Un día de estos algún alma iluminada, si es profesional mejor, puede hacer una teoría sobre cómo detectar un chico excepcional en algo, pero no en todo, de los que crecen y dan que hablar. En la década del veinte, en el campo en Algarrobo, partido de Villarino, había una nena que desaparecía de su camita noche por medio. Los padres primero se asustaban en su extraño idioma, pero después se acostumbraron a ir a buscarla a la caballeriza. La rubiecita dormía, de largo camisón, sobre la paja y al lado de su caballo favorito. Anita iba a dar que hablar.
Los padres eran letones, nacionalidad extraña en general y rarísima entre nosotros, y habían tenido el buen timing de hacerse bonaerenses antes de la primera guerra mundial, la que transformó a Europa del Este en las "tierras de sangre" que describió el historiador Timothy Snyder. Los Beker navegaron a este sur antes de que su país fuera conquistado, reconquistado, vuelto a conquistar... con lo que Anita pudo tener un paraíso pampeano de caballos y calma. Nacida en Lobería en 1916, las poderosas pepsinas argentinas, como decía Marechal, la formaron criollita.
De adolescente, Ana ya sabía todo lo posible sobre caballos y quería dedicarse a eso, a criarlos, a montarlos. "Cosa de hombres", le contestaban hasta los padres, que entre amigos comentaban qué difícil era tener una hija así. Cabeza dura, Ana persistía en la suya y soñaba, hasta que un buen día fue a ver una conferencia de su héroe, el suizo Aimé Félix Tschiffely. Maestro de escuela y jinete, Tschiffely se había hecho famoso probando el aguante del petiso criollo, yéndose con su Gato y su Mancha hasta Nueva York. Al final de la ponencia, Ana le habló de sus sueños y notó la incredulidad del héroe, que no sabía que le iban a ganar por metraje: Peker se iba a ir a caballo hasta el Canadá.
Pero antes había que practicar y la cosa empezó con un viajecito liviano, de 1200 kilómetros, del sur lejano hasta Luján. El presidente Ortiz se anotició y, vivo, le encargó en 1942 una ronda nacional a caballo, visitando las catorce provincias de la época, unas cuantas semanas de viaje y una excelente escuela. Para 1949, Ana había encontrado un oído atento para su plan de viaje, el de Evita, que le entendió su idea de que "hay empresas posibles para una mujer, que amilanan a los hombres". El primer día de octubre de 1950, "una mañana espléndida", el mismo presidente Perón la despedía y le deseaba la mejor suerte en su viaje. Peker salía con Príncipe, que le había regalado la estrella del polo Manuel Andrada, y Churrito, seleccionado por un criador pampeano, 35 kilos de equipaje y un 38 de caño corto a mano.
Lo que siguió fue una aventura de amilanar varones, al menos a este. Ana Beker cruza el país, entra a Bolivia, sigue por Ecuador, llega a Colombia, comprueba que el estrecho del Darién ya era impasable en esa época -hoy peor, porque además de ser una jungla de las malas está controlado por bandidos- se embarca hasta el puerto panameño de Colón, cruza Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala y México, entra a Estados Unidos por Texas, pasa por Nueva Orleans, Washington y Nueva York, y llega a Ottawa el seis de julio de 1950, casi cuatro años después.
En el camino, se hace más que amiga de su revolver. Tres veces le roban y cuatro veces quieren violarla, incluyendo una en que se despierta porque sus potenciales asaltantes discuten quién va primero. En el camino hay jaguares, bandidos diversos de los que no quieren testigos, y hasta cóndores, que resulta que no son tan pasivos como uno pensaba. Un día, bien alto en un sendero estrecho de los Andes, Beker descansa los pies sentadita al borde del vacío. Por arriba vuelan unos cóndores, a su lado descansan sus caballos, que pican algún pasito entre las piedras verticales. De repente, uno de los cóndores cae en picada y golpea con un ala a uno de los caballos. Vira, da un giro, y se lanza nuevamente, como un Stuka.
Beker no entiende qué está pasando pero sí que tiene que calmar al pingo, que se puede caer por el infinito barranco y tal vez empujarla a ella. Los manotazos no sirven, no asustan a los enormes pájaros, pero Peker alcanza a atar al ya aterrado caballo, le tapa los ojos y manotea el 38. Tres o cuatro tiros al aire espantan a los cóndores, que se quedan girando en alto con cara de resentidos. Rapidito, Peker sigue camino. Más tarde, unos locales amistosos le explican que en esos pagos no se sacrificaba a los animales ya viejos, burritos, mulas y caballos, sino que se los dejaba sueltos. Los cóndores se habían tomado la maña de empujarlos a los barrancos, para comérselos ya muertos. Días después de su ataque, Peker los ve comiéndose a un burrito flaco y desbarrancado.
No es lo único que aprende la aventurera en su camino. Resulta que el ajo aleja a las víboras venenosas, con lo que las patas y panza de sus caballos olían sicilianos. Y resulta que los caballos, si no hay otra, pueden comer arroz y marlos de choclo. Y que los jaguares son persistentes, por fogatas que uno haga. Y que la mejor manera de no ofender a los enamoradizos es jurarles que una va a considerar su propuesta de matrimonio, y que lo hablan "a la vuelta". Y que este mundo está lleno de cazadores ilegales que no les gusta toparse con una gringa rubia y armada.
En lo que Beker no le ganó a Tschiffely fue en demostrar el aguante del caballo criollo. La gaucha rubia, que manejaba sus caballos "más a besitos que a fusta", pierde a Príncipe y a Churrito apenas saliendo de La Paz, en Bolivia. Tuvo que demorarse hasta encontrar una yegua zaina de catorce años y un macho gris de doce, Luchador. Tampoco iban a cubrir el recorrido, y llega a Ottawa montando a Chiquito y Furia.
En estos miles de kilómetros, Beker conoce todo tipo de personajes. Pasa por pueblitos, aldeas y casitas perdidas por el campo. Come le que le dan o lo que se consigue, duerme al raso, bajo un alero, en un ranchito, una gruta o en un hotel urbano con ese lujo notable, la ducha. Se canta de frío cruzando montañas y se arranca bichos vadeando ciénagas tropicales. Aprende cómo se roban huacos en el Lago Titicaca, cómo se cazan guanacos y, de extremo interés para ella, cómo se varean caballos de punta a punta del continente.
Para cuando la recibe el embajador argentino en Canadá -atenta a los símbolos, salió del mojón del kilómetro cero del Congreso y llegó al pedacito de territorio nacional que es una embajada-- no le queda ni una hebra de la ropa original. Beker salió de Buenos Aires bien paisana, de bombachas blancas y botas relucientes, llegó con lo que pudo ir comprando en el camino y le daba más o menos argentino. En 1954, bien fotografiada y descansada, se embarca para Buenos Aires con sus caballos. Es la última aventura, porque al buque le cae una tormentaza de verano y casi se hunde.
Entre jinetes, Beker es una leyenda, pero no tiene ni ahí la fama de Tschiffely, de Gato y de Mancha. Para cuando desembarca entre nosotros, la Argentina peronista está en crisis, a Evita se la llevó el cáncer y el golpe es inminente. El 55 la deja afuera, por conexiones peronistas. En 1957, publica La Amazona de las Américas, con prólogo de un periodista por entonces famoso, un relato de aventuras perfectamente opaco a la hora de contar en qué estaba pensando y qué sentía la autora.
Ana Beker se volvió al campo, envejeció entre sus caballos, se enfermó, murió en un geriátrico de Bahía Blanca y está enterrada en Algarrobo. El pueblo le dedicó su plaza a la memoria de la gringa que no se dejaba asustar.