Esta será la semana de los jueces federales en dos de las provincias más conservadoras del país: el martes 25 comenzará en Córdoba el juicio oral por complicidad con los crímenes del terrorismo de Estado; el miércoles 26 se leerá el veredicto del debate iniciado por la misma razón en Mendoza. Ambos procesos dejan en claro que los crímenes de lesa humanidad fueron facilitados y encubiertos por el Poder Judicial y dejan como únicos privilegiados a eclesiásticos y empresarios, apenas rozados por la vara de la justicia.
El juicio a los magistrados del fuero federal de Córdoba suscitó fuerte resistencia en la Sagrada Familia, como se denomina a la cofradía judicial por extensión del instituto jesuita donde estudiaron buena parte de sus integrantes. Todos los jueces y fiscales federales de Córdoba se excusaron para no incurrir en lo que consideraban una traición de clase contra sus amigos. Entre los procesados están el ex defensor oficial Ricardo Haro; el ex juez federal Miguel Puga, el ex fiscal federal Antonio Cornejo y el ex secretario penal Carlos Otero Álvarez por no investigar más de un centenar de secuestros, allanamientos ilegales, tormentos, homicidios y violaciones.
Haro fue abogado del arzobispo de Córdoba Raúl Primatesta. Como defensor oficial permitía que personal militar apuntara su fusil a la cabeza de un detenido mientras declaraba ante el juez en la cárcel. Cuando una detenida intentó denunciar que habían saqueado su casa y la habían torturado, le aconsejó que no lo hiciera. Tenía a su cargo a varios de los 33 presos extraídos irregularmente de la Unidad Penitenciaria 1 a los que el Cuerpo III aplicó la ley de fugas entre abril y noviembre de 1976. Haro no hizo nada por impedirlo ni denunció a los culpables. Su actitud consistía en tranquilizar a los familiares que buscaban noticias. Fue autor de una carta abierta informando a Jimmy Carter que en pocos lugares del mundo los Derechos Humanos estaban tan bien protegidos como en la Argentina. A Carlos Otero Álvarez, secretario del juez Adolfo Zamboni Ledesma, varios presos le informaron de las torturas que habían padecido y de la amenaza de muerte contra el detenido defensor de presos políticos Hugo Vaca Narvaja, que fue cumplida en un falso traslado. Dijo que no podía hacer nada porque estaba a disposición del Poder Ejecutivo. El hijo homónimo de Vaca Narvaja es ahora juez federal y querellante en la causa.
El poder de estos magistrados se extendió mucho más allá del dominio castrense sobre el Estado. Durante la gobernación de Eduardo Angeloz, Haro compartía la mesa en la peña El Ombú con Luciano Menéndez, quien aún era invitado a participar de las ceremonias públicas. En una de ellas se tomó la foto famosa en la que el ex jefe del Ejército aparece junto al actual ministro de Defensa, Oscar Aguad, quien le debe el apelativo de El Milico. Aún así, Haro no se excusó cuando la Cámara Federal donde fue confirmado por el gobierno de Raúl Alfonsín fue el tribunal competente para juzgar por primera vez a Menéndez, en 1976. Haro opinó que el expediente debía seguirse en la denominada justicia militar. En 1989 convalidó el indulto del presidente Carlos Menem a su contertulio. Pese a ello fue designado conjuez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Otero Álvarez ascendió a juez de tribunal oral y en 2010 fue uno de los que condenaron a Menéndez. Pese a ello uno de los sobrevivientes de la UP1, Luis Miguel Baronetto, cuya esposa Marta Juana González fue ejecutada en Julio de 1976, lo denunció ante el Consejo de la Magistratura. Otero Álvarez, renunció cuando lo citaron para que hiciera su descargo. El tribunal oral 2 integrado por los jueces Julián Falcucci, José Camilo Quiroga Uriburu y Jorge Sebastián Gallino se encargará de juzgar a los acusados por los mismos crímenes que ya le valieron la condena a Menéndez y Jorge Videla. La fiscalía estará representada por los fiscales Carlos Gonella y Facundo Trotta.
El juicio mendocino comprende a 28 acusados, entre ellos los jueces Otilio Roque Romano, Luis Francisco Miret, Rolando Carrizo y Guillermo Max Petra Recabarren, como partícipes en las privaciones ilegales de la libertad, los homicidios, las desapariciones forzadas, las torturas, los robos y los ataques contra la integridad sexual de 200 personas. Romano fue visto en el Departamento de Inteligencia de la Policía D2, y Miret en la Compañía de Comunicaciones VIII del Ejército, donde entrevistaron a personas detenidas y torturadas. También son enjuiciados militares, aviadores, policías, agentes de inteligencia y miembros del Servicio Penitenciario de Mendoza. Miret y Romano demandaron un trato VIP y se declararon ofendidos por el juzgamiento conjunto con quienes perpetraron en forma personal los crímenes que ellos protegieron, pero no pudieron impedirlo.
Los defensores dilataron todo lo posible el juicio, iniciado en 2014, y los alegatos insumieron un año y medio. Miret y Romano fueron durante décadas los amos de la justicia federal de la provincia. Su caída en desgracia en 2010 marcó un punto de inflexión cultural, una vez que fracasaron sus intentos por atribuir la persecución penal a sus posiciones contrarias a la ley audiovisual, en línea con las del multimedios mendocino de José Luis Manzano y Daniel Vila. El fiscal que los acusó, Omar Palermo, hoy integra el Superior Tribunal de Justicia de la provincia, único límite al fervor punitivista del gobernador Alfredo Cornejo.
Miret y Romano fueron destituidos en juicio político por unanimidad del Consejo de la Magistratura en 2011. Al comenzar el proceso, Romano dijo que si no conseguía frenar las actuaciones por sus influencias políticas estaba dispuesto a matar a Palermo y al juez Walter Bento y a suicidarse. Pero en vez de eso huyó a Chile, de donde fue extraditado en 2013. Romano, Miret y Petra Recabarren revictimizaron a los sobrevivientes, intentaron recusar al juez Juan González Macías, uno de los pocos que declararon nula la ley de obediencia debida hace ahora 30 años, e interrumpieron a fiscales y testigos, ante la pasividad del presidente del tribunal, Alejandro Piña, lo que hizo que algunas audiencias terminaran en escándalos. Tanto la actuación de Piña como la del defensor oficial Ramiro Dillon, quien dijo que el proceso era la continuación de la guerra por otros medios, indican que modificar hábitos y prácticas de los magistrados requiere además del juicio una actitud alerta de toda la sociedad.