“Parece que viajamos al pasado”, exclaman casi al unísono las dos amigas que llegan a Kyoto luego de un largo viaje desde su ciudad natal. Kyoto es la antigua capital del Japón imperial, condición que se extendió desde fines del siglo VIII hasta mediados del siglo XIX, luego del despunte de la era Meiji. Entonces se la conocía como la “Capital de la Tranquilidad” y, a diferencia de Tokio, sitio del progreso y la modernidad, Kyoto permanecería como el refugio de las ceremonias y tradiciones del pasado. Para Kiyo (Nana Mori) y Sumire (Natsuki Deguchi), Kyoto es la ciudad donde aprender el arte de la maiko: la puerta de entrada al mundo de las geishas y al milenario saber de ese ceremonial entretenimiento. Pero Kyoto es también una tierra de descubrimientos, no solo de la propia vocación y de la memoria cultural del Japón, sino de las nuevas dimensiones de la familia elegida, de las contradicciones de esa pertenencia y del aprendizaje de un futuro tan mágico como incierto.

Makanai, la cocinera de las maiko es la nueva producción del japonés Hirokazu Koreeda, uno de los más importantes directores del presente, ganador de la Palma de Oro en Cannes con Somos una familia (2018), y el año pasado celebrado por su incursión en el cine coreano con Broker (2022). Estrenada en Netflix e inspirada en el manga "Maiko-san Chi no Makanai-san" de Aiko Koyama, la serie expone los temas recurrentes en la obra de Koreeda: el interrogante por aquello que conforma una familia más allá de los lazos biológicos, el peso de la vocación en la formación de la identidad, los microcosmos conformados bajo reglas propias, el interés por el aprendizaje adolescente y los enigmas de la inminente vida adulta. Y lo hace con el tono que ha definido a su filmografía, sutil y ligero sobre la cornisa del melodrama, sin excesos ni golpes bajos, con un infinito amor por los variados pliegues de sus personajes.

Kiyo y Sumire son amigas desde su infancia y se han prometido lealtad y compañía a lo largo de esa vida que apenas comienza. Con tan solo 16 años parten de su Amori natal hacia Kyoto dejando atrás el cariño y la calidez de una abuela, las negativas de un padre algo exigente, en búsqueda de un mundo propio y compartido. A su llegada son recibidas por las rectoras de la escuela de las maiko e instruidas en las reglas que deben cumplir. Serán aprendices y “pido su cooperación” parece ser el mantra servicial para funcionar sin tropiezos. La maiko es el primer escalafón en el arte de las geishas, y en realidad es el nombre ajustado a tradición. En ese aprendizaje se combinan la liturgia del baile, el cultivo del lenguaje y los rituales sociales con la perfección del vestuario, el maquillaje y los variados peinados. “Serán las nuevas esclavas”, les anticipa Ryoko (Aju Makita), hija desencantada de ese lugar que bautiza o rechaza a sus dedicadas alumnas.

Desde su llegada, Sumire parece encajar a la perfección. Su vocación modelada tempranamente y confirmada en una excursión escolar reciente adquiere ahora la estatura de sueño cumplido. Y ese espejo en el que parece reflejarse tiene la forma de la estelar Momoko (Ai Hashimoto), una geiko exquisita y muy solicitada por los clientes del lugar. Koreeda mira con ajustada atención los dobleces de la sensual Momoko, atrapada entre sus deseos de escapar y sus ataduras invisibles a ese mundo que la protege del afuera. Sus escenas son deslumbrantes, sin eludir la evidente melancolía que las recorre, magnificada en la mirada de Sumire, quien lidia con sus propios miedos e inseguridades. Y los hombres maduros y algo ridículos que anhelan esas serviciales atenciones sucumben a las mismas luces que ven proyectadas ante sus ojos. Los colores del entorno, el pausado ritmo del relato y la ironía con la que Koreeda evalúa la vigencia de esas tradiciones resultan las mejores claves para sumergirnos en sus aguas oscuras y predilectas.

Pese a lo frondoso de su universo, la historia tiene una voz narradora en la figura de Kiyo, quien al poco tiempo de llegar descubre que la vocación de su amiga tal vez no sea la propia. Mientras intenta dar el tono con los bailes y seguir el ritmo de un ceremonial que le resulta ajeno, Kiyo descubre junto a la vieja cocinera de las maiko, ya al borde del retiro, el curioso arte de esa cocina. Los vegetales propios de Kyoto, las mañas de los utensilios de ese altar culinario y las demandas de las alumnas por nuevos y mejores manjares. El hallazgo de su talento como makanai es fruto de su propia curiosidad pero también de ese inevitable fracaso de lo impropio, de aquello cumplido como un mandato de amistad entrañable. Koreeda explora en la figura de Kiyo el talento como algo más que un don divino: una tarea noble de interés y práctica, la comida como un ceremonial placentero que adquiere su recompensa en los rostros satisfechos y las panzas llenas.

La historia comienza en el invierno con la llegada de las amigas a la casa gobernada por la Madre Azusa (Takako Tokiwa) y continúa en cada estación con el retrato de su funcionamiento, el aprendizaje guiado por la estricta maestra, las relaciones con los clientes y la interacción con los turistas, voraces de algún retazo de tradición. Koreeda observa las tensiones entre mandatos milenarios puertas adentro, sin celulares y con rigurosa observación de compromisos, con el mundo del afuera, modelado en el onanismo fotográfico y la morbosidad por registrar ese mundo obsoleto e insular. Su pulso es siempre el del observador, quien recoge impresiones y admira esa existencia sin juicios ni reflexiones sumarias. Sus personajes portan humor y calidez, se ven atrapados en las mismas redes que tejen y que a veces los protegen. Incluso la oveja negra de Yoshino (Mayu Matsuoka), una geiko que había renunciado para casarse, llega con desparpajo para reintegrarse allí donde fue feliz pero también de donde un día quiso escapar.

La sabiduría de Koreeda no solo está en el justo acercamiento a ese mundo lentamente desacralizado sino en la clave de puesta en escena elegida para modelar el arte de la comida como equiparable a todo entretenimiento ejercido por las futuras geishas. Cada plato, cada alimento, cada estrategia de preparación se despliega ante la cámara como el arte de lo posible, jugando con sus colores y texturas, rozando desde la mirada las sensaciones de cualquier exquisita degustación. Despojada de la elegancia requerida para la maiko, la condición de makanai de Kiyo le permite la libertad de sentar sus propias reglas, desarrollar invenciones y probar hallazgos fuera de los límites previstos, pro también el ascenso impensado a un altillo donde la luna le promete una gloria que antes resultaba escurridiza. Sus ojos inmensos sintetizan el coraje de contradecir toda predestinación. Una vocación que nace del riesgo y la dedicación.