Los Fabelman
(The Fabelmans)
EE.UU./India, 2022
Dirección: Steven Spielberg.
Guion: Steven Spielberg, Tony Kushner.
Fotografía: Janusz Kaminski.
Música: John Williams.
Montaje: Sarah Broshar, Michael Kahn.
Intérpretes: Paul Dano, Michelle Williams, Seth Rogen, Mateo Zoryan, Gabriel LaBelle, Judd Hirsch, Julia Butters.
Distribuidora: UIP
Duración: 151 minutos.
10 (diez) puntos
¿Es la mejor película de Steven Spielberg? Lo que de veras importa es que The Fabelmans es una nota de cariño al cine. Ahora bien, también es cierto que toda película de Spielberg –guste o no su director– ya lo es. Por eso, The Fabelmans sería todavía más amorosa respecto de su devoción por el medio cinematográfico. Así es.
Basada más o menos en la propia vida del director, en el camino que va de la niñez a la adolescencia, The Fabelmans puede jactarse de ser, y no hace, una biopic; pero decanta y mejor en la puesta en escena de una serie de gustos y predilecciones cinematográficas que han acompañado a este niño, ya crecido, durante toda su vida. Spielberg tiene 76 años y tiene en carpeta, entre varias producciones, dirigir una nueva película con el personaje de Frank Bullitt (el que Steve McQueen personificara a bordo de un inolvidable Mustang). De algún modo, esta película es algo que el director venía contando desde ya hace un tiempo en entrevistas, al referir episodios de su vida y películas favoritas.
En todo caso y como corresponde, The Fabelmans es un repaso otoñal, de parte de alguien que no sólo vivió la historia del cine, sino que ayudó a construirla y continuarla, más allá de las críticas que, con mayor o menor justicia, puedan hacerse a sus películas. En este sentido, puede trazarse un recorrido diferencial en el cine de Spielberg, concretamente a partir de Puente de espías (2015). Allí hay un clima de desencanto que, de una u otra manera, continúa en todo lo que ha seguido después. Es decir, la ilusión del “sueño americano” (o la misma industria del cine, por qué no) se fue derrumbando en sus historias, donde las cosas ya no son lo que parecen; y a diferencia de otras películas, la niña protagonista de El buen amigo gigante culmina, si bien a salvo en sus fantasías, sola. Un final alarmante, tanto como las rejas metafóricas que acompañan a los protagonistas de West Side Story durante el desenlace.
Por todo esto, las más recientes películas de Spielberg son las mejores que pudo haber hecho; y The Fabelmans se suma a esta reflexión, a este ahondar en suelo conocido sobre dolores que todavía laten. Lo que parece quedar a resguardo, en su honestidad artística, es el cine mismo, herramienta mecánica/digital pero poética, capaz de hacer ver lo que rodea de otras maneras, diferentes y mejores, aun cuando la verdad duela. Es esto lo que le comenzará a pasar a Sammy (Mateo Zoryan/niño y Gabriel LaBelle/adolescente) cuando es llevado por primera vez al cine por su padre y su madre. La película es El espectáculo más grande del mundo, la de Cecil B. DeMille, de 1952; durante los prolegómenos a la proyección cada plano hará patente lo que el título de ese film predica: el cine es más grande que la vida. Una vez allí, Spielberg elige la escena que lo marcó verdaderamente, la del auto a punto de ser atropellado por el tren. Situación que lo lleva a recrear lo visto entre trenes de juguete y cámaras Super8. El cine lleva al juego, y el juego lo lleva de nuevo al cine. El placer estará siempre.
Además, el cine aparece para el niño como la síntesis entre sus progenitores: de un lado, la mirada científica del padre (Paul Dano), y del otro, la lúdica y artística de la madre (Michelle Williams). Entre ellos, la figura del amigo de la pareja y colega del padre (Seth Rogen). En este triángulo, el niño se debate y lo mira con la cámara. Al hacerlo, los redescubre. Por mirar a través del cine, la realidad cambia, hay algo que se desoculta pero que puede ser, sin embargo, escondido con el montaje. Todo esto, que no es nada ingenuo, le hace descubrir la potencia cinematográfica, y lo mejor de todo es que la película nunca enuncia nada semejante sino, antes bien, cuenta su historia, a la vieja y acostumbrada manera del sabio Hollywood, algo que Spielberg tiene en su piel.
Justamente, The Fabelmans se permite hacer convivir propuestas diferentes pero acordes con el tono que la película requiere. De este modo, la espléndida Michelle Williams oficiará de Katherine Hepburn en sus gestos y reacciones; en síntesis, es toda una fiesta verla actuar, por momentos en la tradición de las mejores comedias de Howard Hawks. Sólo Spielberg puede revivir una sensación así. A la vez, lo que hace no es menor, ya que muestra al gran público esa historia que la cámara hogareña de su infancia descubría, con su madre y amante como protagonistas. En The Fabelmans hay algo de exorcismo personal, en donde el film ajusta cuentas con sus seres queridos, pero de manera poética y nunca acusatoria.
Ahora bien, si el cine puede desengañar a uno mismo, también puede provocar reacciones más o menos previstas; de este modo, Sammy se vuelve el que todo lo mira a través de la cámara: hace actuar a sus compañeros en películas de diverso género, es capaz de sacar lustre de un joven actor tan bruto como una piedra, y puede hacer quedar como un héroe estúpido al más listo y popular de la clase. A la vez, la del cine aparece como una profesión en crisis, la de un mundo que, de haber sido “el espectáculo más grande” pasó a verse reducido en la pantalla televisiva de los hogares. ¿Qué es lo que tiene el cine todavía para dar?
Esta pregunta es la que atraviesa, de algún modo, al film todo en su personaje principal; pero también es la pregunta que asoma contemporánea, bien urgente, en relación a un cine que, de haberse visto aquejado por la irrupción televisiva ahora lo está por otras cuestiones tecnológicas y de formatos. Spielberg, como se sabe, llega al cine luego de sobrevivir –no le fue grata la experiencia– en la televisión, de donde no querían dejarlo salir. Para llegar a este punto, al del arribo de la bandera de largada, la que le dé el visto bueno para decidirse, finalmente, por lo que siempre quiso, The Fabelmans se permite una secuencia final que está camino a convertirse en uno de los momentos clásicos y favoritos de la historia del cine.
Es bastante difícil quedar sustraído a su atracción, ya que lo que Spielberg filma es un verdadero acto de bautismo, de corroboración personal, de ratificación del cine como elección. Lo hace a partir de invocar a uno de sus sumos “sacerdotes” o padres, John Ford, y en la piel de otro director contemporáneo, David Lynch; como si dijeran, Spielberg y Lynch (el cine de ambos es cualquier cosa menos parecido): “hemos hecho lo que hicimos porque usted, señor Ford, lo hizo primero. Gracias”. Un acto de gratitud semejante es de amor puro o es mera impostación. Acá es todo de lo primero. Y el saldo –la anécdota es cierta, Spielberg la contó innumerables veces– es aleccionador: se trata de saber cómo mirar el mundo antes que describir lo que a simple vista se ve. Luego, el mundo se abre. Para este niño casi hombre ya nada parece imposible.