Yo conocí a un violador. Lo tuve cara a cara en la calle, en la puerta de su negocio. Le sentí el aroma, medí el color de sus ojos, vi sus manos de vejete y sus zapatilEL las símil Flecha donde se notaban los dedos. Lo miré y temblé. Nunca pensé que eso me pasaría justo a mí, en extremo creído de poder aguantar el aliento aberrante del monstruo y aun así, descorrer la niebla de su respiración y degollarlo allí mismo, en la entrada a su caverna. Temblé de indignación y estupor ante la confesión: “Sí, yo era muy cariñoso con la nenita, yo la cuidaba, era mi vecina y fuimos amigos, muy amigos”.
-¿Qué hiciste de tu vida?
Mi voz se había afinado y sentí que la lengua se volvía de trapo. Pretendía filosofar porque de verdad las ganas de trompearlo se me habían diluido y me arrastraba a un sordo interrogatorio antes que una pelea: quería saber el motivo, cómo piensan los demonios en la Tierra, por qué lo hacen, de dónde viene “eso”, cómo es posible que no sientan arrepentimiento o compasión.
-Nada, no hice nada yo. Me porté bien; además ya pasó mucho tiempo y no recuerdo nada de la nenita. Era linda, se paseaba por mi vereda y nos saludábamos…
¿Entonces a eso queda reducida una violación ya desgastada por el tiempo? El viejito evocaba aquello como una temporada de verano en que supo ser feliz. Y yo, con mi postración, lo estaba dejando hacer. Entonces fue cuando lo toqué.
Quería hacerlo. Era como entrar a la jaula del león y rozar su melena cuando está dormido. Le puse una mano en el hombro izquierdo. El miró mi mano y se sonrió. Yo, como pude, le apreté mis dedos sobre la superficie de sus huesos. Quería hacerle saber de mi opresión y su dolor, pero mi mano no respondía. Eso se siente. No es miedo, no es estupidez: es asombro de que ocurran cosas en la vida y nadie haga algo superior a lo que él había hecho -nada alcanza su crimen- como desnucarlo a golpes de muñeca de niña, golpearlo con varillas hasta la muerte, ejecutarlo al amanecer delante de una multitud de padres y madres, acuchillarlo con juguetes. Pero no. El tipo parecía reconfortado por mis dedos en su hombro ¿Pensaría que lo estaba palmeando? ¿Que lo entendía y perdonaba? Retiré mi mano frustrada y creo que le dije algo así como “no te da vergüenza” o “yo sé todo y ya vas a pagar.” Todas frases de un western donde el sheriff oficia de juez y el vengador avisa al asesino que le queda poco tiempo de vida. Puse la mano en el bolsillo. Temblaba. Él me miró por primera vez: tenía las pupilas de ave vieja y flaca, una diminuta lagaña, sus ojos de buitre celestones, la cara sin afeitar. Ocurrió la violación cuando era joven, quizás treinta largos, quizás cuarenta. Ahora tenía al doble y más. En ese momento entró una cliente.
-Tengo que atender –escuché que me decía. Y atendió, despachó cien de queso, cien de mortadela, dos panes y cobró. Después ya era otro día.
Me estaba afeitando. No había podido dormir. Estaba de malhumor y mis manos temblaban de nuevo, esta vez de incredulidad. Había soñado. Un mundo lleno de personas feas, una cola interminable y que me hablaban todos a la vez. Era en la vereda de Tribunales donde habitualmente los familiares de alguien que padeció injusticias arman un grupo con la foto de la víctima y relucen pancartas y tambores. Pero no: mi sueño era en silencio. “¿Por qué?”, preguntaba yo a unos tipos que resultaron fiscales, jueces y otras runflas. En mi sueño sonreían, festejando algo que no entendía. Me convidaban con algo para tomar. Estaban de fiesta, y yo obligado a alegrarlos con música. ¿Cómo lo hacen?, preguntaba ¿Cómo pueden vivir así en un mundo tenebroso? Entonces uno, con una cara roja y toga negra me respondía: “Porque nos gusta, porque nos gusta que ocurran esas cosas, porque disfrutamos”. Luego aparecía en un barco pirata que se estaba hundiendo irremediablemente en una copiosa tormenta en blanco y negro y nosotros los músicos seguíamos tocando mientras el resto se empujaban para salvarse buscando las canoas. Pretendía irme pero uno de mis compañeros, me advertía:
-Seguí tocando, disimulá y seguí tocando.
-¿Disimulá qué? –le preguntaba con los labios enmudecidos y la garganta ronca de donde no emergía un sonido.
-Ellos saben, ellos saben, seguí tocando.
Luego, como dando un barquinazo el sueño se diluía en un bosquecito donde un montón de Alicias jugaban con haditas en un color derretido, como el de los televisores viejos. Ahí me desperté, justo cuando una de ellas me ponía la mano en el hombro y me daba un besito en mi mejilla, con barba de días como la del viejo.
Ahí estaba yo frente al espejo sudando el verano sin aire. Ahí estaba con la navaja llena de pelitos y espuma de afeitar, ahí estaba yo, secándola con una toalla vieja y guardándola en el bolsillo de mi campera. Ahí estaba yo, bajando las escaleras y subido a la moto. Ahí estaba yo, tomando un café en una YPF, intentando que este maldito temblor se me fuera. La moza me hablaba de algo y no la oía.
- Que si prefiere azúcar o edulco
-Ah, no, no, nada, nada, sin nada.
Por la puerta automática entra un buitre de tamaño humano, caminando en dos patas. Lleva en el pico algo que no distingo y es amarillo. Ordena algo y viene a sentarse cerca de mí, de espaldas. Antes me mira desafiante y haciendo un ruido que proviene de un batir de alas para acomodarse, más el revoltijo que produce al abrir el diario, acomoda su cuerpazo viejo, lleno de cicatrices. Transcurren horas, una vida, un delirio. Se levanta y sin mirarme desaparece en la playa de estacionamiento donde toma una breve carrera y eleva el vuelo por sobre los cables y el edificio antiguo de enfrente.
-¿Vos, vos viste eso? –señalo afuera, tartamudeo frente a la moza. Ella está cerrando la caja.
-¿Qué cosa?
-Eso, eso, -atino a decirle.
-Ah afuera, sí, es una buena camioneta tuneada, es de un cliente.
Luego mi locura en moto. Llevo en un bolsillo de la campera ese trapo amarillo que olvidara el buitre y en el otro la navaja. Paro en la puerta de su almacén. “No está”, me dice la que atiende. “Salió temprano con sus cosas, creo que se fue de viaje, vaya uno a saber… ¿Por qué lo busca?”
Salgo a la calle, mareado y de nuevo el temblor. Me apoyo en el tanque de mi moto, meto la mano en el bolsillo y contemplo lo que creí un trapo: es una remerita de nena desteñida con la cara del Pato Donald.