Alejandro Dolina reconoce que la idea no fue propia. Es más: afirma que jamás se le hubiese ocurrido. Cree que fue Jorge Dorio, uno de sus históricos compañeros, quien se percató de que el ciclo había llegado a los 30 años. Lo que devino de eso fue un fuerte trabajo documental y de entrevistas, de transcripciones y grabaciones, de fotos y de recuerdos. Y el resultado ya está en la calle: un libro de más de 500 páginas que radiografía como nunca antes el fenómeno de La venganza será terrible, un programa prácticamente sui generis que se mantiene desde tres décadas dándole volumen a la radiofonía argentina en un horario marginal, y que hoy no solo ocupa en AM 750 la clásica trasnoche (de 0 a 2), sino que además presenta La venganza, el eterno retorno de las ocho, de 20 a 22. Un ciclo que iluminó cabezas y que marcó un estilo en el tiempo.
“Es, ante todo, un libro que no forma parte de la colección de los que yo he escrito”, se anticipa Dolina. “Primero, porque no lo escribí yo; y segundo porque no es un libro de fantasía, ficción y creación, sino, en todo caso, uno periodístico. Aunque a mí me gustaría más decir que es un libro de recuerdos”.
El libro La venganza será terrible, 30 años reúne testimonios y artículos del propio Dolina y del resto del elenco (de ayer, de hoy y de siempre) como Guillermo Stronatti, Gabriel Rolón, Gillespi, Coco Silly, Elizabeth Vernaci, Coco Silly, Patricio Barton o el propio Dorio. A eso se le añaden personajes relacionados que van desde Marcos Mundstock a Carlos Ulanovsky. Hay, además, desgrabaciones de distintos momentos del programa, conversaciones memorables y radiocines enteros. “Es un libro más para mirar que para leer. De hecho, yo no lo leería”, bromea Dolina, antes de argumentar: “Es para mirar y detenerse en algún rinconcito. Y observarlo desde una cierta distancia, como sobrevolando los textos para, por ahí, encariñarse con alguna foto o recuerdo”.
El aporte de Dolina al libro que explica su obra más divulgada fue más bien de curaduría. En parte por una cuestión de practicidad y sensatez con el ‘objeto de estudio’: “Cuando empecé a revisar los textos, me encontraba con infinidad de inexactitudes. ‘¡Mirá lo que dice este tipo, hay que cambiarlo!’”, recuerda Dolina. “Hasta que me di cuenta que tendría que escribir el libro de nuevo. Entonces decidí dejar las cosas como estaban. Porque, al fin de cuentas, la medida de veracidad de cada recuerdo ajeno era mi propio recuerdo... que claramente también podía estar equivocado. La memoria también es un género ficcional”. En síntesis, Dolina concluye que “es un libro de recuerdos falsos que, a lo mejor, dan alguna pista sobre lo que verdaderamente ocurrió. O quizás no, porque vaya a saber uno dónde está lo que realmente sucedió”.
Pero hubo otro obstáculo que también desalentó una participación más activa de Dolina en el libro: “Recuerdo haber estado toda una mañana corrigiendo unos textos en verso que, en virtud de la forma en que funciona el Word, si vos querés hacer versos no podés porque el renglón se configura automáticamente y blablabla. La cosa es que estuve toda la mañana en la editorial porque a ellos se les convertía en un texto ininteligible. Entonces fui, lo acomodamos... y, efectivamente, ¡salió publicado un texto ininteligible!”.
“Con la tecnología tengo una relación. Pero no de amor, sino de utilidad. Un vínculo interesado, pues sería catastrófico renunciar a él”, asume. “A mí me viene especialmente bien porque nosotros hacemos en el programa unos fragmentos que tienen un costado de pensamiento, y que en realidad provienen del saqueo de libros. Así que tener todo ese material disponible en la red es maravilloso, y me pregunto qué hubiese sido de mí si disponía de estas herramientas en mis épocas de estudiante”, dice. “Ahora, si me pregunta qué opino globalmente del asunto, creo que recién ahora se lo está pensando en serio... mientras, al mismo tiempo, termina de inventarse. Y las primeras conclusiones más o menos atendibles al respecto hablan del fomento y de la imposición de un discurso sencillo, una palabra que parece un homenaje pero que evidencia la poca complejidad de la cosa. Y eso ya nos está diciendo algo...”
–Pareciera que se impone el tweet como paradigma del pensamiento, aunque la vigencia de su programa da cuenta también del interés por contenidos más complejos.
–Ojalá sea así, es lo que humildemente intentamos cada noche. No hay un “trabajo de producción” en La Venganza, al menos no en los términos convencionales. Lo que se habla, lo que se discute, lo que se actúa y lo que se ejecuta musicalmente no se prepara en una reunión de consorcio, sino que tiene que ver con acumulaciones de lecturas, de experiencias y, fundamentalmente, de inquietudes. Pero hoy la cosa parece que está cambiando y nos encontramos con millones de usuarios en todo el mundo pensando en 30 palabras y generando más textos y mensajes de lo que esos mismos millones serían capaces de leer.
–Eso abre otro interrogante: ¿Qué va a pasar con todo lo que hoy es registrado?
–Yo había escrito hace muchos años un cuento llamado “Historia de la Nueva Historia” (publicado en 1981 en la revista Humor y cuatro años más tarde en el libro Crónicas del Angel Gris, de 1985). En ese entonces imaginaba un mundo en donde absolutamente todo era registrado. Tenía por ahí algunos costados humorísticos, por ejemplo cuando señalaba que para registrar todo lo que ocurría en la vida de una persona hacia falta otra que pusiera la suya al servicio del registro, y lo mismo otra que hiciera lo mismo para registrar la de aquel registrador, y así, sucesivamente. Ahora, casi 40 años después de aquel cuento, veo que ese problema más o menos se ha solucionado. De manera que no está lejano el día en el que no haya en el mundo una persona, un hecho y un detalle que quede sin registrar. Una idea que asusta un poquito, ¿no?
El mito de la eterna juventud
Si tuviera que definirse a La venganza será terrible en un breve párrafo (es decir, todo lo contrario a lo que hizo el libro de 536 páginas con textos y fotos), podría convenirse que el programa se meció esencialmente entre la divulgación histórica, el pensamiento filosófico y precisos dispositivos humorísticos que le dieron al discurso texturas frescas y una fundamental bajada popular. Es decir, un contenido rico en proteínas pero digerible. Atendible e interesante. Dos horas con tipos conversando, actuando y cantando en un bioma propio al que le introducen elementos de “la realidad” en dosis saludables. Por ejemplo, a través de mensajes de oyentes (no siempre halagüeños) que encienden grandes debates en la mesa.
Siempre fue característico en el ciclo el seguimiento de parte de audiencias jóvenes. “Da la sensación de que se trata del mismo público que no envejece. Yo creía eso y, por lo tanto, poco me costaba pensar que yo tampoco envejecía. Aunque después alguien me hizo notar que tal vez estas personas que uno ve ahora no son las mismas que uno veía hace 25 años, sino justamente sus hijos. O incluso sus nietos. Digamos que fue una revelación muy desagradable para mí”, ironiza Dolina. En rigor de verdad, cree que “las audiencias varían según las circunstancias”. Y ejemplifica: “Normalmente en los programas en vivo se ven auditorios jóvenes, algo que es entendible, ya que ellos se mueven más que las personas mayores, aunque en las provincias, donde se cobra entrada y por ende no hay que hacer cola y existen ciertas garantías de comodidades en el acceso, el público envejece”.
–¿No coincide entonces con que su público es fundamentalmente joven?
–Hay algo de eso, pero no tanto como se dice. Creo que en el programa tenemos un discurso que se parece mucho al de la estudiantina, al de los chistes del colegio o de la universidad. Existe esa misma clase de ironía y, quizás, también una vecindad temática de ciertos asuntos librescos. O a lo mejor los muchachos disfrutan con el trato que nosotros le damos a las cuestiones sobre las que versamos. Bioy Casares decía que le gustaba más el humor que ejercían los amigos inteligentes que los profesionales. Y el carácter no profesional que tiene nuestro discurso humorístico me parece que es decisivo. Porque nunca decimos: “ahora les vamos a contar un chiste”. Buscamos por otros caminos, que no son los usuales. Ni siquiera utilizamos esa improvisación que algunos llaman “desfachatez”. La cual presupone un discurso descuidado, con un aflojamiento general de la mente y del aparato fonador. Un realismo crudelísimo que emula a los diálogos de las pizzerías. Y, como bien sabemos, los diálogos de las pizzerías nunca han sido memorables, de modo que no los frecuentamos.
–¿Hay entonces en La venganza menos espacio para la improvisación del que se cree?
–Yo diría que hay, pero sostenida por una preparación previa muy grande. Patricio Barton improvisa muy bien porque sabe hacerlo, está preparado y conoce las reglas. La improvisación tiene sus rigores: así como el músico trabaja con libertad pero dentro de unas escalas que están previamente pautadas, lo mismo ocurre con una situación teatral o humorística, sostenidos por aquellas escalas que marcan la lógica. La idea es improvisar para ir preparando un desenlace, lo cual es muy distinto al delirio, donde cada uno dice lo que quiere. Lo que erróneamente caracterizan como si fuera “surrealismo”. Eso no significa decir cualquier pavada que se te viene a la cabeza. ¡De ninguna manera era esa la idea de André Breton!
–¿Cuál es el Rubicón que ahora le queda atravesar después de treinta años de programa?
–Como decía Antonio Roma, “atajar cada vez mejor”. No es hacer algo que yo nunca haya hecho, porque no se trata de asignaturas pendientes. Por el contrario, no las tengo. O mejor todavía: diría que todas aún están pendientes. Quiero rendir de nuevo todas las materias que di, incluso las que aprobé, porque no es una cuestión de llenar casilleros y decir “esto lo hice, esto no”, “a esta ciudad fui, así que tachámela”. Mi vida está llena de Rubicones, algunos los cruzo y otros no. Pero nunca son decisiones que me hagan exclamar: “Alea jacta est”. A veces los cruzo sin darme cuenta y aparezco en Roma al frente de mis tropas creyendo que estaba durmiendo del otro lado del río.