Por Martín Granovsky
@Tenía razón Lula cuando despidió a Marco Aurélio García. “Se enojaría con nosotros si nos viera así”, les dijo a las dos personas que tenía a cada lado, su ex canciller Celso Amorim y León, el hijo de su amigo muerto. Delante estaba el ataúd con su consejero fallecido a los 76 años, el jueves 20 de julio. Lo llamó “Marquito” y recordó que a Marquito no le gustaba estar triste sino “brindando, con un vinito en la mano” y haciendo chistes.
Hace tres semanas Marco Aurélio estuvo por última vez en Buenos Aires. Por suerte Federico Moya, del Tasso, comprendió qué importante sería fabricar un lugarcito en el concierto que daría Susana Rinaldi.
–La vi por última vez en París, cuando estaba exiliado –contó mientras miraba el menú y comunicaba al mozo una decisión trascendente–. Yo voy a comer algo bien porteño. Una milanesa con papafritas.
No hizo falta preguntarle si con Malbec. En su vida el vino tinto venía por default. Como la fraternidad, el buen humor, el compañerismo, la lucha por la justicia ejercida naturalmente, sin ninguna solemnidad, y el tango.
Me enteré de que se había muerto MAG, como lo llamábamos, mientras estaba en plena cobertura de la cumbre de los pueblos en Mendoza. Me llamó Nicolás Trotta, el rector de la UMET.
–Sé que eran amigos y lo querías mucho. Me imaginé que en medio de una cobertura tal vez no te habías enterado.
Nicolás conoció a Marco Aurélio hace poco. Sin embargo, alcanzó a disfrutarlo: cuando MAG sentía que no había maldad del otro lado se entregaba y dejaba que lo disfrutaran, que le preguntaran, que escucharan sus agudezas y sus perplejidades, que se divirtieran con él, que admirasen su realismo nunca fatalista.
–Estamos jodidos, querido –decía en los últimos tiempos en las charlas a solas, con ese gesto severo que contrastaba con su sonrisa permanente.
Pero como buen historiador se negaba a la futurología, y como buen militante dejaba a la voluntad el lugar correspondiente.
–Vamos a ver qué pasa. En Brasil hace falta que millones de personas salgan a la calle.
Durante ese viaje en la Universidad Metropolitana almorzamos largo con él y Rafael Follonier, el asesor de Néstor y Cristina Kirchner a quien MAG conocía desde las aventuras y desventuras de la izquierda latinoamericana de los ‘70. Igual que muchos otros brasileños, incluso los que dieron una voltereta y terminaron siendo conservadores, como Fernando Henrique Cardoso, Marco Aurélio huyó de la dictadura brasileña rumbo al Chile de Salvador Allende, y de allí a Francia tras el golpe de Augusto Pinochet. MAG contó historias, como siempre, y preguntó mucho. Ametralló con curiosidad para completar su panorama sobre el peronismo, Cristina, Randazzo, los gobernadores, Cambiemos. No preguntaba por la política en general. Inquiría con un gran conocimiento de base, tomado de su análisis y del contacto con casi todos los protagonistas. No solía emitir juicios. Y cuando opinaba sobre la Argentina –pocas veces, muy pocas–, usaba un tono conjetural y traslucía siempre un dejo de pregunta. El profesor, como lo llamaban dentro del gobierno, odiaba levantar el dedito. Sabiduría de maestro.
Antes de llegar al gobierno como asesor especial de Lula, el 1° de enero de 2003, MAG había sido secretario de relaciones internacionales del Partido de los Trabajadores y profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Campinas. Muchas veces, hasta que por el golpe dejó su oficina del Planalto, ya con Dilma, pensó en volver a la cátedra. En 2016 ya tenía 75 años y no pudo. Además quedó con una jubilación menor a la esperada.
“Pasé del Planalto a la planicie baja”, escribió en un mail, irónico.
Con Nico y Rafael el plan era hablar con Aníbal Jozami, de la Universidad de Tres de Febrero y también amigo de MAG, para hacer un pool con el Núcleo de Estudios Brasileños de la UMET y traerlo a Buenos Aires a dictar seminarios de posgrado, dar charlas para dirigentes sindicales y participar de encuentros con gente sub-30.
No llegamos. El infarto lo impidió. Una pena, porque a Marco Aurélio lo volvía loco Buenos Aires y estaba lleno de amigos acá. Los desafiaba:
–Ninguno de ustedes tiene una biblioteca de política argentina como yo.
Seguro que no. Parte de su amistad consistía en una cuenta corriente de libros regalados en la que, por supuesto, uno quedaba como deudor. Muchas veces él ya había comprado el libro argentino en algún viaje y era difícil que no acertara con su recomendación brasileña.
–¿Leíste la serie de Elio Gaspari sobre la dictadura? Te mando los libros. Y te recomiendo la biografía de Getúlio Vargas. Te la mando también.
Esa noche en el Tasso, antes y después de la Tana Rinaldi, nos contó a Alberto Ferrari Etcheverry y a Silvia, a Cristina y a mí, que tenía muchos proyectos por delante. Estaba ordenando su biblioteca en el departamento de San Pablo que ocupaba por primera vez a pleno, ya sin Brasilia en su vida cotidiana, y sobre todo estaba ordenando su archivo gigantesco.
–Voy a escribir algunos papers porque recibí muchas invitaciones a seminarios –relató–. También estoy releyendo la autobiografía de Eric Hobsbawm, “Tiempos interesantes”. Quiero escribir algo parecido. No va a ser exactamente sobre mi vida. Como Hobsbawm, voy a relacionar mis historias con la historia de las últimas décadas.
De sus últimos 18 años, al menos, puedo dar fe. Conocí a MAG cuando el Gordo Ferrari, que había sido funcionario latinoamericano de Raúl Alfonsín, montó un instituto de Estudios Brasileños en la Universidad de San Martín, que después pasó a la UNTref, y lo invitó a Lula. Fue en 1999.
–¿Me acompañás a Ezeiza a buscarlo? Viene con Marco Aurélio García –dijo Alberto. Yo no sabía quién era. Me explicó que Lula no se despegaba de él en ningún viaje al exterior.
Lula acababa de perder su tercera elección presidencial en octubre de 1998 y también había sido derrotado dentro del PT por el ala más dura.
–No entiendo para qué invitás a un muerto político –le dijo al Gordo entre risas, señalándose. Como MAG, tampoco Lula es capaz de privarse de un chiste.
En lo que sería la primera parte de un reportaje cronicado para PáginaI12 que se iría hilvanando durante toda su visita, en charlas académicas y en una recorrida por una villa de San Martín, le pregunté a Lula si no se iba a presentar otra vez.
–Depende –dijo.
Fue MAG quien me explicó el resto de lo que pensaba Lula.
–Te dijo eso porque no quiere ser el candidato de una secta. Quiere liderar el PT y ser el candidato de una fuerza capaz de armar una alianza para triunfar y gobernar.
El PT lo consiguió cuando Lula ganó las dos vueltas en octubre de 2002 y fue elegido presidente.
A esa altura el Gordo, que tiene la escuela de Silvio Frondizi en Praxis, donde según cuenta no se podía militar sin formarse, y MAG, con su estilo siempre sugeridor, me habían convertido en un obseso de Brasil a fuerza de contar anécdotas y recomendar libros, lugares, personajes, películas y novelas. Era una gloria leer Teoría y Debate, la revista del PT, efervescente y abierta como la Rinascita del Partido Comunista Italiano de Enrico Berlinguer a comienzos de los ‘80. Concreta, además: de allí y de la Fundación Perseu Abramo, que MAG presidió, nació el plan Hambre Cero de José Graziano, el actual jefe de la FAO. Lula hizo campaña prometiendo que los brasileños comerían tres veces por día. Cumplió.
–En tantos años de esclavismo, el de Lula fue el gobierno de los esclavos –concluyó hace poco el Gordo Ferrari, desolado por la regresión y el revanchismo de las élites con Temer.
Lula llevó a MAG como su asesor especial para el mundo pero siempre tuvo en cuenta la sangre fría de Marco Aurélio en momentos de crisis, las convicciones firmes, la capacidad de negociación y la certeza de cuál era la identidad del PT junto a los trabajadores y al resto de los sectores populares. MAG tenía una ventaja extra: sin ser cínico ni ajeno a los valores éticos, nunca se colocó en el papel de fiscal pero era un tipo que, puesto cabeza abajo, de los bolsillos solo se le caería lo ganado con su sueldo.
Cuando en 2005 el escándalo del Mensalao por las cajas negras de la política amenazó con poner al PT a la defensiva y hacerle perder las elecciones de 2006, Lula designó a MAG al frente de la campaña.
–Querido, quiero contarte que tomé la misión porque no podemos estar todo el tiempo respondiendo a los ataques de los grandes medios. Tenemos que hacer política con lo que somos. Con un programa para que los cambios sigan. No somos un grupúsculo testimonial, somos el PT.
Ganaron, y lo mismo en 2010 y en 2014.
–Cuando era joven jamás pensé que después de los 60 estaría empezando a trabajar como funcionario de un gobierno propio –decía sonriendo este hombre que había nacido el 22 de junio de 1941 en Porto Alegre y en enero de 2003 se acercaba a los 62.
Marco Aurélio sabía todo lo que pasaba en el gobierno y tenía posición tomada sobre todo y sobre todos. Pero no intrigaba. Intrigar no estaba en su naturaleza, y encima sostenía que era perder tiempo en la construcción colectiva. Expansivo y conversador, administraba con mucho celo sus opiniones y parecía medir el grado de reserva de acuerdo con el nivel de confianza edificado con su interlocutor de cada momento. Despreciaba a los chismosos que no saben guardar un secreto. Se molestaba con los que no entendían cuándo una reflexión suya podía ser utilizada para interpretar un fenómeno pero nunca para ser citada.
Era un genio del análisis realista. Sabía ponerse en el lugar del aliado e incluso comprender los intereses del adversario o del enemigo sin confundir los objetivos propios. No utilizaba la empatía que generaba para fallutear. Tampoco dejaba de usarla como instrumento de diálogo o de negociación.
En los seis minutos que habló frente al ataúd Lula destacó esa parte. Dijo que Marco Aurélio no era un diplomático en el sentido de los que se forman en el Instituto Rio Branco, en Itamaraty pero agregó que “ningún presidente tuvo el privilegio de contar con Celso Amorim como canciller y con Marco Aurélio que me representaba ante los partidos de izquierda, los movimientos sociales y el movimiento sindical”. Lloró al lado de Amorim y, confortado por su ex canciller, siguió: “Hasta pudo disputar con Celso la primacía por agradar a los gobernantes del mundo entero. Les encantaba a Obama, a Bush, a Chirac, a Putin. Les gustaba por su forma de ser. Nunca dijo que hablaba en mi nombre. Pero la gente sabía que quien hablaba en nombre del Estado brasileño era Celso Amorim y quien hablaba en nombre de Lula, del PT y de la periferia de Brasil era el compañero Marco Aurélio García. Que era adorado. Era adorado por Kirchner, por Cristina, por Duhalde. Era adorado por Chávez, por Evo Morales, por el antecesor de Evo Morales, por Uribe, por Santos. Por todas las personas que lo conocieron. Todos lo veían como una figura especial con una capacidad extraordinaria”.
Marco Aurélio no era quisquilloso con la gente pero, en política, tenía sus categorías. Sabía ser solidario y apreciaba la solidaridad. Sin dejar aparte la ideología, podía decir de alguien: “Es un buen tipo”. La categoría era aún mayor si agregaba: “Es un profesional”. Quería decir que se trataba de alguien serio con quien se podía acordar o disputar desde una base racional común.
Esas características personales fueron claves y desde 2003 lo transformaron en un gran constructor de la integración sudamericana. Ya no era el armador de iniciativas como el Foro de Sao Paulo sino a nivel de los Estados. Era el hombre ideal porque conocía de antes a buena parte de quienes gobernaban y era capaz de entablar rápidamente nuevos vínculos sin encorsetarlos en un modelo cerrado. Solía repetir la idea de que cada proceso nacional tenía sus señas particulares. No lo hacía solo desde el respeto sino desde la sabiduría del historiador y el político por el que en 2009, después de una hermosa entrevista en Londres, preguntó Hobsbawm con interés especial.
Nadie como él fue capaz de enlazar las diversas tradiciones latinoamericanas y articular lo nacional-popular con el progresismo, la nueva izquierda surgida en el ‘60 o la izquierda más clásica (cuanto menos stalinista mejor, a su gusto). En el caso de la Argentina eso le permitió tejer un amplísimo sistema de relaciones tanto con el alfonsinismo, el socialismo y la CTA como con el peronismo. Alertaba contra el exceso de corrección política y la desvalorización de los movimientos plebeyos.
Estaba convencido de que el primer anillo de alianzas de Brasil para lograr la unidad sudamericana y un mayor peso en el mundo debía ser la Argentina. Pero convencido de verdad: podía explicarlo en una conferencia pero también persistir con la idea en privado mientras compartía un camarao a bahiana. Esa noción estratégica tan fuerte lo puso en el papel de uno de los pocos brasileños y argentinos que en 2004, después de un desaire del Ministerio de Haciendo brasileño cuando la Argentina negociaba con el Fondo Monetario, tuvo la certeza de que si no se reconstruía el lazo personal entre Lula y Néstor Kirchner los procesos políticos en cada país serían muy difíciles.
Lula, claro, hizo lo suyo. En septiembre del 2004, durante una asamblea de la ONU, se fue sin invitación hasta el hotel donde paraba Kirchner y esperó hasta que lo atendiera. Y conste que Kirchner lo hizo esperar a propósito 45 minutos. La conversación debe haber sido buena porque la relación se hizo indestructible y cuando Kirchner murió, el 27 de octubre de 2010, Lula lo lloró como a un hermano.
Al despedir a MAG lloró de nuevo. Lula no es un melancólico pero viene castigado. En solo un año murió su mujer, un juez lo condenó en primera instancia sin pruebas, Dilma fue expulsada por un golpe, al PT lo demonizan los esclavócratas brasileños y Temer acaba de introducir una reforma laboral para transportar el país hacia el siglo XIX en lo que Marco Aurélio llamaba “la Contrarreforma” como parte de un proyecto de neoliberalismo sostenido en el tiempo.
“Querido León, yo sé que vos estás perdiendo un padre en carne”, le dijo Lula al hijo de MAG tomándolo otra vez del brazo. “Pero tu papá fue muy fuerte. En las ideas, en el humor... La izquierda en el mundo no tiene un tipo como él. Hay que brindar por la utilidad que tuvo su paso por el planeta Tierra.” Después hizo una pausa y miró hacia el cuerpo de Marco Aurélio como si lo abrazara: “Entonces yo estoy aquí, Marquito, para despedirme de vos diciendo lo siguiente, querido: ‘La carne se va pero continúan las ideas, el humor y la belleza política’”.
Supe que Marco Aurélio había estado con Lula después de la condena y que lo había encontrado con vocación de pelea. Ignoro si esa charla es la última imagen que Lula tiene de MAG.
Ojalá pudiera prestarle la imagen que guardé. Susana Rinaldi la emprende con Yuyo verde. Marco Aurélio la acompaña cantando fuerte desde la mesa. “Déjame que llore y te recuerde/ trenzas que me anudan al portón./ De tu país ya no se vuelve/ ni con el yuyo verde/ del perdón.” Está radiante. En ese momento parece un hombre feliz.