, la ahora espectral autora bilingüe de Pablo, ou la vie dans les Pampas/ Pablo o la vida en las pampas (1869), sigue oscilando entre polaridades que marcaron su vida: los afectos inmediatos y la gran aventura de la trascendencia, la voluntad de legado y el deseo de olvido.

Su nuevo viaje la enfrenta al siglo XXI, a cambios sorprendentes (algunos auspiciosos en lo que hace a derechos femeninos), a recurrencias perturbadoras o a trágicos retrocesos. Tendrá que preguntarle a un nativo local (el ficticio historiador Andrew Kirkman), no solo por todo lo que ha sucedido en la poderosa nación del Norte y en el planeta, sino por lo que más la aflige, por lo que estuvo siempre en el centro de su imaginación creadora y de su memoria: el destino de su entrañable patria sureña.

OTROS RECUERDOS DE VIAJE

--Quiero el baúl.

Kirkman movió la mano, como si espantase moscas. En realidad espantaba una molesta voz demandante que volvía una y otra vez dentro del sueño.

--Le dije que quiero el baúl--.

Una puntada en medio del pecho lo dejó sin aliento. Abrió los ojos, aterrado. No era un infarto. El tacón de una bota prensaba su esternón, mientras el extremo del calzado emergía entre las ondas de un vestido frondoso.

Con increíble ligereza y gracia –la dama era robusta y el polisón revestido de terciopelo debía de pesar muchas libras— el pie se retiró de golpe sin que él pudiese atisbar siquiera lo que había más arriba. Fue reemplazado de inmediato por la punta de una sombrilla. Aplastaba menos pero pinchaba más. Lo tenía clavado como una mariposa de colección, en un dolor preciso y humillante.

La miró, desde abajo, detenidamente. Repasó todos los daguerrotipos, fotos, láminas y grabados de su vasto archivo mental, sin poder localizar la imagen. Ni siquiera determinar la nacionalidad. Su dominatrix hablaba un inglés muy correcto con cierta interferencia de vocales anchas y claras.

Estaba en una posición cada vez más incómoda. Debía conseguir que lo soltase, para despertarse de una vez, o para doblar la hoja e iniciar otra fase del sueño más agradable. ¿Qué puntos vulnerables podía ofrecer la psicología de una mujer de esa época?

--Usted no tiene modales. Su grosería es indigna de una señora.

De inmediato se arrepintió. ¿Y si era una sufragista? Le contestaría algo así como “Deme mis derechos y refinaré mis modales”. Y a lo mejor le escupiría después. Aunque tampoco parecía sufragista. Estaba primorosamente arreglada, con cierta sofisticación, incluso, y olía suavemente a perfume francés. Pero nunca se podía estar seguro. “Siempre termino enredándome con estereotipos”, se fastidió.

--¿Espera que tenga modales con ladrones y estafadores?

--Yo no robo ni estafo. ¿Qué puedo haberle robado a usted?

--No sabe quién soy, ¿verdad?

--¿Debería?

--Sí. A menos que compre en bulto a cambio de moneditas, ¿no? Al tuntún y por las dudas si hay algo que le sirva. Tal vez no es tan estafador como lo supuse. Solo un bruto.

--Qué bien. Voy mejorando en su concepto.

El pinchazo del paraguas le dio una tregua.

--¿Usted no es Kirkman?

--Andrew J. Kirkman junior, para servirla.

--Bastante viejo para ser junior. Pronto vamos a quedar los dos del mismo lado.

--¿Usted sabe que está muerta?

--¿Usted sabe si está despierto?

--Claro que no estoy despierto. Solo que a veces sueño con personajes del pasado. No lo puedo evitar. Soy historiador y no tan bruto.

--¿Se quedó o no se quedó con mi baúl?

--Nunca supe de baúles que no fueran trastos viejos de mi familia. Todavía debe de haber alguno en casa de mi hermano.

La dama dejó resbalar el paraguas opresor y se dejó resbalar ella misma sobre un silloncito al lado de la cama.

--¿En qué año estamos?

--Dos mil dieciocho años después de Cristo.

--Ya supongo que es después de Cristo. No nací en la Edad de Piedra. En fin, cuánto tiempo pasó desde la última vez.

--¿La última vez?

--Que volví. Entonces estaba decidida a encontrar el baúl. Pero me perdí de nuevo en la luz.

--¿La del final del túnel?

--¿Qué es eso?

--Un cliché ahora de moda para describir el camino de las almas después de la muerte.

--¿Usted cree eso?

--Para nada. Soy ateo.

--Sin embargo hay una luz. Yo la vi, y vi el mundo bajo mis pies y el desfile de las naciones en la Historia y la suma del tiempo.

--¿Y por qué no sigue allá?

--La luz aparece y desaparece. Cuando llega no hay nada más. Y cuando se va, todo es menos y nada satisface. No se ría. Ya le va a tocar también. Parece más cerca del arpa que de la guitarra. Living on borrowed time, como dicen ustedes.

--Si no me aplasta con su bota, me hunde con sus metáforas. Usted es encantadora.

--Me lo han dicho muchas veces y sin ironías.

Kirkman, aliviado del dolor inmediato, se dio tiempo para mirarla. Relajada también, ella se había quitado el sombrero y se permitía reposar la cabeza sobre el respaldo del sillón. Tenía trenzas castañas, recogidas en la nuca, y unos ojos claros que lo miraban, por fin serenos. Una hermosa mujer madura, de rasgos fuertes, algo excedida de peso para los criterios del siglo XXI, pero muy aceptable para los del XIX.

--Es cierto, no se merece las ironías, Madame…

--Eduarda. Mansilla de García. Madame o Mrs. García, como me llamaban cuando viví en esta ciudad por un tiempo.

Ahora se explicaba los ecos vocálicos intrusos.

--No me diga. ¿Y qué hacía en Washington? ¿Dónde nació? ¿En España?

--Todo el mundo me preguntaba lo mismo cuando estuve acá. No. Nací en la Argentina. Al sur del Sur. Una república casi inexistente para muchos. Pero mi marido y yo vinimos para representarla.

--Seguramente lo habrán hecho muy bien.

--Lo mejor que pudimos. Manuel era un gran jurista. Se ocupaba de educación y leyes. Y yo de música y letras. Y de modas. Además de tener media docena de hijos. El último nació cuando volvimos a París. Solíamos salir en los diarios y hasta pusieron mi retrato en el Blue Room de la Casa Blanca.

--Bueno, eso es algo.

--Lamento haberlo pisado. También siento lo del paraguas. Pero necesitaba una confesión inmediata. Me dieron plazo solo hasta el amanecer. Ahora veo que todo fue un error. Tendría que haber visitado al senior y no al junior. La dirección es la misma, solo me equivoqué de tiempo.

--Seguramente. Mi familia vivió en este lugar por varias generaciones.

Kirkman manoteó el salto de cama y salió de entre las sábanas. Sentados frente a frente se sentía menos vulnerable y la veía mejor.

--Creo que sé quién pudo haber comprado el baúl que dice. Mi abuelo tenía un negocio de objetos raros, traídos de todas partes del mundo. A veces los encontraba él mismo, en sus viajes. O los mandaba buscar. Estuvo un tiempo en el Río de la Plata. Mi padre heredó el negocio y lo fue transformando en un anticuario. Llegó a tener bastante fama. Pero yo no seguí con eso. Prefería los estudios y me dediqué a las antigüedades…. de otra manera. ¿Cómo era su baúl? ¿Exótico?

--¿Exótico? Dependería de quien lo mirase. Por fuera era solo un baúl inglés, sólido, con clavos negros y fuertes cerraduras.

--¿Tenía algo muy valioso adentro?

Mrs. Eduarda suspiró.

--Digamos que también eso es cosa de perspectiva. Para un historiador como usted valdría ya por ser antiguo. Aunque quizá tampoco interesen unos papeluchos de gente del sur del mundo, ¿no?

--No se crea. Si realmente fuera mío podría vendérselo a algunos colegas que se especializan en Sudamérica. O incluso a la Biblioteca del Congreso. Pero no lo tengo. ¿Usted para qué lo quiere?

--En realidad no es que lo quiera yo. Quiero que lo encuentren.

--¿Quiénes?

Mrs. Eduarda no contestó. Miraba detenidamente el cuarto, sin excesivo entusiasmo.

--Usted sí que vive en el pasado, ¿eh? Son más o menos los mismos muebles que se usaban cuando nos alojamos en esta ciudad. A mí, en cambio, siempre me gustaron las novedades.

--Me imaginé que era una mujer de avanzada. Pero no todo es tan viejo por acá.

Kirkman accionó un control remoto desde la mesa de luz. Las cortinas se abrieron y el alto brillo nocturno de la ciudad apareció tras el techo de las casas tradicionales.

Ella se acercó a la ventana, posó la mano enguantada sobre los vidrios.

--No se puede negar que han progresado algo desde los años en que el ganado paseaba a sus anchas por las calles llenas de pozos, casi al lado del Capitolio. ¿Sabe que el ministro de España no pudo llegar a una de las recepciones que dimos en la legación argentina porque se cayó a un hueco donde se había hundido una vaca? Había muy pocas casas, fuera de las avenidas principales. Ni siquiera estaban bien asfaltadas y faltaban luces de noche.

--Esto no es nada. Tendría que ver ahora los edificios de Nueva York. Y la iluminación. Siempre parece de día.

--¿Nueva York? Increíble. Entonces había horarios de gallinero. Las tiendas cerraban muy temprano. Y las únicas luminarias eran las de los teatros. O mejor dicho, los teatruchos de mala muerte que abundaban en Broadway, con estrellas de gas y carteles de figurones vulgares.

La señora se dio vuelta bruscamente. La habitación acababa de llenarse de voces y de músicas. Otra cortina, pero interna, se había descorrido en la pared frente a la cama. Sobre ella, en una pantalla, aparecieron cambiantes imágenes humanas, paisajes, animales.

Mrs. García volvió a sentarse. Aunque aparentaba tranquilidad, volvió a apuntar a Kirkman con la sombrilla.

--Pues sus defectos no mejoraron mucho. Impostores y fanfarrones como el del circo Barnum. No crea que va a asombrarme con esas figuritas. No soy tan crédula como esa pobre gente a la que le cobraban por ver a la supuesta nodriza de George Washington y a unas gordas horribles bailando el cancán.

--No pienso cobrarle nada. Se llama televisión. Es un procedimiento complejo para transmitir imágenes a distancia. Hoy cualquiera tiene uno de estos aparatos en su casa.

--No me diga que lo inventaron ustedes.

--No exactamente. Más bien es cosa de los alemanes y los ingleses. Pero lo industrializamos y lo comercializamos muy bien.

--¿Quién es ese viejo teñido que hace gestos de amenaza con la bandera de la Unión a la espalda? ¿El empresario del nuevo circo Barnum?

--Es el actual presidente de los Estados Unidos de Norteamérica.

--Parece un cowboy grosero y prepotente.

--Eso opinan unos cuantos. En realidad, la mayoría de los votantes del país. Pero con nuestro sistema de Colegio Electoral ganó de todos modos.

--Pensar que los reporters se burlaban de mi tío don Juan Manuel. ¿Quién era el oponente de este hombre?

--Una mujer. Mrs. Hillary Clinton.

--¿Así que las mujeres pueden ser presidentes? ¿Y por fin votan?

--A esta altura, sin restricciones en casi todas partes del globo, salvo en algunos países musulmanes donde el voto femenino está limitado. ¿Qué pasaba con su tío don Juan Manuel?

--Juan Manuel de Rosas. Fue el Gobernador de Buenos Aires. Y el representante de la Confederación Argentina ante el extranjero. Dictador, como entre los romanos, en épocas de anarquía. Muchos lo odiaron, no sin motivos. Creo que hizo lo mejor que pudo y lo que supo. Mantuvo a raya a la Francia y la Inglaterra durante nuestras guerras civiles. La Argentina tendría quizás la mitad de su extensión de no ser por él, mal que esto le pesara a mi gran amigo, el señor Sarmiento.

--Por lo que sé de su país, conservar el tamaño no le sirvió de mucho. Un tercio de su población es pobre. Están llenos de deudas y viven de crisis en crisis y de bancarrota en bancarrota desde hace casi un siglo.

La cara de Madame se alargó, entristecida.

--Más de un siglo. En mil ochocientos noventa hubo un terremoto de las finanzas. Los créditos para la Argentina parecían ilimitados y se esperaban ganancias fabulosas, hasta que las empresas empezaron a quebrar y la banca nacional también. Todos habían invertido en títulos y acciones que pronto no valieron nada.

--No aprenden de sus errores.

--Así será. Pero su gran nación, ¿no tiene pobres?, ¿no tiene crisis?, ¿no tiene deudas?

--La mayor deuda que existe. ¿Y qué importa? Todavía somos también la mayor potencia militar y económica. El vigía y custodio de Occidente. ¿Quién nos va a cobrar? Si nosotros quebramos, nuestros acreedores también.

--¿La principal potencia? ¡Ustedes! Unos palurdos que compraban imitaciones de pinturas clásicas por precios disparatados. Misses republicanas y burguesas que se arrodillaban ante un conde ruso sin un centavo para rogarle que interpretara un nocturno de Chopin. Señoras alhajadas con diamantes de vidrio y pintadas como cómicas de la legua.

--Mi querida Madame Eduarda, tanto da. Con erudición artística y gusto exquisito no se domina el mundo.

--No, claro. Hay que hacer otras cosas. Ganar guerras. Someter pueblos.

--También trabajar sin tregua para producir bienes que vendimos a todo el planeta.

Mrs. García se desmoronó. Empezó a envejecer, a hincharse y a deteriorarse. Los rasgos iban perdiendo su trazo decidido y había bajado los ojos. Quizás, pensó Kirkman, ese era el aspecto –descuidado y triste— que tenía cuando murió.

Decidió apiadarse un poco de ella, aunque aún le dolieran los pinchazos de la sombrilla.

--No se aflija tanto. Su país también hizo lo suyo. El Papa actual es argentino. Y la reina de Holanda. Y científicos que ganaron el premio Nobel. Hay un escritor muy conocido….Jorge Luis Borges.

Kirkman apretó varias veces el control del aparato y escribió algo. De pronto, en la pantalla, aparecieron dos o tres retratos, artículos, libros.

--Esa soy yo. Y casi todas mis obras. ¡¡Desobedecieron!!

--¿Quiénes?

--Dejé un pedido en mi testamento, para que mis hijos no las reeditaran.

--No fueron sus hijos. Otras mujeres, compatriotas suyas, las leyeron y las publicaron, en este siglo.

Los dos se acercaron a la pantalla.

--Son ediciones especiales, con estudio y notas. Sobre todo para universidades. Vea, hasta hay investigaciones en inglés. ¿Así que también fue compositora y cantante? ¿Por qué pidió eso en su última voluntad?

--¿Leyó a Madame de Genlis? ¿No conoce las desventuras de una femme auteur?

--Sí, claro. ¿Era para tanto todavía a fines del siglo XIX?

--Nadie esperaba que las mujeres escribieran libros o música, aparte de parir hijos. Que tuvieran una vida propia. Eso sí me gustaba de ustedes.

--¿De nosotros?

--Comparadas con las criollas, las estadounidenses hacían lo que les daba la gana. Viajaban y salían a fiestas solas. Flirteaban sin que nadie las supervisara. Se casaban por amor o por dinero sin que se metiera su familia. Y hasta se divorciaban si era necesario. Además, los diarios solían contratarlas como traductoras y reporters. Y cobraban por su trabajo. Si se casaban, mandaban a su gusto desde el home.

--Sin embargo, nuestras feministas se quejaban de todas maneras.

--Siempre falta algo. Y siempre se puede estar peor. Como nosotras, las sureñas. Ineducadas y analfabetas la mayoría. Parias del pensamiento privadas de los medios para expresarse y cumplir plenamente con su misión humana.

--Excelente frase.

--La escribí en una de mis novelas, Pablo, ou la vie dans les Pampas.

--¿En francés?

--En francés, pero siempre sobre mi país. Mi marido estaba destinado en Francia en aquel entonces. Fue poco antes de radicarnos en Washington. ¿Sabe que Víctor Hugo leyó la novela y me hizo llegar unas líneas muy elogiosas? En esos años frecuenté la corte de la Emperatriz Eugenia. Conocí a Rossini, a Gounoud, a Massenet. Acompañé al piano a Marietta Alboni, la prima donna.

--Imposible competir con semejante glamour. Por eso en Washington todo le parecería tan primitivo.

Mrs. García se sentó de nuevo, con una media sonrisa, y volvió a ponerse el sombrero.

--¿Ya se va?

--Falta poco para el amanecer. No me diga que va a extrañar mi compañía.

Kirkman se estremeció. Cargaba en la cuenta del “debe” dos divorcios y malas relaciones con su familia. La realidad lo aburría y lo irritaba sin dejar por eso de asustarlo. El presente le parecía, por momentos, una película de Ciencia Ficción clase Z. “Qué solo estoy”, sintió. “Tan solo, que no quiero dejar ir al fantasma de una desconocida dentro de un sueño”.

Ella levantó la vista.

--¿Hubo guerras horribles en el siglo que no llegué a vivir, verdad? ¿Y mataderos humanos donde murieron millones de personas, y tiranos sanguinarios?

--Sí. Los hubo. También en su país y no hace tanto. Sigue habiendo guerras. Pero la última que involucró a las naciones centrales terminó antes de la mitad del siglo pasado. Con bombas nuevas, capaces de hacer un daño nunca antes visto, que aniquilaron dos ciudades enteras en Japón.

--¿También el Japón estuvo en esa guerra? ¿Quién arrojó las bombas?

--América.

--Ustedes, claro. Porque los otros americanos no habremos sido.

--No juzgue antes de saber qué habían hecho los enemigos.

Mrs. García alzó los ojos.

--¿No es un sofisma justificar el mal propio por el mal de los otros?

--Todas las luchas de la Historia se resuelven con sofismas, entonces.

--¿Sabe que estreché la mano de Abraham Lincoln en el shake hands del Año Nuevo? Fue durante mi primera estadía en este país. Aunque no sé si era su mano de carne y hueso. Decían que usaba un brazo artificial para poder aguantar toda la interminable ceremonia. Cualquiera podía pasar a saludarlo. Eso también me gustaba. Y la Constitution que ponían por delante de todo. Y las institutions inamovibles que respaldaban los derechos y las libertades. Y los tres poderes. ¿Todavía funcionan? ¿A pesar del cowboy?

--Por ahora creo que sí.

La mano de aire de Madame García se posó sobre la suya.

--Parece muy cansado, señor Kirkman.

--No en vano soy historiador, querida señora. Es una profesión que se adopta muchas veces por hartazgo y disconformidad. Para saber cómo fue posible que llegásemos hasta aquí.

Ella se puso de pie y recitó.

--Vi el surco que dejaron tras de sí los pueblos esclavos, desde el origen del mundo conocido, marchando cual rebaño de ovejas al matadero sin murmurar ni esperar. Vi el despotismo, triunfante un día, convertirse luego bajo otra forma, en otro despotismo. Vi las santas aspiraciones de los creyentes, naufragar en mares de sangre y lágrimas, vi aparecer la era de la fraternidad y la igualdad; pero vi también esa fraternidad, esa igualdad, combatidas, sofocadas por aquellos mismos a quienes incumbía la misión de redimir. Vi a los enviados de paz y humildad, pactar con los soberbios poderosos, para oprimir al desvalido y quitarle hasta la esperanza, invocando una doctrina santa.

--Una muy buena descripción de la historia humana.

--Más que una descripción es una visión. Está en uno de mis cuentos: “El ramito de romero”.

Madame Eduarda empezó a esfumarse desde abajo hacia arriba. El ruedo del vestido se iba borrando con fulgores de tornasol.

Kirkman se tomó el pecho con las manos. Se le partía en dos y ya no había bota ni sombrilla que lo lastimaran. Ahora temía que Eduarda desapareciera por completo.

--¿Y el baúl? ¿Qué había adentro de ese baúl?

--La memoria de lo que fuimos. Los escritos que dejamos mi marido y yo. Borradores, cartas, libros sin publicar. Quedó en manos de uno de nuestros hijos, que nunca se consoló de su pérdida.

--¿Quisiera que ellos lo encontrasen?

--¿Mis hijos? Ya están en un lugar donde ningún mal los alcanza y no hacen falta baúles. Pero otros podrían leerlo, todavía, de este lado, en el que fue mi país. Casi la mitad de mi vida estuve fuera de él. Y en muchos aspectos fue como si nunca me hubiese ido. O como si estuviese volviendo todo el tiempo.

--Me imagino que también escribió sobre nosotros.

--Sí. Solo sobre ustedes, aunque viajé y viví en muchos otros lugares. Eran nuestros hermanos mayores. Veníamos a estudiar sus leyes y su sistema educativo. Pero describí personas, anécdotas, costumbres, no solo leyes. Eran ridículos y admirables. Rústicos aunque también sensibles. And so on…Léalo, si le queda tiempo. God bless America, incluyéndonos a nosotros, los del Sur, que tanto parecemos necesitarlo.

Kirkman cayó de espaldas sobre la cama. Aunque la calefacción funcionaba bien tenía frío. Mientras ella iba desapareciendo, siguió oyendo su voz.

Se abandonó en una paz envolvente. Dejó de respirar. En los últimos segundos agradeció que su Señora Muerte hubiera llegado con la cara de Madame Eduarda.