Todos los días tienen música hoy, acá, en Villa Los Aromos. Es un paraje inserto en la bella órbita geográfica de Alta Gracia, Córdoba, cerca de donde nació el Che. Todos los días tienen música porque a un loco lindo, de esos que hacen mucha falta (el director de La Escuelita, Germán Siman), se le ocurrió entrometerse entre los sonidos de la naturaleza, a través de una música que suele tender puentes entre los mortales y el cosmos: el jazz. Es lo que suena todo el día, a toda hora, durante el Córdoba Jazz Camp, un encuentro que ya va por su doceava edición, y cuyo fin primero y último es que docentes y alumnos convivan una semana bajo el mismo techo. Pura interacción, integración y convivencia, entre capos del género (Oscar Giunta, Sergio Wagner, Eduardo Elía, Abel Rogantini, Juan Canosa, Carlos Michelini, Oscar Feldman, y Pablo Motta, entre ellos) y jóvenes provenientes de Chile, Perú y varias provincias argentinas. El lugar escogido para esta edición es un hotel viejo y precioso, construido hace casi un siglo y medio a la vera del río Anisacate.
Un coloso de cemento rodeado de flores, lomas y árboles añosos, más que apto para albergar a las cien personas (entre alumnos, profesores y organizadores) que protagonizan la movida de aprendizaje, trabajo intensivo, disciplina y disfrute. Todo comienza bien temprano, poco después del alba, cuando, tras un frugal desayuno, mentes, cuerpos y almas se empiezan a desperezar. Es el tiempo de las clases de instrumentos, improvisación y combos. Entre aula y aula, que no son más que habitaciones adaptadas a las necesidades pedagógicas, se puede ir de una magistral clase de canto en inglés a través de Jane Blackstone, cantante estadounidense, a otra de Juan Canosa, donde lo que manda es el brass, y alguna sugerencia del vientista poseído por la mística de Miles Davis. “Es muy importante tener en cuenta las formas de ubicarse en la forma”, señala él. Otra habitación vibra en las armonías cuartales de McCoy Tyner, enorme y singular pianista negro, mientras Giunta opta por sacar la clase al sol, para guiar a los aprendices de batería.
“Cuando escucho gente tocando ‘So What’ mecánicamente, la sensación es que está haciendo un copy and paste sin gracia, porque lo importante en el jazz pasa por otro lado. Lo importante es el viaje, la belleza de lo simple, y es la capacidad que tengamos de generar una musicalidad desde un instrumento primario que, según los músicos, es la batería”, explica el batero mendocino. “Me gusta ver lo que hacen los percusionistas cuando tocan la batería, porque son más simples. Alex Acuña es un buen ejemplo de esto, porque hace lo que hay que hacer, ¿qué es lo que hay que hacer?, bueno, disfrutar más que pensar. Y esto tiene más que ver con la comunicación, el feeling y las sensaciones… todo pasa por liberarse un poco del ego, y viajar”, señala el músico, ante la atenta atención de sus seguidores, y con el énfasis puesto en el jazz como un hecho colectivo, ante todo. La disciplina diaria marca que a las 12.30 hay que estar almorzando, para luego –tras un breve descanso entre las rocas, bajo un árbol o mateando y hablando de emblemáticos riffs rockeros a la vera del río– afinar oídos para las masterclases. La que da Rogantini, por caso, donde el foco obviamente está puesto en el hechizo de las teclas.
El pianista brinda una sesuda explicación impregnada por tonos, semitonos y cromatismos de paso. Y luego pasa a la escala Bebop de ocho sonidos. Mandan el silencio, la suma atención, y alguna que otra pregunta técnica en el lenguaje de Duke Ellington. Entrada la noche, se ve pasar una bola de fuego por el cielo de las sierras (literal, pasó una balls of fire, que explotó sus luces en el horizonte), la grey jazzera se muda en bloque hacia el Salón de usos múltiples de La Bolsa, cálido espacio artístico de la villa. Allí, ya con el frío propio de las sierras en pleno julio, suceden los conciertos. Los ensambles. Puede tocar la fabulosa Córdoba Jazz Orchestra, que sorprende con la presentación en vivo del CD Comechingonia. También hay yuntas de ocasión como la que forman Rogantini al piano, Giunta en batería y Motta en contrabajo para hacer una impecable versión de “Toda mi vida”, el tango de “Pichuco” Troilo, en clave de murga.
Tras ella, sube otro de los americanos del norte que abrillantan el encuentro (el guitarrista John Stowell) cuyo toque fino y versátil le aporta a “Triste” de Jobim, un plus inesperado. La noche helada y estrellada de la comarca, vuelve sus constelaciones hacia el hotel donde, luego de una sopa caliente y una tarta de verdura como menú principal, la jornada deriva en una larga sobremesa en formato de jams. Es el momento en que profes y alumnos vuelven a conjugar experiencias, pero en un clímax de más relax y libertad donde, además de generaciones, se cruzan formatos, estéticas y lenguajes. Los músicos pendulan y se deslizan entre el dixieland y el modern jazz, y hasta aparecen viñetas centroamericanas, o andinas, fogoneadas por el poblado grupo de alumnos chilenos. A veces anima Giunta, a veces Motta, a veces Canosa, pero los que tocan son todos. Incluso uno de los creadores de este tipo de entrenamientos intensivos, el baterista estadounidense Steve Zenz.
Todos los días tienen música en el Jazz Camp, un motivo más para apagar la tele y vivir.